77
Danny pasó otra noche de insomnio en su celda de Belmarsh, y no solo eran los ronquidos de Big Al lo que le mantenían despierto.
Beth estaba sentada en la cama intentando leer un libro, pero no conseguía pasar la página, porque su mente estaba concentrada en el final de otra historia. Alex Redmayne no dormía, porque sabía que si al día siguiente fracasaba no habría una tercera oportunidad.
Sir Matthew Redmayne no se molestó en acostarse, sino que repasó el orden de sus preguntas una y otra vez.
Spencer Craig dio vueltas y más vueltas, mientras intentaba adivinar qué preguntas le haría sir Matthew, y cómo podría evitar contestarlas.
Arnold Pearson nunca dormía.
El juez Hackett durmió como un tronco.
La sala número cuatro ya estaba atestada cuando Danny ocupó su lugar en el banquillo de los acusados. Paseó la vista alrededor de la sala, y se quedó sorprendido al ver la mezcla de abogados veteranos y bisoños que intentaban encontrar buenos asientos desde los que seguir el proceso.
Los bancos de la prensa estaban abarrotados de periodistas judiciales que, durante la semana anterior, habían escrito cientos de columnas, y habían avisado a sus directores de que para la primera edición del día siguiente tendrían un reportaje importante. Estaban ansiosos por presenciar el enfrentamiento entre el mejor abogado desde F. E. Smith[19] y el QC más joven y brillante de su generación (The Times), o entre la Mangosta y la Serpiente (The Sun).
Danny alzó la vista hacia la zona del público y sonrió a Beth, que estaba sentada en su lugar habitual al lado de su madre. Sarah Davenport había encontrado un sitio al final de la primera fila; estaba con la cabeza gacha. En el banco de los letrados, el señor Pearson charlaba con su ayudante. Parecía más relajado que nunca, porque ese día solo sería un espectador, no el protagonista.
Los únicos asientos vacíos de la sala estaban al otro lado del banco de los letrados, donde se esperaba la aparición de Alex Redmayne y su ayudante. Habían apostado a dos policías más en la puerta para explicar a los rezagados que solo podían entrar personas relacionadas con el juicio.
Danny estaba sentado en el centro del banquillo de los acusados, el mejor asiento de la sala. Era la única obra de la que habría preferido leer el texto antes de que subiera el telón.
La gente parloteaba impaciente, esperando a los cuatro protagonistas que aún no habían entrado. A las diez menos cinco, un policía abrió la puerta de la sala y se hizo el silencio; los que no habían podido encontrar asiento se apartaron para dejar paso a Alex Redmayne y a su ayudante.
Esa mañana, sir Matthew no se dejó caer en una esquina ni cerró los ojos. Ni siquiera se sentó. Se mantuvo muy tieso y paseó la vista a su alrededor. Habían transcurrido muchos años desde la última vez que había ejercido de abogado en una sala de justicia. En cuanto se orientó, desplegó un pequeño atril de madera que su esposa había recuperado del desván la noche anterior, y que no había prestado sus servicios desde hacía una década. Lo depositó sobre el escritorio delante de él, y extrajo de su maletín un fajo de papeles en los que había escrito con su pulcra letra las preguntas que Spencer Craig había intentado adivinar durante toda la noche. Por fin, entregó a Alex las dos fotografías que decidirían el destino de Danny Cartwright.
Solo después de tenerlo todo ordenado sir Matthew se volvió y sonrió a su viejo adversario.
—Buenos días, Arnold —saludó—. Espero que hoy no te ocasionemos muchos problemas. Pearson le devolvió la sonrisa.
—Un sentimiento que también comparto —dijo—. De hecho, voy a romper una costumbre de toda la vida, Matthew, y te desearé suerte, pese a que, durante todos estos años, jamás he deseado que mi contrincante ganara. Sin embargo, hoy es una excepción.
Sir Matthew hizo una leve reverencia.
—Haré lo posible por cumplir tus deseos.
