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Spencer Craig salió de su despacho a las cinco, ya que esta vez le tocaba ser el anfitrión de la cena de los Mosqueteros. Todavía se reunían cuatro veces al año, pese a que Toby Mortimer ya no estaba con ellos. La cuarta cena se conocía ahora como la Cena Conmemorativa.

Craig siempre utilizaba servicios de catering para no tener que preocuparse de preparar la cena o recoger la mesa después, aunque sí le gustaba elegir personalmente el vino y probar la comida antes de que llegara el primer invitado. Gerald le había telefoneado antes para anunciarle que les comunicaría importantes noticias, tanto que cambiaría las vidas de todos.

Craig nunca olvidaría aquella otra ocasión en la que un encuentro de los Mosqueteros había cambiado sus vidas, pero desde que Danny Cartwright se había ahorcado, nadie había vuelto a mencionarla. Craig pensó en los Mosqueteros mientras volvía a casa en coche. Gerald Payne navegaba viento en popa en su firma, y ahora que había sido nombrado candidato del Partido Conservador para un escaño en Sussex, que tenía prácticamente asegurado, estaba convencido de que sería elegido diputado en cuanto el primer ministro convocara elecciones. Larry Davenport parecía más relajado últimamente, y hasta le había devuelto las diez mil libras que Craig le había prestado un par de años atrás, y que no esperaba volver a ver. Tal vez Larry también tenía algo que anunciar a la pandilla. Por su parte, Craig daría una noticia a los Mosqueteros, y aunque no era exactamente lo que había esperado, era igualmente gratificante.

Los casos se iban acumulando a medida que continuaba ganando pleitos, y su aparición en el juicio de Danny Cartwright se estaba transformando en un recuerdo nebuloso que la mayoría de sus colegas ni siquiera recordaban… con una excepción. Su vida privada estaba incompleta; por decirlo de otro modo: tenía ocasionales ligues de una noche, pero aparte de la hermana de Larry, no quería ver a nadie por segunda vez. Sin embargo, Sarah Davenport había dejado muy claro que no estaba interesada, aunque él no había perdido la esperanza.

Cuando Craig llegó a su casa de Hambledon Terrace, inspeccionó el botellero, pero descubrió que no había ningún vino digno de la cena de los Mosqueteros. Fue paseando hasta el establecimiento de la esquina de King s Road y eligió tres botellas de Merlot, tres de un reserva de Sauvignon australiano y una mágnum de Laurent Perrier. Al fin y al cabo, iban a celebrar algo.

Mientras volvía a casa cargado con dos bolsas llenas de botellas, oyó una sirena a lo lejos, lo cual le devolvió recuerdos de aquella noche. No parecían difuminarse con el tiempo, como otros recuerdos. Aquel día llamó al oficial de policía Fuller, corrió a casa, tiró la ropa manchada, eligió un traje, camisa y corbata casi idénticos, y regresó al bar diecisiete minutos después.

Si Redmayne hubiera comprobado la distancia entre el Dunlop Arms y la casa de Craig antes del inicio del juicio, tal vez habría podido sembrar algunas dudas en la mente de los miembros del jurado. Pero gracias a Dios, solo era su segundo caso como abogado principal; de haber tenido como contrincante a Arnold Pearson, este habría inspeccionado todas las piedras del pavimento hasta su casa, cronómetro en mano.

A Craig no le había sorprendido el tiempo que había tardado el oficial Fuller en entrar en el pub, pues sabía que tendría problemas más importantes con los que lidiar en el callejón: un hombre agonizando y un evidente sospechoso cubierto de sangre. Tampoco tendría motivos para sospechar que un completo desconocido pudiera estar implicado, sobre todo cuando tres testigos corroboraban su historia. El camarero había mantenido la boca cerrada, pero como ya había tenido algunos problemas con la policía, habría sido un testigo poco fiable, con independencia de que parte le llamara a testificar. Craig continuaba comprando el vino en el Dunlop Arms, y aunque cuando le enviaban la factura a final de mes no siempre salían las cuentas, no hacía comentarios.

En cuanto volvió a casa, Craig dejó el vino sobre la mesa de la cocina y puso el champán en la nevera. Después, subió a ducharse y a ponerse ropa más informal. Acababa de regresar a la cocina y empezado a descorchar una botella, cuando sonó el timbre de la puerta.

No recordaba la última vez que había visto a Gerald tan animado, aunque supuso que se debía a la noticia que iba a darles.

—¿Te gusta tu trabajo en la circunscripción? —preguntó Craig, mientras colgaba la chaqueta de Payne y le acompañaba hasta el salón.

—Muy divertido, pero ardo en deseos de que lleguen las elecciones generales para ocupar mi escaño en la Cámara de los Comunes. —Craig le sirvió una copa de champán y preguntó si sabía algo de Larry—. Me pasé a verle una noche de la semana pasada, pero no me dejó entrar en su casa, lo cual me pareció un poco raro.

