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El juez Sackville miró hacia el banco situado bajo él.

—Señor Pearson, puede abrir el caso en nombre de la Corona.

Un hombre bajo y rechoncho se levantó lentamente del banco de los abogados. El letrado Arnold Pearson QC[1] abrió el grueso expediente que descansaba sobre un atril delante de él. Tocó su gastada peluca, como si comprobara que se había acordado de ponérsela, y después tiró de las solapas de su toga, una rutina que no había variado durante los últimos treinta años.

—Con permiso de su señoría —empezó, con porte lento y grave—, represento a la Corona en este caso, mientras mi distinguido colega —echó un vistazo al nombre escrito en la hoja de papel que tenía delante—, Alex Redmayne, representa al acusado. El caso que se presenta ante su señoría es de asesinato. El asesinato premeditado y a sangre fría del señor Bernard Henry Wilson.

Entre el público, los padres de la víctima estaban sentados en un rincón de la última fila. El señor Wilson miró a Danny, incapaz de disimular la decepción en su mirada. La señora Wilson tenía la vista clavada al frente; estaba pálida, como alguien que asistiera a un funeral. Si bien los trágicos acontecimientos que habían rodeado la muerte de Bernie Wilson habían cambiado de manera irrevocable la vida de dos familias del East End, que habían sido amigas íntimas durante varias generaciones, apenas había levantado expectación más allá de una docena de calles que rodeaban Bacon Road, en Bow.

—Durante este juicio, descubrirán que el acusado —continuó Pearson, al tiempo que movía una mano en dirección al banquillo, sin molestarse en mirar a Danny— atrajo al señor Wilson a un local público de Chelsea la noche del sábado 18 de septiembre de 1999, donde perpetró el brutal y premeditado asesinato. Antes había llevado a la hermana del señor Wilson —examinó de nuevo el expediente—, Elizabeth, al restaurante Lucio de Fulham Road. El tribunal descubrirá que Cartwright propuso matrimonio a la señorita Wilson después de que ella le revelara que estaba embarazada. Luego, llamó por el móvil a su hermano, el señor Bernard Wilson, y le invitó a reunirse con ellos en el Dunlop Arms, un bar situado en la parte posterior de Hambledon Terrace, Chelsea, para celebrar el acontecimiento.

»La señorita Wilson ya ha declarado por escrito que jamás había visitado ese local, aunque está claro que Cartwright lo conocía bien, y la Corona planteará que lo había elegido con un único propósito: su puerta posterior se abre a una tranquila callejuela, un lugar ideal para alguien que alberga intenciones asesinas. Un asesinato del que Cartwright culparía después a un completo desconocido que se encontraba aquella noche en el Dunlop Arms.

Danny miró al fiscal Pearson. ¿Cómo podía saber lo que había pasado aquella noche, cuando ni siquiera había estado presente? Pero Danny no estaba demasiado preocupado. Al fin y al cabo, el letrado Redmayne le había asegurado que su versión de la historia se expondría durante el juicio, y no debía angustiarse si la situación no se presentaba alentadora cuando la Corona expusiera su caso. Pese a las repetidas garantías del abogado, había dos cosas que preocupaban a Danny: Alex Redmayne no era mucho mayor que él, y también le había advertido que era el segundo caso en el que dirigía la defensa.

—Pero, por desgracia para el señor Cartwright —continuó Pearson— los otros cuatro clientes que había en el Dunlop Arms aquella noche contarán una historia diferente, una historia que no solo se ha demostrado coherente, sino que también ha sido corroborada por el camarero que estaba de turno aquella noche. La Corona presentará a los cinco como testigos, y ellos les dirán que oyeron una disputa entre los dos hombres, a los que más tarde se los vio salir por la puerta posterior del bar después de que Cartwright dijera: «¿Por qué no salimos a la calle y lo discutimos?». Los cinco vieron salir a Cartwright por la puerta de atrás, seguido de Bernard Wilson y de su hermana Elizabeth, visiblemente alterada. Momentos después, se oyó un chillido. El señor Spencer Craig, uno de los clientes, abandonó a sus compañeros y corrió al callejón, donde vio cómo Cartwright sujetaba al señor Wilson por la garganta, mientras le hundía repetidas veces un cuchillo en el pecho.

»El señor Craig llamó de inmediato al 999 por el móvil. La hora de la llamada, señoría, y la conversación que tuvo lugar fueron anotadas y grabadas en la comisaría de policía de Belgravia. Pocos minutos después, dos agentes de policía llegaron al lugar de los hechos y encontraron al señor Cartwright arrodillado sobre el cadáver del señor Wilson, con el cuchillo en la mano, un cuchillo del que debió apoderarse en el bar, pues lleva grabado en el mango «Dunlop Arms».

Alex Redmayne tomó nota de las palabras de Pearson.

—Miembros del jurado —continuó Pearson, y una vez más tiró de las solapas—, todo asesino ha de tener un móvil, y en este caso basta con recordar el primer asesinato del que se tiene noticia, el de Abel a manos de Caín, para establecer dicho móvil: envidia, codicia y ambición fueron los sórdidos ingredientes que, combinados, provocaron que Cartwright eliminara al único rival que se interponía en su camino.

