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Cuando Alex Redmayne salió del despacho del juez unos momentos después y se encaminó sin prisas al otro lado del edificio, intentó organizar sus pensamientos. Al cabo de doscientos pasos, cambió la plácida serenidad del despacho de un juez por las frías y lóbregas celdas ocupadas tan solo por presos.

Se detuvo ante una pesada puerta negra que le impedía continuar hacia las celdas de abajo. Llamó con los nudillos dos veces; un silencioso policía abrió y le acompañó por un estrecho tramo de escaleras de piedra hasta un pasillo amarillo, conocido por los veteranos como el sendero de baldosas amarillas. Cuando llegaron a la celda número 17, Alex pensó que estaba bien preparado, aunque no tenía ni idea de cómo reaccionaría Danny a la oferta. El agente seleccionó una llave de un enorme llavero y abrió la puerta de la celda.

—¿Desea que un agente esté presente durante la entrevista? —preguntó cortésmente.

—No será necesario —contestó Alex.

El agente abrió la puerta de acero de cinco centímetros de grosor.

—¿Quiere la puerta abierta o cerrada, señor?

—Cerrada —contestó Alex, mientras entraba en una diminuta celda con dos sillas de plástico y una pequeña mesa de formica en el centro. El único adorno de las paredes eran graffiti.

Danny se levantó cuando Alex entró en la celda.

—Buenos días, señor Redmayne —dijo.

—Buenos días, Danny —contestó Alex, y se sentó frente a él. Sabía que sería inútil pedir una vez más a su cliente que le tuteara. Alex abrió una carpeta que contenía una sola hoja de papel—. Tengo buenas noticias —anunció—. Al menos, espero que las consideres buenas. —Danny no mostró la menor emoción. Hablaba en escasas ocasiones, a menos que tuviera algo interesante que decir—. Si estás dispuesto a cambiar tu declaración de inocencia por una de culpable de homicidio —continuó Alex—, creo que el juez solo te condenaría a cinco años, y como ya has cumplido seis meses, con buen comportamiento estarías fuera dentro de un par de años.

Danny miró a Alex a los ojos.

—Dígale que se vaya a tomar por el culo.

Alex se sintió casi tan sorprendido por el lenguaje de Danny como por la rapidez de su decisión. Durante los últimos seis meses, nunca había oído jurar a su cliente.

—Pero, Danny, haz el favor de pensar detenidamente en la oferta —suplicó Alex—. Si el jurado te considera culpable de asesinato, podrías terminar condenado a cadena perpetua, con un mínimo de veinte años, tal vez más. Eso significaría que no saldrías de la cárcel hasta que tuvieras casi cincuenta años. Pero si aceptas su oferta, podrías empezar una nueva vida con Beth dentro de dos años.

—¿Qué tipo de vida? —preguntó con frialdad Danny—. ¿Una en la que todo el mundo crea que asesiné a mi mejor amigo y salí bien librado? No, señor Redmayne. Yo no maté a Bernie, y si tardo veinte años en demostrarlo…

—Pero, Danny, ¿por qué someterte a los caprichos de un jurado, cuando podrías aceptar esta oferta, llegar a un consenso?

—No sé qué significa la palabra consenso, señor Redmayne, pero sí sé que soy inocente, y en cuanto el jurado se entere de esta oferta…

—Nunca se enterarán, Danny. Si rechazas la oferta, nadie les contará por qué se ha retrasado la sesión de esta mañana, y el juez no dirá nada en sus conclusiones. El juicio continuará como si nada hubiera sucedido.

—Pues que así sea —dijo Danny.

—Tal vez prefieras disponer de más tiempo para pensarlo —le ofreció Alex, que no quería rendirse—. Podrías hablar con Beth. O con tus padres. Estoy seguro de que podría convencer al juez de que aplazara la vista hasta mañana por la mañana, lo cual te concedería tiempo para reconsiderar tu postura.

—¿Ha pensado en lo que me está pidiendo que haga? —preguntó Danny.

—No estoy seguro de entenderte —dijo Alex.

—Si acepto que cometí un homicidio, significaría que todo cuanto dijo Beth en el estrado de los testigos era mentira. Ella no mintió, señor Redmayne. Contó al jurado exactamente lo que había sucedido aquella noche.

—Danny, podrías pasar los próximos veinte años lamentando esta decisión.

—Podría pasar los próximos veinte años viviendo una mentira, y aunque tarde todo ese tiempo en demostrar que soy inocente, será mejor a que el mundo crea que maté a mi mejor amigo.

—Pero el mundo olvidará pronto.

—Yo no —dijo Danny—, ni tampoco mis amigos del East End.

Alex habría querido seguir insistiendo, pero sabía que era inútil intentar que aquel hombre orgulloso cambiara de opinión. Cansado, se levantó del asiento.

—Les informaré de tu decisión —anunció, antes de golpear con el puño la puerta de la celda. Una llave giró en la cerradura, y momentos después la pesada puerta de acero se abrió.

—Señor Redmayne —dijo Danny sin alzar la voz. Alex se volvió hacia su cliente—. Es usted una joya, y estoy orgulloso de que me haya defendido usted y no el señor Pearson. La puerta se cerró con estrépito.