10

Beth volvió con parsimonia al estrado de los testigos. Miró a sus padres, que estaban entre el público, y entonces le vio a él, mirándola con odio. Quiso encararse, pero comprendió que sería inútil, ya que nada complacería más a Spencer Craig que comprobar el efecto que causaba en ella.

Subió al estrado, más decidida que nunca a derrotarle. Se quedó de pie y miró desafiante al señor Pearson, que seguía sentado en su sitio. Tal vez finalmente no iba a hacerle ninguna pregunta.

El viejo abogado se puso en pie lentamente. Sin mirar a Beth, se dedicó a ordenar sus papeles. Después, tomó un sorbo de agua y la miró por fin.

—Señorita Wilson, ¿qué ha desayunado esta mañana?

Beth vaciló un momento, mientras todos los asistentes la miraban. Alex Redmayne maldijo para sus adentros. Tendría que haber adivinado que Pearson intentaría pillarla desprevenida con su primera pregunta. Solo el juez Sackville no aparentaba sorpresa.

—Tomé una taza de té y un huevo pasado por agua —logró articular por fin Beth.

—¿Nada más, señorita Wilson?

—Oh, sí, una tostada.

—¿Cuántas tazas de té?

—Una. No, dos —dijo Beth.

—¿O fueron tres?

—No, no, fueron dos.

—¿Y cuántas tostadas? Beth vaciló de nuevo.

—No me acuerdo.

—No se acuerda de lo que ha desayunado esta mañana, pero recuerda con gran lujo de detalles cada frase que oyó hace seis meses. —Beth inclinó la cabeza de nuevo—. No solo es capaz de recordar hasta la última palabra que el señor Spencer Craig pronunció aquella noche, sino detalles como que le guiñó un ojo y se pasó la lengua por los labios.

—Sí —insistió Beth—. Porque lo hizo.

—Vamos a poner a prueba su memoria un poco más, señorita Wilson. Cuando el camarero recogió la botella vacía de champán, el señor Craig dijo: «No se hizo la miel para la boca del asno».

—Sí, exacto.

—Pero ¿quién dijo —Pearson se inclinó hacia delante para comprobar sus notas— «hay veces en las que me gusta que una puta tenga la boca abierta»?

—No estoy segura de si fue el señor Craig o uno de los otros.

—No está segura. «Uno de los otros». ¿Se refiere al acusado, Cartwright?

—No, a uno de los hombres de la barra.

—Ha dicho a mi distinguido colega que usted no reaccionó, porque había oído cosas peores en el East End.

—Sí.

—De hecho, fue allí donde oyó esta frase por primera vez, ¿verdad, señorita Wilson? —dijo el señor Pearson, al tiempo que tiraba de las solapas de su toga negra.

—¿Qué está insinuando?

—Solo que jamás oyó al señor Craig pronunciar esas palabras en un bar de Chelsea, señorita Wilson, sino que las oyó en boca de Cartwright muchas veces en el East End, porque es el tipo de lenguaje que él utiliza.

—No, fue el señor Craig quien dijo esas palabras.

—También ha dicho al tribunal que salió del Dunlop Arms por la puerta de atrás.

—Sí.

—¿Por qué no salió por la puerta principal, señorita Wilson?

—Quería salir con sigilo y sin causar más problemas.

—O sea, que ya había causado problemas.

—No, nosotros no habíamos causado ningún problema.

—Entonces, ¿por qué no se fueron por la puerta de delante, señorita Wilson? En tal caso, se habrían encontrado en una calle transitada, y habrían podido marcharse, utilizando sus propias palabras, sin causar más problemas.

Beth guardó silencio.

—Tal vez pueda explicar a qué se refería su hermano —prosiguió Pearson, mientras consultaba sus notas—, cuando dijo a Cartwright: «Si crees que te llamaré jefe, ya puedes olvidarlo».

—Estaba bromeando —dijo Beth.

Pearson clavó la vista en su expediente unos segundos.

—Perdone, señorita Wilson, pero ese comentario no me parece nada divertido.

—Esto es porque usted no es del East End —aseguró Beth.

—Ni el señor Craig —replicó Pearson, antes de añadir a toda prisa—: Y después, Cartwright empuja al señor Wilson hacia la puerta de atrás. ¿Fue entonces cuando el señor Craig oyó que su hermano decía: «¿Por qué no salimos a la calle y lo discutimos?»?

—Fue el señor Craig quien dijo: «¿Por qué no salimos a la calle y lo discutimos?», porque ese es el tipo de lenguaje que se utiliza en el West End. Brillante mujer, pensó Alex, complacido de que le hubiera dado la vuelta a la tortilla.