Se sentó, cerró los ojos y empezó a serenarse. Alex se dedicó a preparar documentos, transcripciones, fotografías y demás material en pulcras pilas, para que cuando su padre extendiera la mano derecha, como un corredor de relevos olímpico, se le entregara el testigo de inmediato.
El ruido de las conversaciones cesó cuando el juez Hackett hizo su entrada. Caminó despacio hasta las tres sillas situadas en el centro del estrado; parecía querer transmitir la impresión de que aquella mañana no iba a pasar nada adverso.
Tras haber ocupado con holgura la silla central, dedicó más tiempo del habitual a ordenar las plumas y consultar su libreta, mientras esperaba a que el jurado ocupara su asiento.
—Buenos días —dijo, una vez estuvieron sentados, en un tono de voz bastante paternalista—. Miembros del jurado, el primer testigo de hoy será el señor Spencer Craig. Recordarán que su nombre salió a colación durante el interrogatorio de sir Hugo Moncrieff. El señor Craig no aparece como testigo ni de la acusación ni de la defensa, sino que se le ha enviado una orden judicial para presentarse ante este tribunal, es decir, no lo ha hecho por voluntad propia. Les recuerdo que su único deber es decidir si las pruebas que el señor Craig presenta están relacionadas con el caso que se está juzgando en este tribunal, es decir: ¿el condenado escapó de la cárcel? Sobre esa cuestión, y solo sobre esa cuestión, se les pedirá que emitan un veredicto.
El juez Hackett sonrió al jurado antes de desviar su atención hacia el ayudante del abogado defensor.
—Sir Matthew —dijo—, ¿está usted preparado para llamar al testigo?
Matthew Redmayne se levantó con parsimonia de su asiento.
—Sí, señoría —contestó, pero no lo hizo.
Se sirvió un vaso de agua, después se caló las gafas en el extremo de la nariz y por fin abrió su carpeta de piel roja.
—Llamo al señor Spencer Craig —dijo, una vez terminados los preparativos. Su voz resonó como un toque de difuntos. Un ujier salió al pasillo.
—¡El señor Spencer Craig! —gritó.
La atención de todo el mundo se concentró en la puerta de la sala, a la espera de que entrara el testigo final. Un momento después, Spencer Craig, vestido con toga, entró en la sala como si fuera un día más en la vida de un abogado atareado.
Craig subió al estrado, levantó la Biblia y, de cara al jurado, prestó juramento con ademán firme y confiado. Sabía que serían ellos, y solo ellos, quienes decidirían su suerte. Devolvió la Biblia al ujier y se volvió hacia sir Matthew.
—Señor Craig —empezó sir Matthew en tono sosegado y calmo, como si su intención fuera ayudar al testigo en todo lo posible—, ¿sería tan amable de decir su nombre y domicilio para que conste en acta?
—Spencer Craig, Hambledon Terrace, 43, Londres SW3.
—¿Su profesión?
—Abogado y QC.
—Por tanto, no es necesario que recuerde a un miembro tan eminente de la abogacía el significado del juramento, ni la autoridad de este tribunal.
—No es necesario en absoluto, sir Matthew —replicó Craig—, aunque da la impresión de que usted sí lo ha considerado pertinente.
—Señor Craig, ¿cuándo descubrió que sir Nicholas Moncrieff era, en realidad, el señor Daniel Cartwright?
—Un amigo mío que había ido al colegio con sir Nicholas se tropezó con él en el hotel Dorchester. Enseguida se dio cuenta de que aquel hombre era un impostor.
Alex marcó la primera casilla. Craig había previsto la primera pregunta de su padre, y había contestado una respuesta ensayada.
—¿Y por qué su amigo decidió informarle a usted en concreto de este notable descubrimiento?
—No lo hizo, sir Matthew. Surgió en la conversación mientras cenábamos una noche. Otra marca.
—En ese caso, ¿qué le impulsó a dar ese salto al vacío y llegar a la conclusión de que el hombre que se hacía pasar por sir Nicholas Moncrieff era en realidad Daniel Cartwright?
—Lo olvidé durante un tiempo —dijo Craig—, hasta que me presentaron al supuesto sir Nicholas en el teatro una noche y me sorprendió el parecido físico, ya que no los modales, entre él y Cartwright.