»Miembros del jurado, tanto Cartwright como Wilson trabajaban en el taller de reparaciones de coches Wilson, en Mile End Road. El taller es propiedad del señor George Wilson, padre del fallecido, quien pensaba jubilarse a finales de año y ceder el negocio a su hijo único, Bernard. El señor George Wilson lo ha declarado por escrito, lo cual ha sido aceptado por la defensa, así que no le llamaremos como testigo.

«Miembros del jurado, descubrirán durante este juicio que los dos jóvenes tenían un largo historial de rivalidad y antagonismo que se remontaba a los días del colegio. Pero con Bernard Wilson eliminado, Cartwright pensaba casarse con la hija del jefe y hacerse cargo del floreciente negocio.

»Sin embargo, no todo salió tal como Cartwright había planeado, aunque cuando fue detenido, intentó echar la culpa a un testigo inocente, el mismo hombre que había salido al callejón para ver qué había provocado el grito de la señorita Wilson. Por desgracia para Cartwright, no formaba parte de su plan que hubiera cuatro personas más presentes durante los hechos. —Pearson sonrió al jurado—. Miembros del jurado, una vez hayan escuchado su testimonio, no les quedará ninguna duda de que Daniel Cartwright es culpable de este espantoso asesinato. —Se volvió hacia el juez—. Así concluye el alegato de la Corona, señoría. —Tiró de las solapas antes de añadir—: Con su permiso, llamaré a mi primer testigo. —El juez Sackville asintió, y Pearson dijo con voz firme—: Llamo al señor Spencer Craig.

Danny Cartwright miró a su derecha y vio que un ujier abría una puerta del fondo de la sala, salía al pasillo y gritaba: «Señor Spencer Craig». Un momento después, un hombre alto, no mayor que Danny, vestido con traje de raya diplomática azul, camisa blanca y corbata malva, entró en la sala. Su aspecto era muy diferente de la primera vez que le había visto.

Danny no había vuelto a ver a Spencer Craig durante los últimos seis meses, pero no había pasado ni un día en el que su mente no lo hubiera recreado. Miró al hombre con aire desafiante, pero Craig ni siquiera desvió la vista en dirección a Danny. Era como si no existiera.

Craig cruzó la sala como un hombre que supiera muy bien adónde iba. Cuando subió al estrado de los testigos, levantó de inmediato la Biblia y recitó el juramento sin mirar ni una vez la tarjeta que el ujier sostenía delante de él. El señor Pearson sonrió a su testigo principal, antes de echar un vistazo a las preguntas que había preparado durante el último mes.

—¿Se llama usted Spencer Craig?

—Sí, señor —contestó el hombre.

—¿Reside en el número 43 de Hambledon Terrace, Londres SW3?

—Sí, señor.

—¿Cuál es su profesión? —preguntó el señor Pearson, como si no lo supiera.

—Soy abogado.

—¿Y su especialidad?

—Derecho penal.

—Por lo tanto, está familiarizado con el delito de asesinato, ¿verdad?

—Por desgracia sí, señor.

—Me gustaría que volviéramos ahora a la noche del 18 de septiembre del año pasado, cuando usted y un grupo de amigos estaban tomando una copa en el Dunlop Arms de Hambledon Terrace. Tal vez podría narrarnos qué sucedió exactamente aquella noche.

—Mis amigos y yo estábamos celebrando que Gerald cumplía treinta años…

—¿Gerald? —interrumpió Pearson.

—Gerald Payne —dijo Craig—. Es un viejo amigo de mis días en Cambridge. Estábamos pasando una grata velada juntos, disfrutando de una botella de vino. Alex Redmayne tomó nota: necesitaba saber cuántas botellas.

Danny habría deseado preguntar qué significaba para él la palabra «grata».

—Pero por desgracia no acabó siendo una velada grata —dijo Pearson.

—Lejos de ello —replicó Craig, sin molestarse en mirar hacia Danny.

—Haga el favor de contar al tribunal qué sucedió después —dijo Pearson, al tiempo que echaba un vistazo a sus notas. Craig se volvió hacia el jurado por primera vez.

—Como ya he dicho, estábamos disfrutando de una copa de vino para celebrar el cumpleaños de Gerald, cuando oí voces exaltadas. Me volví y vi a un hombre, sentado a una mesa del rincón de la sala con una joven.

—¿Ve a ese hombre en la sala? —preguntó Pearson.

—Sí —contestó Craig, y señaló al banquillo de los acusados.

—¿Qué ocurrió a continuación?