—Y cuando estuvieron fuera —se apresuró a decir Pearson—, ¿descubrió que el señor Craig les estaba esperando al final del callejón?

—Sí.

—¿Cuánto tiempo pasó hasta que le vio?

—No me acuerdo —dijo Beth.

—Esta vez no se acuerda.

—No fue mucho rato —contestó Beth.

—No fue mucho rato —repitió Pearson—. ¿Menos de un minuto?

—No estoy segura. Pero allí estaba.

—Señorita Wilson, si saliera del Dunlop Arms por la puerta de delante, recorriera una avenida transitada, siguiera una calle larga y llegara por fin al extremo del callejón, descubriría que la distancia es de doscientos once metros. ¿Está insinuando que el señor Craig recorrió esa distancia en menos de un minuto?

—Tuvo que hacerlo.

—Y su amigo se reunió con él unos momentos después —dijo Pearson.

—Sí —contestó Beth.

—Y cuando usted se volvió, los otros dos hombres, el señor Davenport y el señor Mortimer, ya habían tomado posiciones junto a la puerta de atrás.

—Sí.

—¿Y todo esto sucedió en menos de un minuto, señorita Wilson? —Hizo una pausa—. ¿Cuándo cree usted que los cuatro encontraron tiempo para planear una operación tan detallada?

—No sé a qué se refiere —dijo Beth, y aferró la barandilla del estrado de los testigos.

—Creo que lo entiende muy bien, señorita Wilson, pero con el fin de iluminar al jurado… Dos hombres salen del bar por la puerta de delante, dan la vuelta hasta la parte posterior del edificio, mientras los otros dos se sitúan junto a la puerta de atrás, y todo en menos de un minuto.

—Pudo pasar más de un minuto.

—Pero ustedes estaban ansiosos por marcharse —le recordó Pearson—. De modo que, si hubiera transcurrido más de un minuto, habrían tenido tiempo de llegar a la calle principal y desaparecer mucho antes de que ellos pudieran llegar.

—Ahora me acuerdo —dijo Beth—. Danny estaba intentando calmar a Bernie, porque mi hermano quería volver al bar y enfrentarse con Craig, de modo que debió de transcurrir más de un minuto.

—¿O quizá era con el señor Cartwright con quien quería ajustar cuentas —preguntó Pearson—, para que no le cupiera la menor duda de quién iba a ser el jefe en cuanto su padre se jubilara?

—Si Bernie hubiera querido hacer eso —dijo Beth—, le habría derribado de un solo puñetazo.

—No, si el señor Cartwright hubiera ido armado de un cuchillo —replicó Pearson.

—Era Craig quien iba armado de un cuchillo, y fue Craig quien apuñaló a Bernie.

—¿Cómo puede estar tan segura, señorita Wilson, si no presenció el apuñalamiento?

—Porque Bernie me contó lo que había pasado.

—¿Está segura de que fue Bernie quien se lo contó, no Danny?

—Sí.

—Me perdonará el tópico, señorita Wilson, esto suena a: «Esta es mi versión y a ella me aferró».

—Porque es la verdad —dijo Beth.

—¿También es cierto que temía que su hermano se estuviera muriendo, señorita Wilson?

—Sí, estaba perdiendo mucha sangre y no creía que pudiera sobrevivir —contestó Beth, mientras empezaba a llorar.

—Entonces, ¿por qué no llamó a una ambulancia, señorita Wilson? —Esto siempre había desconcertado a Alex, por lo que se preguntó cómo respondería la joven. No lo hizo, lo cual permitió añadir a Pearson—: Al fin y al cabo, su hermano había sido apuñalado una y otra vez, según sus palabras.

—¡No llevaba teléfono! —gritó Beth.

—Pero su prometido sí —le recordó Pearson—, porque había llamado antes a su hermano, para invitarle a reunirse con ustedes en el pub.

—Pero unos minutos después llegó una ambulancia —contestó Beth.

—Y todos sabemos quién llamó a los servicios de urgencias, ¿verdad, señorita Wilson? —remató Pearson, y miró al jurado. Beth inclinó la cabeza.

—Señorita Wilson, permítame recordarle algunas de las verdades a medias que ha contado a mi distinguido colega. —Beth se humedeció los labios—. Usted ha dicho: «Desde el día que lo conocí supe que nos casaríamos».

—Sí, eso he dicho, y lo he dicho en serio —contestó Beth desafiante. Pearson consultó sus notas.

—También ha dicho que, en su opinión, el señor Davenport «no era tan guapo» como el señor Cartwright.

