59

Durante varias semanas, Danny había esquivado al profesor Mori. Temía que su contribución al concurso de ensayos no hubiera impresionado al locuaz profesor.

Pero después de salir de la clase de la mañana, Danny vio a Mori esperando junto a la puerta de su despacho. No había forma de escapar al dedo que le conminaba a acercarse. Como un colegial consciente de que le espera una reprimenda, Danny le siguió dócilmente al interior del estudio. Esperó sus comentarios hirientes, las ocurrencias mordaces, las flechas envenenadas lanzadas contra un blanco inmóvil.

—Me siento decepcionado —empezó el profesor Mori, mientras Danny inclinaba la cabeza. ¿Cómo era posible que fuera capaz de manejar a banqueros suizos, empresarios teatrales del West End, socios mayoritarios y abogados avezados, pero se convirtiera en un crío tembloroso ante ese hombre?—. Bien, ahora ya sabe cómo debe sentirse un atleta olímpico que no consigue subir al podio.

Danny alzó la vista, perplejo.

—Felicidades —dijo un sonriente profesor Mori—. Ha quedado cuarto en el concurso de ensayos. Como cuenta para su licenciatura, espero grandes cosas de usted cuando se presente a los exámenes finales. —Se levantó, sin dejar de sonreír—. Felicidades —repitió, y estrechó con vigor la mano de Danny.

—Gracias, profesor —dijo Danny, mientras intentaba asimilar la noticia. Oyó decir a Nick: «Excelente representación, muchacho», y deseó poder comunicarle la noticia a Beth. Se sentiría muy orgullosa. ¿Cuánto tiempo podría seguir sobreviviendo sin ella?

Salió del despacho, corrió por el pasillo, bajó la escalinata y vio a Big Al junto a la puerta posterior del coche, consultando angustiado su reloj. Danny vivía en tres mundos diferentes, y en el siguiente no podía permitirse el lujo de llegar tarde a su cita con la agente de libertad condicional.

Danny había decidido no contar a la señorita Bennett cómo iba a pasar el resto de la tarde, pues no le cabía duda de que tacharía la idea de frívola. Sin embargo, pareció alegrarse cuando supo su resultado en el concurso.

Molly ya había servido al señor Segat una segunda taza de té en el momento en el que Danny regresó de su entrevista con la señorita Bennett. El banquero suizo se levantó cuando él entró en la sala. Se disculpó por llegar unos minutos tarde, pero no dio más explicaciones.

Segat hizo una breve inclinación de cabeza antes de volver a sentarse.

—Ahora es usted el propietario de los dos solares que compiten por el velódromo olímpico —dijo—. Aunque ya no puede esperar unos beneficios tan cuantiosos, debería obtener unos rendimientos más que satisfactorios a cambio de su inversión.

—¿Ha vuelto a llamar Payne?

Era lo único que Danny deseaba saber.

—Sí. Telefoneó otra vez esta mañana, y ofreció cuatro millones de libras por el solar que cuenta con más posibilidades de ser seleccionado. Supongo que quiere que rechace su oferta.

—Sí, pero dígale que aceptaría seis millones, siempre que el contrato se firme antes de que el ministro anuncie su decisión.

—Pero si todo sale como está planificado, el solar valdrá doce millones, como mínimo.

—No le quepa duda de que todo saldrá tal como está planeado —dijo Danny—. ¿Payne ha demostrado algún interés por el otro solar?

—No. ¿Por qué iba a hacerlo, cuando parece que todo el mundo sabe qué solar saldrá seleccionado? Como había conseguido toda la información que necesitaba Danny cambió de cuestión.

—¿Quién ha presentado la oferta mayor por nuestro solar de Mile End Road?

—El mayor postor resultó ser Fairfax Holmes, una empresa de primer orden con la que el consistorio trabajó en el pasado. He estudiado su propuesta —dijo Segat, y entregó a Danny un lustroso folleto—, y no albergo la menor duda de que, después de las modificaciones propuestas por el comité de urbanismo, el proyecto debería recibir luz verde dentro de pocas semanas.

—¿Cuánto? —preguntó Danny, procurando disimular su impaciencia.

—Ah, sí —dijo Segat, mientras consultaba las cifras—. Teniendo en cuenta que su desembolso fue de poco más de un millón de libras, creo que puede sentirse satisfecho con la oferta de Fairfax Homes, que asciende a un millón ochocientas una mil ciento cincuenta y seis libras, lo cual le reporta unos beneficios de más de medio millón de libras. No está nada mal a cambio de su capital, pues recordemos que el dinero lleva en activo menos de un año.

—¿Cómo explica esa cifra tan poco redondeada? —preguntó Danny.

—Yo diría que el señor Fairfax esperaba que habría varias ofertas rondando el millón ochocientas mil, de modo que añadió al final la fecha de su cumpleaños.

Danny rio, mientras empezaba a estudiar los planos de Fairfax para un magnífico bloque nuevo de pisos de lujo llamado City Reach, en el solar donde antes había estado un taller de reparación de coches.

—¿Tengo su autorización para llamar al señor Fairfax e informarle de que ha sido el escogido?

—Sí, hágalo —dijo Danny—. Pero, en cuanto haya hablado con él, me gustaría ponerme yo. Mientras Segat hacía la llamada, Danny continuó estudiando los impresionantes planos de Fairfax Holmes para el nuevo bloque de apartamentos. Solo quería hacerle una pregunta.

—Le paso a sir Nicholas, señor Fairfax —dijo Segat—. Quiere hablar con usted.

—He estado estudiando sus planos, señor Fairfax —dijo Danny—, y veo que hay un ático.