—¿Fue en aquel momento cuando decidió ponerse en contacto con el inspector jefe Fuller e informarle de sus recelos?
—No. Pensé que sería irresponsable por mi parte, de modo que antes me puse en contacto con un miembro de la familia Moncrieff, en el caso, como usted ha mencionado, de que estuviera dando un salto al vacío.
Alex puso una nueva marca en la lista de preguntas. Hasta el momento, su padre no le había echado el guante a Craig.
—¿Con qué miembro de la familia se puso en contacto? —preguntó sir Matthew, aunque lo sabía perfectamente.
—Con el señor Hugo Moncrieff, el tío de sir Nicholas, quien me informó de que su sobrino no se había puesto en contacto con él desde el día en que salió de la cárcel, unos dos años atrás, lo cual no hizo más que aumentar mis sospechas.
—¿Fue entonces cuando informó de dichas sospechas al inspector jefe Fuller?
—No, aún creía que necesitaba pruebas más sólidas.
—Pero el inspector jefe habría podido aliviarle de esa carga, señor Craig. No entiendo por qué un caballero tan ocupado como usted siguió investigando.
—Como ya he explicado, sir Matthew, pensé que era mi responsabilidad asegurarme de que no hacia perder el tiempo a la policía.
—Qué encomiable entrega al bienestar público. —Craig hizo caso omiso del ácido comentario y sonrió al jurado—. Pero debo preguntarle —añadió sir Matthew— quién le alertó de las posibles ventajas de ser capaz de demostrar que el supuesto sir Nicholas Moncrieff era un impostor.
—¿Las ventajas?
—Sí, las ventajas, señor Craig.
—No sé si le he entendido bien —dijo Craig.
Alex puso la primera cruz en su lista. No cabía duda de que el testigo estaba intentando ganar tiempo.
—En tal caso, permítame que le ayude —pidió sir Matthew.
Extendió la mano derecha y Alex le entregó una sola hoja de papel. Sir Matthew revisó lentamente la página, con la intención de conceder tiempo a Craig para preguntarse qué bomba podía contener.
—¿Estaría en lo cierto al suponer, señor Craig —dijo sir Matthew—, que si usted era capaz de demostrar que fue Nicholas Moncrieff y no Danny Cartwright quien se había suicidado en la cárcel de Belmarsh, el señor Hugo Moncrieff no solo heredaría el título familiar, sino también una inmensa fortuna?
—No lo sabía en aquel momento —contestó Craig sin pestañear.
—¿Actuaba tan solo por motivos altruistas?
—Sí, señor, y también por el deseo de ver encerrado a un criminal peligroso y violento.
—Dentro de un momento llegaré al criminal peligroso y violento que debería estar encerrado, señor Craig, pero antes, permítame preguntarle cuándo su acendrado sentido del servicio público inclinó la testuz ante la posibilidad de embolsarse una pasta gansa.
—Sir Matthew —interrumpió el juez—, ese no es el tipo de lenguaje que espero de un ayudante de abogado cuando se dirige a un QC.
—Pido disculpas, señoría. Me expresaré de otro modo. Señor Craig, ¿cuándo tomó conciencia de la posibilidad de ganar varios millones de libras a cambio de una información que le había proporcionado un amigo mientras cenaban?
—Cuando sir Hugo me invitó a actuar en su nombre a título privado.
Alex puso otra marca en otra pregunta prevista, aunque sabía que Craig estaba mintiendo.
—Señor Craig, ¿considera ético que un QC cobre el veinticinco por ciento de la herencia de un hombre a cambio de una información de segunda mano?
—Sir Matthew, ahora es muy habitual que los abogados cobren en función de los resultados —dijo Craig con calma—. Me doy cuenta de que esta práctica se introdujo después de que usted se jubilara, de modo que tal vez debería señalar que no cobré minuta ni gastos, y que si mis sospechas no hubieran sido ciertas, habría desperdiciado una cantidad considerable de tiempo y dinero.
Sir Matthew sonrió.