—Y así es.

—Y que si algo iba mal, «siempre me tenía a mí para confirmar su versión».

—Sí.

—Fuera cual fuera la versión.

—Yo no he dicho eso —protestó Beth.

—No, lo digo yo —replicó Pearson—, porque sostengo que usted diría cualquier cosa con tal de proteger a su marido.

—Todavía no es mi marido.

—Pero lo será, si sale en libertad.

—Sí.

—¿Cuánto tiempo ha pasado desde la noche en la que su hermano fue asesinado?

—Poco más de seis meses.

—¿Con cuánta frecuencia ha visto al señor Cartwright durante ese período de tiempo?

—He ido a verle todos los domingos por la tarde —dijo Beth con orgullo.

—¿Cuánto duran esas visitas?

—Aproximadamente dos horas.

Pearson miró al techo.

—O sea —calculó—, que han pasado unas cincuenta horas juntos durante estos últimos seis meses.

—Nunca lo había calculado —dijo Beth.

—Pero ahora que lo sabe, ¿no cree que es tiempo suficiente para que los dos hayan repasado su versión una y otra vez, para que pudiera repetirla sin errores cuando fuera llamada a testificar?

—No, eso no es verdad.

—Señorita Wilson, cuando iba a ver al señor Cartwright a la cárcel —hizo una pausa—, durante esas cincuenta horas, ¿hablaron alguna vez del caso? Beth vaciló.

—Supongo que sí.

—Pues claro —dijo Pearson—. Porque si no lo hizo, tal vez pueda explicarnos cómo se entiende que recuerde cada detalle de lo sucedido aquella noche, y cada frase pronunciada por todos los implicados, aunque no pueda recordar qué ha desayunado esta mañana.

—Pues claro que recuerdo lo que sucedió la noche que asesinaron a mi hermano, señor Pearson. ¿Cómo iba a olvidarlo? En cualquier caso, Craig y sus amigos habrán tenido más tiempo para preparar sus versiones, porque no tenían que ajustarse a ciertas horas de visita ni restricciones sobre dónde o cuándo reunirse.

—Bravo —dijo Alex, en voz lo bastante alta para que Pearson le oyera.

—Regresemos al callejón y pongamos a prueba su memoria una vez más, señorita Wilson —continuó Pearson, para dejar cuanto antes aquella cuestión—. El señor Craig y el señor Payne, que habían llegado al callejón en menos de un minuto, empezaron a caminar hacia su hermano, y sin mediar provocación alguna iniciaron una pelea.

—Sí —dijo Beth.

—Con dos hombres a los que nunca habían visto antes de esa noche.

—Sí.

—Y cuando las cosas empezaron a ir mal, el señor Craig saca un cuchillo de la nada y apuñala a su hermano en el pecho.

—No fue de la nada. Debió de llevárselo del bar.

—¿No fue Danny quien se llevó el cuchillo del bar?

—No. De haber sido Danny, yo lo habría visto.

—Aunque no vio que el señor Craig cogiera el cuchillo en el bar.

—No.

—Sin embargo sí que le vio, un minuto después, al otro lado del callejón. —Sí.

—¿Llevaba un cuchillo en la mano en ese momento?

Pearson se inclinó hacia delante y esperó la respuesta de Beth.

—No me acuerdo.

—En ese caso, tal vez pueda recordar quién blandía el cuchillo cuando corrió hacia su hermano.

—Sí, era Danny, pero explicó que se había apoderado de él cuando Craig estaba apuñalando a mi hermano.

—Aunque usted tampoco vio eso.

—No.

—¿Y su prometido estaba cubierto de sangre?

—Claro —dijo Beth—. Danny estaba sosteniendo en brazos a Bernie.

—Por tanto, si el señor Craig fue quien apuñaló a su hermano, también debía de estar cubierto de sangre.

—¿Cómo puedo saberlo? Ya había desaparecido.

—¿Por arte de magia? —dijo Pearson—. ¿Cómo explica que, cuando la policía llegó unos minutos después, el señor Craig estuviera sentado en la barra, esperando al oficial, y no hubiera ni rastro de sangre? —Esta vez, Beth no contestó—. ¿Me permite recordarle quién fue el primero en llamar a la policía? —continuó el fiscal—. No fue usted, señorita Wilson, sino el señor Craig. Un comportamiento extraño, después de haber apuñalado a alguien, y con la ropa cubierta de sangre, ¿no cree?

Hizo una pausa para dejar que la imagen calara en la mente de los miembros del jurado, y esperó un poco más antes de formular su siguiente pregunta.