—Exacto —confirmó Fairfax—. Cuatro dormitorios, con sus correspondientes cuatro baños, doscientos setenta metros cuadrados.

—Y da a un taller que hay al otro lado de Mile End Road.

—A menos de un kilómetro de la City —replicó Fairfax. Ambos rieron.

—¿Va a sacar al mercado el ático por seiscientas cincuenta mil libras, señor Fairfax?

—Sí, ese es el precio de venta al público —confirmó Fairfax.

—Cerraré el trato por un millón trescientas mil —anunció Danny—, si incluye el ático.

—Un millón doscientas mil y trato hecho —dijo Fairfax.

—Con una condición.

—¿Cuál?

Danny explicó al señor Fairfax el único cambio que deseaba, y el promotor aceptó sin vacilar.

Danny había elegido la hora con suma cautela: las once de la mañana. Big Al dio la vuelta dos veces a Redcliffe Square, antes de parar frente al número 25.

Danny subió por un camino que no había visto a un jardinero en mucho tiempo. Cuando llegó a la puerta principal, tocó el timbre y esperó un rato, pero no hubo respuesta. Llamó con la aldaba de latón dos veces, y oyó el eco del sonido en el interior, pero nadie abrió la puerta. Tocó el timbre una vez más antes de rendirse, y decidió que lo intentaría de nuevo por la tarde. Casi había llegado al portón, cuando la puerta se abrió de repente y una voz preguntó:

—¿Quién coño es usted?

—Nick Moncrieff —dijo Danny. Giró en redondo y volvió a subir el camino—. Me dijo que le llamara, pero no sale en el listín y como pasaba por aquí…

Davenport vestía una bata de seda y zapatillas. Estaba claro que no se afeitaba desde hacía varios días, y se puso a parpadear a la luz del sol como un animal que acabara de pasar meses hibernando.

—Habló de una inversión en la que podía estar interesado —le recordó Danny.

—Ah, sí, ahora me acuerdo —dijo Lawrence Davenport, algo más receptivo—. Sí, pase.

Danny entró en un pasillo a oscuras que le trajo recuerdos de cómo era la casa de The Boltons antes de que Molly tomara las riendas.

—Siéntese mientras me cambio —dijo Davenport—. Solo tardaré un momento.

Danny no se sentó. Paseó de un lado a otro de la sala, admirando los excelentes cuadros y muebles, aunque estaban cubiertos por una capa de polvo. Miró por la ventana trasera y vio un jardín grande pero descuidado.

La voz anónima que había llamado desde Ginebra aquella mañana le había informado de que, actualmente, las casas de la plaza cambiaban de manos por unos tres millones de libras. El señor Davenport había adquirido el número 25 en 1995, cuando ocho millones de espectadores sintonizaban La receta cada sábado por la noche, para saber con qué enfermera se acostaría Beresford aquella semana. «Tiene una hipoteca de un millón de libras con Norwich Union —informó la voz—, y lleva un retraso de tres meses en los pagos».

Danny se volvió cuando Davenport entró en el salón. Llevaba una camisa con el cuello desabrochado, vaqueros y zapatillas. Danny había visto hombres mejor vestidos en la cárcel.

—¿Le preparo una copa? —preguntó Davenport.

—Es un poco pronto para mí —dijo Danny.

—Nunca es demasiado pronto —replicó Davenport, mientras se servía un whisky sin hielo. Tomó un sorbo y sonrió—. Iré directo al grano, porque sé que es un tipo ocupado. Voy un poco corto de dinero en este momento, es solo algo temporal, ya me entiende, hasta que alguien me contrate para otra serie. De hecho, mi agente me ha llamado por teléfono esta mañana con un par de ideas.

—¿Necesita un préstamo? —preguntó Danny.

—Sí, para decirlo sin ambages.

—¿Qué puede aportar como garantía?

—Bien, mis cuadros, para empezar —respondió Davenport—. Pagué más de un millón por ellos.

—Le daré trescientas mil por toda la colección —dijo Danny.

—Pero pagué más de… —tartamudeó Davenport, al tiempo que se servía otro whisky.

—Eso en el caso de que pueda aportar pruebas de que el total asciende a más de un millón. —Davenport le miró fijamente, mientras intentaba recordar dónde se habían visto por última vez—. Daré instrucciones a mi abogado de que redacte un contrato, y recibirá el dinero el mismo día que lo firme.

Davenport dio otro sorbo al whisky.

—Me lo pensaré —dijo.

—Hágalo —dijo Danny—, y si devuelve toda la cantidad antes de doce meses, recuperará los cuadros sin recargos.

—¿Dónde está el truco? —preguntó Davenport.

—No hay truco, pero si no logra devolver el dinero antes de doce meses, los cuadros serán míos.

—No puedo perder —dijo Davenport, y una amplia sonrisa se dibujó en su rostro.

—Esperemos que no —dijo Danny.

Se levantó cuando Davenport empezó a caminar hacia la puerta.

—Le enviaré un contrato junto con un cheque por trescientas mil libras —anunció Danny, mientras le seguía hasta el pasillo.

—Estupendo —dijo Davenport.

—Confiemos en que su agente encuentre algo adecuado a su particular talento —apuntó Danny, mientras Davenport abría la puerta principal.

—No se preocupe por eso —le tranquilizó Davenport—. Apuesto a que habrá recuperado su dinero dentro de unos pocos meses.

—Me alegra saberlo. Ah, y si decide vender esta casa…

—¿Mi casa? —se escandalizó Davenport—. No, nunca. Descartado, ni pensarlo.

Cerró la puerta principal como si hubiera estado hablando con un vendedor de seguros.