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Danny dedicaba cada momento libre a leer una y otra vez el diario de Nick, hasta llegar al convencimiento de que lo sabía todo sobre él.

Big Al, que había servido con Nick durante cinco años antes de someterse al consejo de guerra y ser enviados a Belmarsh, pudo rellenar algunos huecos, incluido cómo debía reaccionar Danny si alguna vez se topaba con un oficial de los Cameron Highlanders; también le enseñó a distinguir la corbata del regimiento a treinta pasos de distancia. Hablaban sin cesar de lo primero que debía hacer Danny en cuanto saliera libre.

—Él habría ido directamente a Escocia —opinó Big Al.

—Pero lo único que me darán serán cuarenta y cinco libras y un billete de tren.

—El señor Munro lo solucionará todo. No olvides que Nick decía que tú sabrías manejarle mucho mejor que él.

—Si hubiera sido él.

—Eres él —remarcó Big Al—, gracias a Louis y a Nick; entre los dos han hecho un trabajo brillante, así que Munro no debería plantearte dificultades. Asegúrate de que cuando lo veas por primera vez…

—Segunda.

—… pero solo vio a Nick una hora, y esperará ver a sir Nicholas Moncrieff, no a un desconocido. El mayor problema consistirá en qué hacer a continuación.

—Volveré a Londres —afirmó Danny.

—Pero intenta mantenerte alejado del East End.

—Hay millones de londinenses que no han estado nunca en el East End —dijo Danny con cierta tristeza—. Y aunque no sé dónde están The Boltons, estoy muy seguro de que se encuentran al oeste de Bow.

—¿Qué harás cuando vuelvas a Londres?

—Después de asistir a mi propio funeral y tener que ver sufrir a Beth, estoy más decidido que nunca a asegurarme de que no sea la única persona que sabe que no asesiné a su hermano.

—Un poco como ese francés del que me hablaste… ¿Cómo se llama?

—Edmundo Dantés —contestó Danny—. Y al igual que él, no quedaré satisfecho hasta que me haya vengado de los hombres que con sus mentiras arruinaron mi vida.

—¿Vas a matarles?

—No, eso sería demasiado fácil. Deben padecer, para citar a Dumas, «un destino peor que la muerte». He tenido tiempo más que suficiente para pensar en ello.

—Tal vez deberías añadir a Leach a esa lista —sugirió Big Al.

—¿Leach? ¿Por qué debería tomarme esa molestia?

—Porque creo que Leach asesinó a Nick. No dejo de preguntarme por qué se suicidaría seis semanas antes de ser puesto en libertad.

—Pero ¿por qué querría matar Leach a Nick? Si tenía alguna cuenta que saldar, era conmigo.

—No creo que fuera a por Nick —dijo Big Al—. No olvides que llevabas la cadena de plata, el reloj y el anillo de Nick mientras él estaba en la ducha.

—Pero eso significa…

—Leach se equivocó de hombre.

—Pero no puede haber querido matarme solo por pedirle que devolviera un libro a la biblioteca.

—Acabó en incomunicación.

—¿Crees que eso sería suficiente para impulsarle a asesinar a alguien?

—Tal vez no —concedió Big Al—, pero puedes estar seguro de que Craig se negó a pagar por la cinta que le entregó. Y dudo que estés en la lista de felicitaciones de Navidad del señor Hagen.

Danny intentó no pensar en que tal vez había causado sin querer la muerte de Nick.

—No te preocupes, Nick. En cuanto hayas salido de aquí, un destino peor que la muerte no es lo que tengo pensado para Leach.

Spencer Craig no necesitó mirar la carta, porque estaba en su restaurante favorito. El maître estaba acostumbrado a verle acompañado de mujeres distintas, a veces dos o tres veces la misma semana.

—Siento llegar tarde —dijo Sarah cuando se sentó frente a él—. Me retuvo un cliente.

—Trabajas demasiado —la riñó Craig—. Como siempre.

—Este cliente en concreto siempre concierta una cita de una hora de duración, y después espera que anule todos los demás compromisos de la tarde. Ni siquiera he tenido tiempo de ir a casa a cambiarme.

—Jamás lo habría adivinado —repuso Craig—. En cualquier caso, creo que las blusas blancas, las faldas negras y las medias negras resultan irresistibles.

—Veo que no has perdido tu encanto —reconoció Sarah, mientras empezaba a estudiar la carta.

—La comida aquí es excelente —dijo Craig—. Puedo recomendarte…

—Solo tomo un plato por las noches —anunció Sarah—. Es una de mis reglas de oro.