—Señorita Wilson, ¿era la primera vez que su prometido se veía mezclado en una pelea con cuchillos y usted acudía en su ayuda?

—¿Qué está insinuando? —preguntó Beth. Redmayne miró a Beth, preguntándose si le habría ocultado algo.

—Tal vez ha llegado el momento de poner a prueba de nuevo su increíble memoria —dijo Pearson.

El juez, el jurado y Redmayne estaban mirando a Pearson, quien no parecía tener prisa por mostrar su mejor carta.

—Señorita Wilson, ¿recuerda por casualidad qué ocurrió en el patio de recreo del colegio Clement Atdee el 12 de febrero de 1986?

—Pero eso ocurrió hace casi quince años —protestó Beth.

—Es cierto, pero me parece improbable que haya olvidado el día en que el hombre con quien siempre supo que iba a casarse acabó en la primera plana del periódico local. Pearson se inclinó hacia delante y su ayudante le pasó una fotocopia de la Bethnal Green and Bow Gazette del 13 de febrero de 1986. Pidió al ujier que la entregara a la testigo.

—¿Tiene también copias para el jurado? —preguntó el juez Sackville, mientras miraba por encima de sus gafas a Pearson.

—Por supuesto, señoría —contestó Pearson, mientras su ayudante entregaba un fajo voluminoso al ujier.

El funcionario dio una copia al juez, antes de distribuir una docena entre el jurado y entregar una última a Danny, quien negó con la cabeza. Pearson se quedó sorprendido, y hasta le pasó por la cabeza que Cartwright no supiera leer. Algo que investigaría cuando le tuviera a tiro en el estrado.

—Como ve, señorita Wilson, esto es una copia de la Bethnal Green and Bow Gazette, en la cual se publica un reportaje sobre una pelea con cuchillos que tuvo lugar en el patio de recreo del Clement Atdee el 12 de febrero de 1986, después de la cual Daniel Cartwright fue interrogado por la policía.

—Él solo intentaba ayudar —protestó Beth.

—Se iba a convertir en una costumbre, ¿eh? —insinuó Pearson.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Beth.

—Que el señor Cartwright participe en peleas a cuchillo, y usted diga después que «él solo intentaba ayudar».

—Pero el otro chico acabó en un correccional de menores.

—Y sin duda usted espera que, en este caso, será el otro hombre el que acabe en la cárcel, en lugar de la persona con la que va a casarse, ¿verdad?

—Sí.

—Me alegro de que hayamos confirmado ese punto, al menos —dijo Pearson—. Tal vez sería tan amable de leer al tribunal el tercer párrafo de la primera plana del periódico, el que empieza: «Más tarde, Beth Wilson dijo a la policía…».

Beth miró el diario. «Beth Wilson dijo más tarde a la policía que Danny Cartwright no había participado en la pelea, sino que fue en ayuda de un compañero de clase y que probablemente le salvó la vida».

—¿No le suena eso, señorita Wilson?

—Pero Danny no participó en la pelea.

—Entonces, ¿por qué le expulsaron de la escuela?

—Eso no es cierto. Le enviaron a casa mientras se llevaba a cabo una investigación.

—En el curso de la cual usted prestó una declaración que limpió su nombre, y dio como resultado que otro chico fuera enviado al correccional de menores. —Beth agachó la cabeza de nuevo—. Regresemos a la última pelea con cuchillo, cuando una vez más usted estaba presente, de manera muy conveniente, para acudir al rescate de su novio. ¿Es cierto —preguntó Pearson, antes de que Beth pudiera responder— que Cartwright esperaba convertirse en encargado del taller de Wilson cuando este se jubilara?

—Sí, mi padre ya había dicho a Danny que pensaba en él para ese puesto.

—Pero ¿no descubrió usted más adelante que su padre había cambiado de opinión, y dijo a Cartwright que su intención era poner a su hermano al frente del taller?

—Sí —dijo Beth—, pero Bernie no deseaba ese trabajo. Siempre había aceptado que Danny era más emprendedor.

—Es posible, pero al tratarse de un negocio familiar, ¿no habría sido comprensible que su hermano se hubiera sentido resentido por quedar relegado a un segundo plano?

—No. Bernie nunca quiso estar al frente de nada.

—Entonces, ¿por qué su hermano dijo aquella noche: «Y si crees que te llamaré jefe si sustituyes a mi viejo, ya puedes olvidarlo»?

—No dijo «si», sino «cuando». Hay un mundo de diferencia. Alex Redmayne sonrió.