—En ese caso, supongo que se sentirá satisfecho al saber que la faceta altruista de su naturaleza ha ganado con creces. —Craig no replicó al sarcasmo de sir Matthew, aunque se moría de ganas de saber qué había querido decir. Sir Matthew no se apresuró en continuar—. Como tal vez sepa, el tribunal fue informado hace poco por el señor Fraser Munro, abogado del fallecido sir Nicholas Moncrieff, de que su cliente legó todo su patrimonio a su amigo íntimo, el señor Daniel Cartwright. En consecuencia, como usted temía, ha desperdiciado una considerable cantidad de tiempo y dinero. Pero pese a la buena suerte de mi cliente, le aseguro, señor Craig, que yo no le voy a cobrar el veinticinco por ciento de su herencia por mis servicios.
—Por supuesto que no —replicó Craig encolerizado—, porque, como mínimo, pasará los siguientes veinticinco años en la cárcel, y por tanto tendrá que esperar muchísimo tiempo para poder disfrutar de su inesperada suerte.
—Puede que me equivoque, señor Craig —dijo sir Matthew sin alzar la voz—, pero tengo la sensación de que será el jurado, y no usted, quien tome esa decisión. Lo cual me lleva de nuevo a su entrevista con el inspector jefe Fuller, que con tanto ahínco intentó ocultar. —Pareció que Craig iba a replicar, pero se lo pensó mejor y dejó que sir Matthew continuara—. El inspector jefe, que es un funcionario extremadamente concienzudo, informó al tribunal de que exigió pruebas algo más sólidas que unas fotografías que revelaran un gran parecido físico entre los dos hombres, antes de pensar en efectuar una detención. En respuesta a una pregunta realizada por mi superior, confirmó que usted le proporcionó la prueba.
Sir Matthew sabía que estaba corriendo un riesgo. Si Craig contestaba diciendo que no tenía ni idea de qué estaba hablando, y que se había limitado a transmitir sus sospechas al inspector jefe, para que decidiera si debía tomarse alguna iniciativa, sir Matthew se quedaría sin poder hacer preguntas sobre esa cuestión. Entonces, tendría que atacar por otro flanco, y Craig se daría cuenta de que había sido un tiro al azar… que no había dado en el blanco. Pero Craig no contestó enseguida, lo cual concedió a sir Matthew la confianza para correr un riesgo mayor. Se volvió hacia Alex y dijo, en voz lo bastante alta para que Craig lo oyera:
—Deme esas fotografías de Cartwright corriendo junto al Embankment en las que se ve la cicatriz. Alex entregó a su padre dos fotografías grandes.
—Tal vez le dijera al inspector jefe —prosiguió Craig, tras una larga pausa— que si el hombre que vivía en The Boltons tenía una cicatriz en el muslo izquierdo, justo encima de la rodilla, eso demostraría que era en realidad Danny Cartwright.
El rostro de Alex no expresaba nada, aunque oía los latidos de su corazón.
—¿Entregó unas fotografías al inspector jefe para demostrar sus aseveraciones?
—Puede que lo hiciera —admitió Craig.
—¿Ver las copias de las fotografías le refrescaría la memoria? —preguntó sir Matthew, al tiempo que las extendía hacia él. El mayor riesgo de todos.
—No será necesario —dijo Craig.
—Me gustaría ver las fotografías —dijo el juez—, y sospecho que el jurado también, sir Matthew. Alex se volvió y vio que varios miembros del jurado asentían.
—Desde luego, señoría —convino sir Matthew.
Alex dio una pila de fotografías al ujier, que entregó dos al juez y distribuyó las restantes entre el jurado, Pearson y, por fin, el testigo.
Craig miró las fotografías con incredulidad. No eran las que Gerald Payne había tomado cuando Cartwright salía a correr por las noches. Si no hubiera admitido saber lo de la cicatriz, la defensa se habría venido abajo, y el jurado no se habría enterado de qué hablaban. Comprendió que sir Matthew le había asestado un directo, pero aún seguía en pie y no le engañarían por segunda vez.
