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En el tren de regreso a Londres, Danny examinó con más detenimiento el sobre que el abuelo de Nick había querido entregarle sin que su padre lo supiera. Pero ¿por qué? Danny concentró su atención en el sello. Era francés, por valor de cinco francos, y representaba los cinco aros del emblema olímpico. El matasellos era de París con fecha de 1896. Danny sabía por los diarios de Nick que su abuelo, sir Alexander Moncrieff, había sido un gran coleccionista, de modo que tal vez el sello fuera raro y valioso, pero no tenía ni idea de a quién pedir consejo. Le costaba creer que el nombre y la dirección poseyeran algún significado especial: «Barón de Coubertin, 25 rué de la Croix-Rouge, Geneve, La Suisse». El barón debía de llevar años muerto.
Desde Kings Cross, Danny tomó el metro hasta South Kensington, una parte de Londres en la que no se sentía cómodo. Con la ayuda de un callejero que compró en el quisco de la estación, recorrió Old Brompton Road en dirección a The Boltons. Aunque la maleta le pesaba cada vez más, pensó que no podía permitirse gastar en un taxi parte de sus cada vez más menguantes reservas.
Cuando por fin llegó a The Boltons, Danny se detuvo delante del número 12. No podía creer que allí hubiera vivido una sola familia. Solo el garaje doble era más grande que su casa de Bow. Abrió una puerta de hierro que chirrió y subió por un largo sendero cubierto de malas hierbas hasta la puerta principal. Pulsó el timbre. No sabía por qué lo había hecho, salvo quizá que no quería introducir la llave en la cerradura hasta asegurarse de que la casa estaba desocupada. Nadie contestó.
Danny llevó a cabo varios intentos de girar la llave en la cerradura, hasta que la puerta se abrió a regañadientes. Encendió la luz del vestíbulo. La casa era exactamente como Nick la había descrito en su diario. Una gruesa alfombra verde, descolorida. Papel pintado rojo, descolorido, y antiguas cortinas de encaje que colgaban desde el techo hasta el suelo, y que habían atraído a las polillas durante los años transcurridos. No había cuadros en las paredes, tan solo cuadrados y rectángulos descoloridos, que delataban dónde habían estado. Danny no albergaba demasiadas dudas sobre quién se los había llevado, y en qué casa estaban colgados ahora.
Paseó lentamente por las habitaciones, intentando orientarse. Tenía la sensación de estar en un museo, no en una casa particular. En cuanto hubo explorado la planta baja, subió la escalera hasta el rellano y recorrió otro pasillo, hasta entrar en un amplio dormitorio. En un guardarropa colgaba una hilera de trajes oscuros que habrían podido alquilarse para una película de época, junto con camisas de cuello de puntas, y una barra al pie con varios pares de zapatos negros gruesos. Danny supuso que era la habitación del abuelo de Nick; estaba claro que su padre había preferido residir en Escocia. En cuanto sir Alexander murió, tío Hugo debió de llevarse los cuadros y todo lo que había de valor que no estuviera atornillado; después, debió de imponer al padre de Nick una hipoteca de un millón de libras sobre la casa, mientras Nick estaba encerrado en la cárcel. Danny estaba empezando a pensar que debería encargarse de Hugo antes de dedicar su atención a los Mosqueteros.
Tras explorar todas las habitaciones (siete en total), Danny eligió una de las más pequeñas para pasar su primera noche. Después de inspeccionar el guardarropa y la cómoda, concluyó que debía de ser la antigua habitación de Nick, porque había una fila de trajes, un cajón lleno de camisas y una hilera de zapatos que le sentaban como un guante, pero daba la impresión de que los hubiera utilizado un soldado que pasaba la mayor parte del tiempo uniformado, y le interesara poco la moda.
Después de deshacer el equipaje, Danny decidió seguir explorando y averiguar qué había en el piso de arriba. Encontró un cuarto para los niños en el que no parecía haber dormido nadie jamás, al lado de una habitación llena de juguetes que ningún niño había utilizado. Sus pensamientos derivaron hacia Beth y Christy. A través de la ventana del cuarto de juegos vio un amplio jardín. Incluso a la luz desfalleciente del ocaso era evidente que el césped necesitaba urgentes cuidados, después de años de abandono.
Danny volvió a la habitación de Nick, se desvistió y se dio un baño. Se sentó, absorto en sus pensamientos, y no se movió hasta que el agua se enfrió. Después de secarse, decidió que no se pondría el pijama de seda de Nick y se metió desnudo en la cama. Al cabo de unos minutos estaba dormido como un tronco. El colchón era más parecido al de la cárcel.
Danny saltó de la cama a la mañana siguiente, se puso unos pantalones, cogió una bata de seda que colgaba de la parte posterior de la puerta y fue en busca de la cocina.