—Recuerdo tus reglas de oro de cuando íbamos a Cambridge —dijo Craig—. Supongo que fueron el motivo de que lograras sobresaliente y yo tan solo un notable alto.

—Pero fuiste el representante de boxeo de la universidad, si no recuerdo mal —comentó Sarah.

—Qué buena memoria tienes.

—Dijo Caperucita Roja. Por cierto, ¿cómo está Larry? No le he visto desde la noche del estreno.

—Ni yo —confirmó Craig—. Pero ya no puede trasnochar si actúa por las noches.

—Espero que no le dolieran mucho aquellas críticas tan horribles.

—No se me ocurre por qué —se sorprendió Craig—. Los actores son como los abogados: solo importa la decisión del jurado. A mí siempre me importa un bledo la opinión del juez.

Un camarero apareció a su lado.

—Yo tomaré pescado, el gallo —dijo Sarah—, pero sin salsa, por favor, ni siquiera a un lado.

—Filete para mí, saignant —pidió Craig. Devolvió la carta al camarero y centró su atención en Sarah—. Me alegro de verte después de tanto tiempo —dijo—, sobre todo porque la última vez fue lamentable. Mea culpa.

—Ahora somos un poco más mayores —contestó Sarah—. De hecho, ¿no dicen que eres uno de los QC más jóvenes de nuestra generación?

La puerta de la celda se abrió, lo cual sorprendió a Danny y a Big Al, porque habían ordenado silencio una hora antes.

—¿Has solicitado por escrito ver al alcaide, Moncrieff?

—Sí, señor Pascoe —dijo Danny—, si es posible.

—Te concederá cinco minutos mañana por la mañana a las ocho.

La puerta se cerró sin más explicaciones. —Cada día hablas más como Nick —reconoció Big Al—. Sigue así, y pronto me pondré firmes y te llamaré «señor».

—Descanse, sargento.

Big Al rio.

—¿Por qué quieres ver al alcaide? ¿Has cambiado de opinión?

—No —replicó al instante Danny sin vacilar—. Hay dos muchachos en educación que saldrían beneficiados si compartieran una celda, pues los dos están estudiando la misma asignatura.

—Pero la adjudicación de celdas es responsabilidad del señor Jenkins. ¿Por qué no hablas con él?

—Oí una acalorada discusión entre Leach y Big Al —empezó Danny—. Por supuesto, es posible que esté exagerando, y estoy convencido de que puedo controlar la situación mientras siga aquí, pero si algo le ocurriera a Big Al después de que me marchara, me sentiría responsable.

—Gracias por la advertencia —dijo el alcaide—. El señor Pascoe y yo ya hemos hablado de lo que deberíamos hacer con Crann después de que usted se vaya. Ahora que está aquí, Moncrieff —continuó el alcaide—, ¿tiene alguna idea sobre quién debería ser el próximo bibliotecario?

—Hay dos chicos, Sedgwick y Potter, capacitados para el trabajo. Yo dividiría el cargo entre ambos.

—Habría sido un buen alcaide, Moncrieff.

—Creo que descubrirá que carezco de las cualificaciones necesarias.

Era la primera vez que Danny oía reír a cualquiera de los dos hombres. El alcaide asintió, y Pascoe abrió la puerta para poder acompañar a Moncrieff al trabajo.

—Señor Pascoe, tal vez podría quedarse un momento. Estoy seguro de que Moncrieff sabrá llegar a la biblioteca sin su ayuda.

—De acuerdo, alcaide.

—¿Cuánto tiempo le queda a Moncrieff? —preguntó Barton, después de que Danny cerrara la puerta.

—Diez días más, señor —respondió Pascoe.

—En ese caso, tendremos que proceder con celeridad si queremos trasladar a Leach.

—Hay otra alternativa, señor —dijo Pascoe.

Hugo Moncrieff golpeó suavemente el huevo duro con la cuchara, mientras reflexionaba sobre el problema. Su esposa, Margaret, estaba sentada en el otro extremo de la mesa leyendo el Scotsman. Raras veces hablaban durante el desayuno, una rutina establecida desde hacía muchos años.

Hugo ya había ojeado el correo de la mañana. Había una carta del club de golf local y otra de la Caledonian Society, junto con varias circulares que dejó a un lado, hasta que encontró por fin la que estaba buscando. Cogió el cuchillo de la mantequilla, abrió el sobre, extrajo la carta y, como siempre, comprobó la firma al pie de la última página: Desmond Galbraith. Dejó el huevo sin tocar, mientras reflexionaba sobre el consejo que le daba su abogado.