—Señoría —dijo sir Matthew—, comprobará que la cicatriz a la que se refería el testigo está en el muslo izquierdo del señor Cartwright, justo encima de la rodilla. Se ha ido borrando con el paso del tiempo, pero aún se aprecia a simple vista. —Volvió a dirigirse al testigo—: Recordará, señor Craig, que el inspector jefe Fuller declaró bajo juramento que esta era la prueba por la que decidió detener a mi cliente.
Craig no intentó contradecirle. Sir Matthew no insistió, pues creía que la cuestión había quedado bien establecida. Hizo una pausa, con el fin de permitir que el jurado tuviera más tiempo para examinar las fotografías, pues necesitaba que la cicatriz se grabara en sus mentes antes de formular una pregunta que Craig jamás habría podido prever.
—¿Cuándo telefoneó por primera vez al inspector jefe Fuller?
Una vez más se hizo el silencio, mientras Craig, y todos los presentes en la sala, excepto Alex, intentaban dilucidar el significado de la pregunta.
—Creo que no le entiendo —dijo Craig por fin.
—Permítame que le refresque la memoria, señor Craig. Usted telefoneó al inspector jefe Fuller el 23 de octubre del año pasado, el día antes de reunirse con él en un lugar no revelado para entregarle las fotografías que mostraban la cicatriz de Danny Cartwright. Pero ¿cuándo fue la primera vez que se puso en contacto con él?
Craig intentó pensar en alguna forma de no contestar a la pregunta de sir Matthew. Miró al juez, con la esperanza de recibir alguna ayuda. No recibió ninguna.
—Era el policía que acudió al Dunlop Arms cuando llamé al 999, después de ver cómo Danny Cartwright apuñalaba a su amigo hasta matarlo —logró articular por fin.
—Su amigo —dijo enseguida sir Matthew, de forma que constó en acta antes de que el juez pudiera intervenir. Alex sonrió ante el ingenio de su padre.
El juez Hackett frunció el ceño. Sabía que ya no podía impedir que sir Matthew ahondara en el asunto del primer juicio, ahora que el propio Craig lo había sacado a colación sin querer. Esperaba que Arnold Pearson se levantara y le interrumpiera, pero no se produjo ningún movimiento en el otro extremo del banco de los letrados.
—Es así como se citaba a Bernard Wilson en la transcripción del juicio —afirmó Craig con determinación.
—En efecto —dijo sir Matthew—, y más tarde me referiré a esa transcripción. Pero de momento, me gustaría volver al inspector jefe Fuller. La primera vez que se encontraron, después de la muerte de Bernard Wilson, usted hizo una declaración.
—Sí.
—De hecho, señor Craig, terminó haciendo tres declaraciones: la primera, treinta minutos después del apuñalamiento; la segunda, que escribió más avanzada la noche, porque no podía dormir; y la tercera, siete meses después, cuando compareció en el estrado durante el juicio de Danny Cartwright. Estoy en posesión de las tres declaraciones, y debo admitir, señor Craig, que son de una coherencia admirable. —Craig no hizo comentarios, mientras esperaba el aguijonazo—. No obstante, lo que me tiene perplejo es la cicatriz de la pierna izquierda de Danny Cartwright, porque usted dijo en su primera declaración… —Alex entregó a su padre una sola hoja de papel, que el abogado leyó—: «Vi que Cartwright cogía el cuchillo de la barra y seguía a la mujer y al otro hombre al callejón. Pocos momentos después, oí un grito. Fue entonces cuando salí corriendo al callejón y vi cómo Cartwright apuñalaba a Wilson en el pecho una y otra vez. Entonces, volví al bar y llamé de inmediato a la policía». —Sir Matthew levantó la vista—. ¿Desea hacer alguna rectificación en esta declaración?
—No —dijo Craig con firmeza—, eso es exactamente lo que sucedió.