Bajó por una escalera sin alfombrar hasta un oscuro sótano, donde descubrió una amplia estancia con una cocina económica y estantes llenos de botellas de cristal que contenían no sabía qué. Le divirtió ver una hilera de campanitas sujetas a la pared, con letreros de «Salón», «Dormitorio Principal», «Estudio», «Cuarto de los Niños» y «Puerta Principal». Empezó a buscar comida, pero no encontró nada que no hubiera caducado hacía años. Fue entonces cuando advirtió el olor que impregnaba toda la casa. Si había dinero en la cuenta corriente de Nick, lo primero que haría sería contratar a una mujer de la limpieza. Abrió una ventana grande para dejar que entrara una ráfaga de aire fresco en la estancia, a la que no había tenido acceso desde hacía mucho tiempo.
Como no pudo encontrar nada que comer, Danny volvió al dormitorio para vestirse. Eligió las prendas menos conservadoras que encontró en el guardarropa de Nick, pero acabó con el aspecto de un capitán de la guardia real de paisano.
Cuando dieron las ocho en el campanario de la iglesia de la plaza, Danny cogió el billetero de la mesilla de noche y lo guardo en el bolsillo de la chaqueta. Miró el sobre que el abuelo de Nick le había dejado, y decidió que el secreto debía residir en el sello. Se sentó a la mesa contigua a la ventana y extendió un cheque a nombre de Nicholas Moncrieff por valor de quinientas libras. ¿Habría quinientos libras en la cuenta de Nick? Solo había una forma de averiguarlo.
Cuando salió de la casa unos minutos más tarde, cerró la puerta, pero esto vez recordó llevarse las llaves. Caminó hacia el extremo de la calle, giró a la derecha y siguió hasta la estación de metro de South Kensington; solo se detuvo en un quiosco para comprar un ejemplar de The Times. Cuando estaba a punto de salir de la tienda, se fijó en un tablón de anuncios que ofrecía diversos servicios. «Masajes, Sylvia irá a su domicilio, 100 libras». «Cortacésped en venta, usado solo dos veces, 250 libras al contado». Lo habría comprado de haber estado seguro de que existía dicha cantidad en la cuenta de Nick. «Limpiadora, cinco libras por hora; con referencias. Llamar a la señora Murphy al…». Danny se preguntó si la señora Murphy tendría mil horas libres. Tomó nota de su móvil, lo cual le recordó otra cosa que debía añadir a su lista de la compra, pero tendría que esperar hasta haber descubierto cuánto dinero había en la cuenta de Nick.
Cuando salió del metro en Charing Cross, Danny había trazado dos planes de acción, dependiendo de que el director de Coutts conociera bien a Nick o nunca le hubiera visto. Siguió el Strand en busca del banco. En la cubierta gris del talonario de Nick solo ponía Coutts & Co, The Strand, Londres. Debía de ser un edificio demasiado grande para rebajarse a tener número. Apenas había avanzado unos pasos, cuando reparó, al otro lado de la calle, en un gran edificio de color bronce con una fachada de cristal que exhibía con discreción dos coronas sobre el nombre de Coutts. Cruzó la calle esquivando el tráfico. Estaba a punto de descubrir la envergadura de su riqueza.
Entró en el banco por unas puertas giratorias y trató de orientarse. Frente a él, una escalera automática conducía al vestíbulo del banco. Subió hasta una amplia sala con techo de cristal y un largo mostrador que ocupaba toda la longitud de una pared. Varios empleados, vestidos con levitas negras, estaban atendiendo a los clientes. Danny eligió a un joven que tenía aspecto de acabar de empezar a afeitarse. Se acercó a su ventanilla.
—Me gustaría retirar fondos.
—¿Cuánto quiere, señor? —preguntó el empleado.
—Quinientas libras —respondió Danny, y le entregó el cheque que había extendido aquella mañana. El empleado comprobó el nombre y el número en su ordenador, y vaciló.
—¿Sería tan amable de esperar un momento, sir Nicholas? —preguntó.
La mente de Danny empezó a dar vueltas. ¿Estaría la cuenta de Nick en números rojos? ¿Habrían liquidado la cuenta? ¿No querían tener tratos con un expresidiario? Unos momentos después, apareció un hombre mayor y le dedicó una cálida sonrisa. ¿Le conocía Nick?
—¿Sir Nicholas? —preguntó vacilante.
—Sí —dijo Danny, que al menos había tenido respuesta a una de sus preguntas.
—Soy el señor Watson, director del banco. Es un placer conocerle después de tanto tiempo. —Danny le estrechó la mano—. ¿Podríamos hablar en mi despacho?
—Por supuesto, señor Watson —afirmó Danny, aparentando confianza.
Siguió al director y atravesaron una puerta que daba acceso a un pequeño despacho forrado en madera. Había un solitario óleo de un caballero con una larga levita negra colgado en la pared, detrás del escritorio. Debajo del retrato se leía la leyenda John Campbell, fundador, 1692.
El señor Watson empezó a hablar antes de que Danny se hubiera sentado.
