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No culpable.

Danny Cartwright notó que sus piernas temblaban, como le sucedía a veces antes del primer asalto de un combate de boxeo que sabía que iba a perder. El juez asesor tomó nota de la declaración y miró a Danny.

—Puede sentarse —dijo.

Danny se derrumbó en la pequeña silla situada en el centro del banquillo de los acusados, aliviado de que hubiera terminado el primer asalto. Miró al juez, que estaba sentado al fondo de la sala del tribunal en un sillón de cuero verde de respaldo alto que parecía un trono. Delante de él había una larga mesa de roble sembrada de documentos del caso recogidos en carpetas de anillas, y una libreta abierta en una página en blanco. El juez Sackville miró a Danny; su expresión no revelaba ni aprobación ni desaprobación. Se quitó las gafas de media luna del extremo de la nariz.

—Que entre el jurado —mandó con voz autoritaria.

Mientras todos esperaban a que aparecieran los doce hombres y mujeres, Danny intentó asimilar lo que veía y oía en el tribunal número cuatro del Old Bailey. Miró a los dos hombres que estaban sentados en cada extremo de lo que, según le habían dicho, era el banco de los abogados. Su joven defensor, Alex Redmayne, alzó la vista y le dedicó una sonrisa cordial, pero el hombre de mayor edad sentado al otro extremo del banco, a quien el señor Redmayne siempre se refería como el fiscal, no miró ni una sola vez en su dirección.

Danny desvió la vista hacia el público. Sus padres estaban sentados en primera fila. Los robustos brazos tatuados de su padre descansaban sobre la barandilla, mientras que su madre mantenía la cabeza gacha. Levantaba los ojos de vez en cuando para mirar a su único hijo.

El caso de la Corona contra Daniel Arthur Cartwright había tardado varios meses en llegar al Old Bailey. A Danny le parecía que, en cuanto la ley entraba en acción, todo funcionaba a cámara lenta. De pronto, sin previo aviso, la puerta del fondo de la sala se abrió y reapareció el ujier. Le seguían los siete hombres y cinco mujeres que habían sido elegidos para decidir su destino. Entraron en la tribuna del jurado y se sentaron, seis en la fila de delante, seis en la fila de atrás; eran unos perfectos desconocidos, sin nada más en común que la lotería de la selección.

Una vez se acomodaron, el juez asesor se levantó para dirigirles la palabra.

—Miembros del jurado —empezó—, el acusado, Daniel Arthur Cartwright, comparece ante ustedes tras habérsele imputado un cargo de asesinato. Se ha declarado inocente. Su deber consiste en escuchar las pruebas y decidir si es culpable o no.