—Bien, no exactamente —dijo el señor Redmayne—, porque los registros de la policía demuestran que usted efectuó una llamada a las once y veintitrés minutos, de modo que cabe preguntarse qué estaba haciendo usted entre…
—Sir Matthew —interrumpió el juez, sorprendido de que Pearson aún no se hubiera levantado para intervenir, y siguiera sentado con los brazos cruzados—, ¿puede demostrar que esta línea de interrogatorio es relevante, teniendo en cuenta que el único delito pendiente en la hoja de cargos se refiere a la fuga de su cliente?
Sir Matthew esperó lo suficiente para que el jurado sintiera curiosidad por saber por qué no le habían permitido terminar su anterior pregunta.
—No, señoría. Sin embargo, deseo proseguir una línea de interrogatorio que sí es relevante para este caso, es decir, la cicatriz de la pierna izquierda del acusado. —Volvió a fijar la vista en Craig—. ¿Puedo suponer, señor Craig, que usted no vio cómo apuñalaban en la pierna a Danny Cartwright, lo cual le dejó la cicatriz que se ve con tanta claridad en las fotografías que usted entregó al inspector jefe, y que fue la prueba que desencadenó la detención de mi cliente?
Alex contuvo el aliento.
—Sí —dijo Craig al cabo de un largo momento.
—Le ruego, pues, que siga el hilo de mis pensamientos un momento, señor Craig, y me permita presentar a su consideración tres posibilidades. Podrá decir al jurado, teniendo en cuenta su extensa experiencia de la mente criminal, cuál de las tres considera más probable.
—Si usted cree que un juego de salón puede ser de utilidad al jurado, sir Matthew —suspiró Craig—, adelante.
—Creo que descubrirá que este juego de salón es de gran utilidad al jurado —dijo sir Matthew. Los dos hombres se sostuvieron la mirada un momento—. Permítame exponer la primera posibilidad. Danny Cartwright agarra el cuchillo de la barra tal como usted declaró, sigue a su prometida al callejón, se apuñala en la pierna, desclava el cuchillo y apuñala a su mejor amigo hasta matarlo.
Estallaron carcajadas en la sala. Craig esperó a que enmudecieran para responder.
—Es una suposición absurda, sir Matthew, y usted lo sabe.
—Me alegro de que hayamos descubierto por fin algo en lo que ambos estamos de acuerdo, señor Craig. Pasemos a la segunda posibilidad. En realidad, fue Bernie Wilson quien cogió el cuchillo de la barra, Cartwright y él salen al callejón, apuñala a Cartwright en la pierna, saca el cuchillo y se apuñala a sí mismo hasta morir.
Esta vez, incluso los miembros del jurado se sumaron a las carcajadas.
—Eso es todavía más absurdo —dijo Craig—. No sé exactamente qué cree que va a demostrar con esta payasada.
—Esta payasada demostrará que el hombre que apuñaló a Danny Cartwright en la pierna fue el mismo hombre que apuñaló a Bernie Wilson en el pecho, porque solo había un cuchillo: el que cogieron en la barra del pub. Así que estoy de acuerdo con usted, señor Craig, las dos primeras posibilidades son absurdas, pero antes de que le exponga la tercera, permítame hacerle una última pregunta. —Todos los ojos de la sala se clavaron en sir Matthew—. Si usted no vio cómo apuñalaban a Cartwright en la pierna, ¿cómo es posible que conociera la existencia de la cicatriz?
Todos los ojos se desviaron hacia Craig. Ya no estaba tan sereno. Sintió las manos pegajosas cuando agarró el lado del estrado de los testigos.
—Debí de leerlo en la transcripción del juicio —declaró Craig, aparentando seguridad en sí mismo.
—Verá, uno de los problemas con los que se enfrenta un viejo veterano como yo cuando se jubila —dijo sir Matthew— es que no tiene nada que hacer con su tiempo libre. Así que, durante los últimos seis meses, mi lectura de cabecera ha sido esta transcripción. —Alzó un documento de quince centímetros de grosor—. De cabo a rabo. No una vez, sino dos. Una de las cosas que descubrí durante mis años de abogacía es que, con frecuencia, no son las pruebas las que delatan a un criminal, sino lo que se ha pasado por alto. Permítame asegurarle, señor Craig, que no existe la menor mención, desde la primera a la última página, de una herida en la pierna izquierda de Danny Cartwright —añadió sir Matthew, casi en un susurro—, y es así como llegamos a la última posibilidad, señor Craig. Fue usted quien se apoderó del cuchillo en el bar antes de salir corriendo al callejón. Fue usted quien hundió el cuchillo en la pierna izquierda de Danny Cartwright. Fue usted quien apuñaló a Bernie Wilson en el pecho y le dejó morir en brazos de su amigo. Y será usted quien pasará el resto de su vida en la cárcel.