—Veo que no ha efectuado ningún reintegro en los últimos cuatro años, sir Nicholas —dijo, mirando la pantalla de su ordenador.
—Exacto —confirmó Danny.
—¿Ha estado en el extranjero?
—No, pero en el futuro seré un cliente más habitual. Es decir, si se han ocupado de mi cuenta con mimo durante mi ausencia.
—Espero que lo considere así, sir Nicholas —respondió el director—. Su cuenta corriente ha devengado un interés anual del tres por ciento, año tras año. Danny se quedó impertérrito.
—¿Cuál es el saldo de mi cuenta corriente? —preguntó. El director miró la pantalla.
—Siete mil doscientas doce libras. Danny exhaló un suspiro de alivio.
—¿Hay otras cuentas, documentos u objetos de valor que ustedes administren en este momento? —preguntó. El director pareció sorprenderse—. Es que mi padre falleció hace poco.
El director asintió.
—Lo comprobaré, señor —dijo, antes de pulsar algunas teclas del ordenador. Negó con la cabeza—. Parece que la cuenta de su padre fue liquidada hace dos meses, y todos sus bienes se transfirieron al Clydesdale Bank de Edimburgo.
—Ah, sí —dijo Danny—. Mi tío Hugo.
—Hugo Moncrieff fue el beneficiario, en efecto —confirmó el director.
—Justo lo que yo pensaba —dijo Danny.
—¿Puedo hacer algo más por usted, sir Nicholas?
—Sí, necesitaré una tarjeta de crédito.
—Por supuesto —dijo Watson—. Si es tan amable de rellenar este formulario —añadió, al tiempo que empujaba un cuestionario hacia el otro lado de la mesa—, le enviaremos una a su dirección en los próximos días.
Danny intentó recordar la fecha y lugar de nacimiento de Nick, así como su segundo nombre. No estaba seguro de qué poner bajo «ocupación» o «ganancias anuales».
—Otra cosa —dijo, una vez rellenado el formulario—. ¿Tiene idea de en dónde podría tasar esto? Sacó el pequeño sobre del bolsillo interior y lo deslizó sobre el escritorio.
El director examinó el sobre con detenimiento.
—Stanley Gibbons —contestó sin vacilar—. Son los mejores en esta especialidad, y tienen fama internacional.
—¿Dónde puedo encontrarlos?
—Hay una sucursal subiendo por esta misma calle. Le recomiendo que hable con el señor Prendergast.
—Es una suerte que esté tan bien informado —dijo Danny con suspicacia.
—Bien, tienen cuenta con nosotros desde hace casi ciento cincuenta años.
Danny salió del banco con quinientas libras de más en el billetero y fue en busca de Stanley Gibbons. De camino pasó ante una tienda de móviles, lo cual le permitió tachar otro artículo de la lista de compras. Después de elegir el último modelo, preguntó al joven empleado si sabía dónde estaba Stanley Gibbons.
—Unos cincuenta metros más arriba, a la izquierda —contestó. Danny siguió la calle hasta que vio el letrero sobre la puerta. Dentro, un hombre alto estaba inclinado sobre el mostrador, pasando las páginas de un catálogo. Se enderezó en cuanto Danny entró.
—¿Señor Prendergast? —preguntó Danny.
—Sí —dijo—. ¿En qué puedo ayudarle?
Danny sacó el sobre y lo dejó sobre el mostrador.
—El señor Watson, de Coutts, me ha informado de que tal vez usted podría tasar su valor.
—Haré lo que pueda —dijo el señor Prendergast, al tiempo que sacaba una lupa de debajo del mostrador. Estudió el sobre durante un buen rato antes de anunciar su dictamen.
—El sello es una primera edición de cinco francos imperiales, emitido para conmemorar la fundación de los modernos Juegos Olímpicos. El sello en sí posee escaso valor, no más de unos cientos de libras. Pero hay otros dos factores que aumentan su importancia.
—¿Cuáles son? —preguntó Danny.
—El matasellos lleva la fecha del 6 de abril de 1896.
—¿Y qué tiene eso de importante? —preguntó Danny impaciente.
—Fue la fecha de la inauguración de los primeros juegos Olímpicos modernos.
—¿Y el segundo factor? —preguntó Danny, esta vez sin esperar.
—La persona a la que va dirigido el sobre —dijo Prendergast, bastante complacido de sí mismo.
—El barón de Coubertin —dijo Danny, pues no necesitaba que se lo recordaran.
—Correcto —señaló el hombre—. Fue el barón quien fundó los Juegos Olímpicos modernos, y por este motivo el sobre es un objeto de coleccionista.
—¿En cuánto lo tasaría? —preguntó Danny.
—No es fácil, señor, pues se trata de un objeto único. Yo le ofrecería por él dos mil libras.
—Gracias, pero me gustaría pensarlo un poco —contestó Danny, y se volvió para marcharse.
—¿Dos mil doscientas? —dijo el hombre, mientras Danny cerraba en silencio la puerta a su espalda.