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Danny se quedó al final del cementerio, procurando pasar lo más inadvertido posible, cuando el padre Michael levantó la mano derecha e hizo la señal de la cruz.

El alcaide había aceptado la solicitud de Nick de asistir al funeral de Danny Cartwright en la iglesia de St. Mary, en Bow. Rechazó una solicitud similar de Big Al, basándose en que aún le quedaban catorce meses de sentencia y no le habían concedido la libertad condicional.

Cuando el coche sin distintivos entró en Mile End Road, Danny miró por la ventanilla y buscó lugares conocidos. Pasaron ante su garito favorito, el Crown and Garter, y el Odeon, donde Beth y él se sentaban en la última fila todos los viernes por la noche. Cuando pararon en el semáforo del Clement Attlee, cerró los puños al pensar en los años que había desperdiciado en la escuela.

Intentó no mirar cuando pasaron ante el taller de Wilson, pero no pudo reprimirse. Apenas se veían señales de vida en el pequeño taller. Haría falta algo más que una capa de pintura para que alguien pensara en comprar un coche de segunda mano en el taller de Wilson. Se fijó en el local de Monty Hugues, al otro lado de la calle: hilera tras hilera de relucientes Mercedes nuevos, con vendedores bien vestidos que exhibían confiadas sonrisas.

El alcaide había recordado a Moncrieff que, si bien le quedaban tan solo cinco semanas de condena, debería ir acompañado por dos guardias, que en ningún momento se apartarían de su lado. Y si desobedecía alguna de las restricciones que le había impuesto, el alcaide no vacilaría en recomendar a la Junta de Libertad Condicional que diera marcha atrás a su decisión de concederle la reducción de condena, de modo que debería seguir en la cárcel cuatro años más.

—Pero usted ya sabe todo esto —había continuado Michael Barton—, porque se le aplicaron las mismas restricciones cuando asistió al funeral de su padre, hace un par de meses.

Danny no hizo ningún comentario.

Las restricciones del alcaide, como él las llamaba, convenían a Danny, pues no le estaba permitido mezclarse con la familia Cartwright, sus amigos o cualquiera de los asistentes. De hecho, hasta que volviera a la cárcel, no le estaba permitido hablar con otras personas que no fueran los guardias que le acompañaban. La perspectiva de otros cuatro años en Belmarsh era suficiente para concentrar su atención.

Pascoe y Jenkins le flanqueaban, algo alejados de las personas que rodeaban la tumba. Danny se alegró de ver que la ropa de Nick parecía hecha a medida para él… Bien, tal vez los pantalones habrían podido ser un par de centímetros más largos, y aunque hasta entonces nunca había llevado sombrero, tenía la ventaja de ocultar su rostro a los curiosos.

El padre Michael inició la ceremonia con una oración, mientras Danny observaba que la concurrencia era mayor de lo que había previsto. Su madre estaba pálida y desencajada, como si llevara días llorando, y Beth estaba tan delgada que un vestido que recordaba muy bien le colgaba como un saco, en lugar de resaltar su grácil figura. Solo su hija de dos años, Christy, parecía ajena a lo que estaba sucediendo, y jugaba sin hacer ruido al lado de su madre. Claro que no había mantenido más que algún breve contacto con su padre, una vez al mes, de modo que no tardaría en olvidarle. Danny confiaba en que el único recuerdo de su padre no fueran las visitas a la cárcel.

Danny se quedó conmovido al ver al padre de Beth a su lado, con la cabeza gacha, y detrás de la familia, a un joven alto y elegante vestido de negro, con los labios fruncidos y una mirada de ira en los ojos. De repente, Danny se sintió culpable por no haber contestado a ninguna de las cartas que Alex Redmayne le había mandado desde la apelación.

Cuando el padre Michael terminó de recitar las oraciones, inclinó la cabeza antes de pronunciar el panegírico.

—La muerte de Danny Cartwright es una tragedia moderna —dijo a su congregación, con la vista clavada en el ataúd—. Un joven que se había extraviado, y que se encontraba tan atormentado en este mundo que se quitó la vida. A los que conocíamos bien a Danny nos cuesta creer que un joven tan amable y considerado cometiera un crimen, y mucho menos que asesinara a su mejor amigo. Lo cierto es que muchos feligreses de la parroquia —desvió la vista hacia un inocente policía parado junto a la entrada de la iglesia— aún estamos convencidos de que la policía no detuvo a la persona adecuada.

Una salva de aplausos estalló entre algunos de los congregados alrededor de la tumba. Danny se alegró de ver que el padre de Beth era uno de ellos. El padre Michael alzó la cabeza.

—Pero de momento, recordemos al hijo, al joven padre, al dotado líder y deportista, porque muchos creemos que, si Danny Cartwright siguiera vivo, su nombre habría resonado mucho más allá de los límites de las calles de Bow. —Se escucharon aplausos por segunda vez—. Pero no era esa la voluntad del Señor, y en Su divino misterio optó por llevarse a nuestro hijo, para que pasara el resto de sus días con Nuestro Salvador. —El sacerdote echó agua bendita alrededor de la fosa y, cuando bajaron el ataúd, empezó a salmodiar—: Concede, oh, Señor, el eterno descanso a Danny.

Mientras la escolanía cantaba el «Nunc Dimittis», el padre Michael, Beth y el resto de la familia Cartwright se arrodillaron junto a la tumba. Alex Redmayne, junto con otros presentes, esperó para dar el pésame. Alex inclinó la cabeza como si rezara, y masculló unas palabras que ni Danny ni nadie más pudo oír.

—Limpiaré tu nombre para que puedas descansar por fin en paz.

No permitieron que Danny se moviera hasta que el último feligrés se hubo marchado, incluidas Beth y Christy, que en ningún momento miraron en su dirección. Cuando Pascoe se volvió para decir a Moncrieff que debían irse, vio que estaba llorando. Danny quiso explicar que no derramaba lágrimas tan solo por su querido amigo Nick, sino por el privilegio de ser uno de esos escasos individuos que descubren cuánto les quieren sus seres más cercanos.