Al principio sonrió, pero cuando llegó al último párrafo tenía el ceño fruncido. Desmond Galbraith confirmaba que, después de asistir al funeral del hermano de Hugo, su sobrino, sir Nicholas, había celebrado una reunión con su abogado. Fraser Munro había llamado a Galbraith a la mañana siguiente, pero no le hizo ningún comentario acerca de las dos hipotecas. Esto condujo a Galbraith a creer que sir Nicholas no se opondría al derecho de Hugo sobre los dos millones de libras obtenidos utilizando las dos casas de su abuelo como garantía. Hugo sonrió, cortó el extremo superior del huevo y tomó una cucharada. Le había costado muchos esfuerzos convencer a su hermano Angus de que accediera a solicitar hipotecas por la finca y su casa de Londres sin consultar con Nick, sobre todo después de que Fraser Munro le aconsejara con firmeza lo contrario. Hugo tuvo que proceder con celeridad, en cuanto el médico de Angus confirmó que a su hermano solo le quedaban unas semanas de vida.

Desde que Angus había abandonado el regimiento, el whisky de malta se había convertido en su camarada inseparable. Hugo visitaba con regularidad Dunbroathy Hall para compartir una copita con su hermano, y pocas veces se marchaba antes de que terminaran la botella. Hacia el final, Angus estaba dispuesto a firmar cualquier documento que le pusieran delante: primero una hipoteca sobre la propiedad de Londres, que raras veces visitaba, seguida de otra por la finca, sobre cuya necesidad de reformas fue capaz de convencerle Hugo. Por fin, Hugo le había persuadido de que pusiera fin a su relación profesional con Fraser Munro, ya que en opinión de Hugo ejercía demasiada influencia sobre su hermano.

Para ocuparse de los asuntos de la familia, Hugo contrató a Desmond Galbraith, un abogado convencido de que era preciso ceñirse a la letra de la ley, pero a quien apenas interesaba su espíritu.

El triunfo definitivo de Hugo llegó con el testamento de Angus, que se firmó tan solo unas noches antes de que su hermano falleciera. Hugo envió como testigos a un magistrado que, casualmente, era el secretario del club de golf local, y al cura de la parroquia.

Cuando Hugo vio un testamento anterior en el que Angus legaba el grueso de su patrimonio a su único hijo, Nicholas, lo hizo pedazos; tuvo que disimular el alivio que sintió cuando su hermano murió pocos meses antes de que Nick fuera puesto en libertad. Un reencuentro y una reconciliación entre padre e hijo no había formado nunca parte de sus planes. Sin embargo, Galbraith no había logrado arrebatar al señor Munro la copia original del anterior testamento de sir Alexander, pues el anciano abogado había señalado correctamente que ahora representaba al principal beneficiario, sir Nicholas Moncrieff.

En cuanto hubo terminado el primer huevo, Hugo releyó el párrafo que le había inquietado de la carta de Galbraith. Maldijo, lo cual provocó que su esposa levantara la vista del diario, sorprendida de aquella interrupción en su tan ordenada rutina.

—Nick afirma que no sabe nada de la llave que su abuelo le dejó. ¿Cómo es posible, cuando todos hemos visto que ese maldito trasto colgaba de su cuello?

—No la llevaba en el funeral —respondió Margaret—. Me fijé cuando se arrodilló para rezar.

—¿Crees que sabe lo que esa llave abre? —preguntó Hugo.

—Puede que sí —contestó Margaret—, pero eso no significa que sepa dónde buscarlo.

—Para empezar, padre tendría que habernos dicho dónde había escondido su colección.

—Tu padre y tú apenas os hablabais hacia el final —le recordó Margaret—. Y opinaba que Angus era débil, y demasiado aficionado a la botella.

—Cierto, pero eso no resuelve el problema de la llave.

—Tal vez ha llegado el momento de que recurramos a tácticas más enérgicas.

—¿En qué has pensado, cariño?

—Creo que la expresión vulgar es «hacerle seguir». En cuanto pongan en libertad a Nick, ordenaremos que le sigan. Si sabe dónde está la colección, nos conducirá hasta ella.

—Pero yo no sabría cómo… —empezó Hugo.

—No pienses en ello —propuso Margaret—. Déjalo en mis manos.

—Como tú digas, cariño —dijo Hugo, mientras atacaba el segundo huevo.