Un clamor se alzó en la sala.
Sir Matthew se volvió hacia Arnold Pearson, que aún no había levantado ni un dedo para ayudar a su joven colega; por el contrario, seguía encorvado en la esquina del banco de los letrados, con los brazos cruzados.
El juez esperó a que el ujier pidiera silencio y se restableciera el orden.
—Creo que debería conceder al señor Craig la oportunidad de contestar a las acusaciones de sir Matthew, en lugar de dejarlas flotando en el aire.
—Estaría encantado de hacerlo, señoría —contestó Craig—, pero antes me gustaría proponer a sir Matthew una cuarta posibilidad, que al menos posee la ventaja de la credibilidad.
—Estoy impaciente —dijo sir Matthew, al tiempo que se reclinaba en el asiento.
—Teniendo en cuenta los antecedentes de su cliente, ¿no sería posible que se hubiera hecho la herida de la pierna antes de la noche de autos?
—Pero eso seguiría sin explicar cómo es posible que usted conociera la existencia de la cicatriz.
—No tengo nada que explicar —replicó Craig desafiante—, porque un jurado ya decidió que su cliente no tenía donde agarrarse.
Parecía bastante complacido consigo mismo.
—Yo no estaría tan seguro de eso —dijo sir Matthew. Se volvió hacia su hijo, que le entregó una pequeña caja de cartón. Sir Matthew la dejó sobre el saliente que tenía delante, y no se dio prisa en sacar unos vaqueros y alzarlos para que los viera todo el jurado—. Estos son los vaqueros que el servicio de prisiones devolvió a la señorita Elizabeth Wilson cuando pensaron que Danny Cartwright se había ahorcado. Estoy seguro de que al jurado le interesará ver que en la tela hay un desgarrón manchado de sangre en la región inferior del muslo izquierdo, que coincide exactamente con…
El alboroto que siguió ahogó el resto de las palabras de sir Matthew. Todo el mundo se volvió a mirar a Craig, impacientes por saber cuál sería su respuesta, pero no le concedieron la oportunidad de replicar, porque el señor Pearson se puso por fin en pie.
—Señoría, debo recordar a sir Matthew que no es al señor Craig a quien estamos juzgando —anunció Pearson, quien casi tuvo que gritar para hacerse oír—, y que esta prueba —señaló los vaqueros que sir Matthew todavía sostenía en alto— es irrelevante para decidir si Cartwright se escapó o no de la cárcel.
El juez Hackett ya no podía ocultar su ira. Una mueca hosca había sustituido a su sonrisa jovial.
—No podría estar más de acuerdo con usted, señor Pearson —dijo, en cuanto se hizo el silencio en la sala—. Un desgarrón manchado de sangre en los vaqueros del acusado no es relevante en este caso. —Hizo una pausa, antes de mirar al testigo con desprecio—. Sin embargo, creo que no me queda otra alternativa que suspender este juicio y disolver el jurado, hasta que todas las transcripciones de este caso, y del caso anterior, hayan sido enviadas al DPP para su consideración, porque soy de la opinión que se ha producido un gravísimo error judicial en el caso de la Corona contra Daniel Arthur Cartwright.
Esta vez, el juez no hizo el menor intento de acallar el alboroto que siguió cuando los periodistas corrieron hacia la puerta; algunos hablaban ya por el móvil incluso antes de salir de la sala.
Alex se volvió para felicitar a su padre, y le vio derrumbado en el banco, con los ojos cerrados. Abrió uno, miró a su hijo y comentó:
—Esto aún está lejos de haber terminado, hijo mío.