—La última vez que fui a su casa, parecía una cochiquera —dijo Craig—. Debió de ser por eso, o quizá por otro novio al que no quiso que conocieras.

—Debe de estar trabajando —dijo Payne—. Me envió un cheque la semana pasada para devolverme un préstamo de hace mucho tiempo.

—¿Tú también? —preguntó Craig, mientras el timbre de la puerta sonaba por segunda vez.

Cuando Davenport entró, daba la impresión de que había recuperado la confianza en sí mismo y la chulería. Besó a Gerald en ambas mejillas como si fuera un general francés pasando revista a sus tropas. Craig le ofreció una copa de champán, mientras pensaba que Larry aparentaba diez años menos que la última vez que se habían visto. Tal vez estaba a punto de revelar algo que les impresionaría a todos.

—Empecemos con un brindis —dijo Craig—. Por los amigos ausentes. Los tres hombres levantaron sus copas.

—¡Por Toby Mortimer! —gritaron.

—¿Por qué brindamos a continuación? —preguntó Davenport.

—Por sir Nicholas Moncrieff —dijo Payne sin vacilar.

—¿Quién coño es ese? —preguntó Craig.

—El hombre que está a punto de cambiar nuestra suerte.

—¿Cómo? —preguntó Davenport, sin querer revelar que Moncrieff era el motivo de que hubiera podido devolver el dinero que ambos le habían prestado, aparte de otras deudas.

—Os contaré los detalles durante la cena —anunció Payne—, pero esta noche insisto en ser el último en hablar, porque esta vez estoy convencido de que no podréis superarme.

—Yo no estaría tan seguro, Gerald —dijo Davenport, con aspecto de estar más encantado de haberse conocido que nunca. Una joven apareció en la puerta.

—Cuando ustedes quieran, señor Craig.

Los tres hombres entraron en el comedor mientras recordaban sus días de Cambridge, aunque las historias que contaban eran más exageradas a cada año que pasaba.

Craig ocupó la cabecera de la mesa, mientras el servicio dejaba platos de salmón ahumado delante de sus dos invitados. En cuanto hubo catado el vino y asentido para expresar su aprobación, se volvió hacia Davenport.

—Ya no puedo esperar más, Larry —dijo—. Escuchemos primero tu buena nueva. Está claro que tu suerte ha cambiado.

Davenport se reclinó en su silla y esperó hasta estar seguro de que le prestaban toda su atención.

—Hace un par de días recibí una llamada de la BBC, en la que me pedían que pasara por Broadcasting House para charlar. Eso suele significar que quieren ofrecerte un pequeño papel en una obra radiofónica, con un salario que no cubriría la carrera en taxi desde Redcliffe Square hasta Pordand Place. Pero esta vez, un productor me llevó a comer, y me dijo que iban a escribir un nuevo personaje para Holby City, y yo era su primer candidato. Por lo visto, el doctor Beresford se ha borrado finalmente de la memoria de la gente…

—Bendita memoria —dijo Payne, y levantó su copa.

—Me han pedido que haga una prueba la semana que viene.

—¡Bravo! —exclamó Craig, y también alzó su copa.

—Mi agente me ha dicho que no han pensado en nadie más para ese papel, de modo que podría cerrar un contrato de tres años con derechos de redifusión y una cláusula de renovación más exigente.

—No está mal, debo admitirlo —dijo Payne—, pero estoy seguro de que podré batiros a los dos. ¿Qué tienes que contarnos Spencer? Craig llenó su copa y bebió antes de hablar.

—El Lord Canciller ha pedido verme la semana que viene. Tomó otro sorbo, mientras dejaba que asimilaran la noticia.

—¿Va a ofrecerte su cargo? —preguntó Davenport.

—Todo a su tiempo —dijo Craig—. El único motivo de que solicite ver a alguien de mi humilde condición es para invitarle a ascender a la abogacía superior y ser nombrado QC.

—Bien merecido —opinó Davenport, mientras Payne y él se levantaban para brindar por su anfitrión.

—Aún no ha sido anunciado —dijo Craig, al tiempo que les indicaba con un ademán que se sentaran—, o sea que no digáis nada. Craig y Davenport se reclinaron en su silla y se volvieron hacia Payne.

—Tu turno, colega —dijo Craig—. ¿Qué es eso que va a cambiar nuestras vidas?

Alguien llamó a la puerta.

—Entra —dijo Danny.

Big Al apareció en el umbral con un paquete grande.

—Lo acaban de traer, jefe. ¿Dónde lo pongo?

—Déjalo encima de la mesa —dijo Danny, y siguió leyendo, como si el paquete careciera de importancia.