—Por desgracia, solo tenemos su palabra, señorita Wilson, mientras que hay otros tres testigos que cuentan una versión muy diferente.

—Todos mienten —dijo Beth en voz más alta.

—Y usted es la única que dice la verdad —contestó Pearson.

—Sí.

—¿Quién cree su padre que dice la verdad? —preguntó Pearson, con un cambio de táctica repentino.

—Señoría —dijo Alex Redmayne, al tiempo que se ponía en pie—, una respuesta a esa pregunta no sería solo de oídas, sino que cabe la posibilidad de que no esté relacionado con el caso.

—Estoy de acuerdo con mi distinguido colega —replicó Pearson antes de que el juez pudiera contestar—. Pero como la señorita Wilson y su padre viven en la misma casa, pensé que tal vez la testigo se habría enterado en algún momento de la opinión de su padre sobre el particular.

—Es posible —admitió el juez Sackville—, pero aun así sería un testimonio de oídas, y por tanto no lo declaro admisible. —Se volvió hacia Beth—: Señorita Wilson, no tiene que contestar a esa pregunta.

Beth miró al juez.

—Mi padre no me cree —dijo entre sollozos—. Aún está convencido de que Danny mató a mi hermano.

De pronto, dio la impresión de que todo el mundo se había puesto a hablar. El juez tuvo que pedir orden varias veces, hasta que Pearson pudo continuar.

—¿Quiere añadir algo más que pueda servir de ayuda al jurado, señorita Wilson? —preguntó, esperanzado, Pearson.

—Sí —contestó Beth—. Mi padre no estaba allí, pero yo sí.

—Y también su prometido —intervino Pearson—. Por ello deduzco que lo que empezó como una más de una larga historia de peleas terminó en tragedia cuando Cartwright apuñaló a su hermano.

—Fue Craig quien apuñaló a mi hermano.

—Mientras usted se encontraba al otro extremo del callejón, intentando parar un taxi.

—Exacto —dijo Beth.

—Y cuando la policía llegó, hallaron la ropa de Cartwright cubierta de sangre, y las únicas huellas dactilares que pudieron identificar en el cuchillo fueron las de su prometido, ¿no es cierto?

—Ya he explicado cómo sucedió eso —replicó Beth.

—En ese caso, tal vez pueda explicar también por qué, cuando la policía interrogó al señor Craig unos minutos después, no había ni una gota de sangre ni en su traje, ni en su camisa ni en su corbata; estaban inmaculados.

—Había tenido veinte minutos, como mínimo, para correr a casa y cambiarse —argumentó Beth.

—Incluso treinta —añadió Redmayne.

—De modo que suscribe la teoría de Superman, ¿verdad? —dijo Pearson.

—Y admitió que estuvo en el callejón —añadió Beth, sin hacer caso del comentario.

—Sí, señorita Wilson, pero solo después de que oyera su grito, cuando dejó a sus amigos en el bar para ver si usted se hallaba en peligro.

—No, ya estaba en el callejón cuando Bernie fue apuñalado.

—Pero ¿apuñalado por quién? —preguntó Pearson.

—¡Craig, Craig, Craig! —gritó Beth—. ¿Cuántas veces he de repetirlo?

—¿El mismo que consiguió llegar al callejón en menos de un minuto? ¿Y después encontró tiempo para telefonear a la policía, regresar al bar, pedir a sus acompañantes que se fueran, ir a casa, cambiarse la ropa cubierta de sangre, ducharse, volver al bar y sentarse a esperar a que la policía llegara? ¿Para luego hacer una declaración coherente de lo que había sucedido, y que todos los testigos que estaban en el bar aquella noche pudieron corroborar?

—Pero no estaban diciendo la verdad —insistió Beth.

—Entiendo —dijo Pearson—. Todos los demás testigos estaban dispuestos a mentir bajo juramento.

—Sí, todos le estaban protegiendo.

—¿Y usted no está protegiendo a su prometido?

—No, yo estoy diciendo la verdad.

—Su verdad —remarcó Pearson—, porque usted no presenció lo que ocurrió.

—No fue necesario —dijo Beth—, porque Bernie me contó exactamente lo sucedido.

—¿Está segura de que fue Bernie, no Danny?

—No, fue Bernie —repitió Beth.

—¿Justo antes de morir?

—¡Sí! —gritó Beth.

—Muy conveniente —dijo Pearson.

—Y cuando Danny suba al estrado de los testigos, confirmará mi versión.

—Después de verse todos los domingos durante los últimos seis meses, señorita Wilson, no me cabe duda de que lo hará —dijo Pearson—. No hay más preguntas, señoría.