En cuanto oyó que se cerraba la puerta, dejó el libro de Adam Smith sobre la teoría de la economía de libre mercado y se acercó a la mesa. Miró durante un rato el paquete con la inscripción peligroso, manejar con cuidado, y después quitó el papel marrón que envolvía una caja de cartón. Tuvo que despegar varias capas de cinta adhesiva antes de poder levantar por fin la tapa.

Sacó un par de botas de goma negras del número 44 y se las probó: perfectas. A continuación, extrajo un par de delgados guantes de látex y una linterna grande. Los siguientes artículos que salieron de la caja fueron un mono de nailon negro y una mascarilla para cubrir la nariz y la boca. Le habían dado a elegir entre negra o blanca, y se decantó por la negra. Lo único que Danny dejó en la caja fue un pequeño contenedor de plástico, envuelto en plástico de burbujas, con la inscripción peligroso. No desenvolvió el contenedor porque ya sabía qué había dentro. Devolvió a la caja los guantes, la linterna, las botas, el mono y la mascarilla; sacó un rollo de cinta adhesiva gruesa del cajón superior del escritorio y volvió a cerrar la tapa. Danny sonrió. Mil libras bien invertidas.

—¿Y qué cantidad aportarás a esta empresa? —preguntó Craig.

—Un millón de mi dinero —dijo Payne—, del cual ya he transferido seiscientas mil con el fin de garantizar el contrato.

—¿No te pondrá en apuros? —preguntó Craig.

—Me arriesgo a la quiebra —admitió Payne—, pero es improbable que vuelva a tropezarme con una oportunidad semejante en toda mi vida, y los beneficios me permitirán seguir viviendo después de que gane las elecciones y tenga que renunciar a ser socio de la empresa.

—A ver si entiendo lo que estás proponiendo —dijo Davenport—. Sea cual sea la cantidad que reunamos, tú garantizas que la duplicaremos en menos de un mes.

—Nunca se puede garantizar nada —admitió Payne—, pero se trata de una carrera de dos caballos, y el nuestro es el claro favorito. En términos sencillos, tengo la oportunidad de adquirir un solar por seis millones, que valdrá entre quince y veinte en cuanto la ministra anuncie que lo ha seleccionado para que se construya el velódromo.

—Eso suponiendo que elija tu solar —dijo Craig.

—Te he enseñado la anotación del Diario Oficial del Parlamento en que se reproduce su diálogo con esos dos parlamentarios.

—Sí —dijo Craig—, pero sigo perplejo. Si el negocio es tan bueno, ¿por qué no compra el solar ese tal Moncrieff?

—En primer lugar, creo que nunca tuvo suficiente para cubrir esos seis millones —dijo Payne—. Pero, de todos modos, aporta un millón de su bolsillo.

—Hay algo que no acaba de gustarme —reconoció Craig.

—Eres tan cínico, Spencer —se quejó Payne—. Permíteme recordarte lo que ocurrió la última vez que ofrecí a los Mosqueteros una oportunidad semejante: Larry, Toby y yo duplicamos nuestro dinero con esa granja de Gloucestershire en menos de dos años. Ahora te estoy ofreciendo una oportunidad todavía mejor con la particularidad de que duplicarás tu dinero en diez días.

—De acuerdo, voy a arriesgar doscientas mil —dijo Craig—. Pero te mataré si algo sale mal. Payne palideció, y Davenport se quedó sin habla.

—Venga, tíos, solo era una broma —dijo Craig—. Bien, participo con doscientas mil. ¿Y tú, Larry?

—Si Gerald está dispuesto a arriesgar un millón, yo también —afirmó Davenport, que se había recuperado enseguida—. Estoy convencido de que puedo reunir esa cantidad, ofreciendo mi casa como garantía y sin cambiar mi estilo de vida.

—Tu estilo de vida cambiará dentro de diez días, muchacho —dijo Payne—. Ninguno de nosotros tendrá que volver a trabajar.

—Uno para todos y todos para uno —dijo Davenport, mientras intentaba levantarse.

—¡Uno para todos y todos para uno! —gritaron Craig y Payne al unísono. Todos alzaron sus copas.

—¿Cómo vas a reunir el resto del dinero? —preguntó Craig—. Al fin y al cabo, entre los tres aportamos menos de la mitad.

—No te olvides del millón de Moncrieff, y mi presidente desembolsa medio millón. También he tanteado a algunos tíos con los que he ganado dinero a lo largo de los años, y hasta Charlie Duncan está pensando en invertir, de modo que a finales de mes debería haber conseguido la cantidad completa. Y como yo soy el anfitrión de la próxima reunión de los Mosqueteros —continuó—, he pensado reservar mesa en el Harry’s Bar.

—O en el McDonald’s —dijo Craig—, si la ministra elige el otro solar.