—Se puso en pie de un salto —prosiguió Craig—, y empezó a gritar y a señalar con el dedo al otro hombre, que seguía sentado. Oí que uno de ellos decía: «Y si crees que voy a llamarte jefe cuando sustituyas a mi viejo, ya puedes olvidarlo». La joven intentaba calmarle. Estaba a punto de volverme hacia mis amigos (al fin y al cabo, la discusión no tenía nada que ver conmigo), cuando el acusado gritó: «¿Por qué no salimos a la calle y lo discutimos?». Supuse que estaban bromeando, pero después, el hombre que había dicho eso agarró un cuchillo del final de la barra…

—Permítame que le interrumpa, señor Craig. ¿Vio cómo el acusado cogía un cuchillo de la barra? —preguntó Pearson.

—Sí.

—Y después, ¿qué pasó?

—Se alejó en dirección a la puerta trasera del bar, cosa que me sorprendió. —¿Por qué?

—Porque voy muy a menudo al Dunlop Arms, y nunca había visto a aquel hombre.

—No sé si le sigo, señor Craig —dijo Pearson, que había seguido perfectamente hasta la última palabra.

—La salida trasera no se ve desde ese rincón de la sala, pero él parecía saber muy bien adónde iba.

—Ah, ya entiendo —dijo Pearson—. Continúe, por favor.

—Al cabo de un momento, el otro hombre se levantó y salió tras el acusado, seguido de la joven. No habría pensado más en el asunto, pero poco después oímos un grito.

—¿Un grito? —repitió Pearson—. ¿Qué tipo de grito?

—Un grito agudo, de mujer —contestó Craig.

—¿Qué hizo usted?

—Dejé a mis amigos de inmediato y corrí al callejón, por si la mujer estaba en peligro.

—¿Lo estaba?

—No, señor. Estaba gritando al acusado, le suplicaba que parara.

—¿Que parara de qué? —preguntó Pearson.

—De atacar al otro hombre.

—¿Estaban peleando?

—Sí, señor. El hombre al que había visto antes interpelar y señalar con el dedo al otro lo tenía ahora inmovilizado contra la pared, con el antebrazo apretado contra su garganta. Craig se volvió hacia el jurado y levantó el brazo izquierdo para mostrar la postura.

—¿El señor Wilson intentaba defenderse? —preguntó entonces Pearson.

—Tanto como podía, pero el acusado le clavaba un cuchillo en el pecho una y otra vez.

—¿Qué hizo usted a continuación? —preguntó Pearson sin levantar la voz.

—Telefoneé a urgencias, donde me aseguraron que enviarían a la policía y una ambulancia cuanto antes.

—¿Dijeron algo más? —preguntó Pearson, al tiempo que echaba un vistazo a sus notas.

—Sí —contestó Craig—. Me dijeron que no me acercara al hombre del cuchillo bajo ninguna circunstancia; sino que regresara al bar y esperara la llegada de la policía. —Hizo una pausa—. Seguí las instrucciones al pie de la letra.

—¿Cómo reaccionaron sus amigos cuando volvió al bar y les contó lo que había visto?

—Quisieron salir para ayudar, pero yo les repetí lo que me había aconsejado la policía, y dije que dadas las circunstancias lo mejor era que se fueran a casa.

—¿Dadas las circunstancias?

—Yo era la única persona que había presenciado todo el incidente, y no quería que corrieran peligro si el hombre del cuchillo volvía a entrar en el bar.

—Muy encomiable por su parte —dijo Pearson.

El juez miró con el ceño fruncido al fiscal. Alex Redmayne siguió tomando notas.

—¿Cuánto tiempo tuvo que esperar a la llegada de la policía?

—Apenas habían transcurrido unos instantes cuando oí la sirena, y unos minutos después un agente de paisano entró en el bar por la puerta de atrás. Mostró su placa y se identificó como oficial de policía Fuller. Me informó de que la víctima iba camino del hospital más cercano.

—¿Qué sucedió a continuación?

—Hice una declaración completa, y después el oficial Fuller dijo que podía irme a casa.

—¿Lo hizo?

—Sí, volví a mi casa, que está a unos cien metros del Dunlop Arms, y me acosté, pero no pude dormir. Alex Redmayne escribió las palabras: «unos cien metros».

—Muy comprensible —dijo Pearson.

El juez frunció el ceño por segunda vez.

—De modo que me levanté, fui a mi estudio y escribí todo lo que había ocurrido aquella noche.

—¿Por qué lo hizo, señor Craig, cuando ya había declarado ante la policía?

—Mi experiencia en ocupar su puesto, señor Pearson, me ha hecho tomar conciencia de que las declaraciones de los testigos en el estrado suelen ser incompletas, incluso imprecisas, cuando se celebra el juicio meses después de que se haya cometido un delito.

—Así es —confirmó Pearson, y pasó otra página de su expediente—. ¿Cuándo se enteró de que Daniel Cartwright había sido acusado del asesinato de Bernard Wilson?

—Leí los detalles en el Evening Standard el lunes siguiente. Informaba de que el señor Wilson había muerto camino del Chelsea and Westminster Hospital, y de que Cartwright había sido acusado del asesinato.

—¿Consideró esa información el final del asunto, en lo tocante a su implicación personal?

—Sí, aunque sabía que me llamarían como testigo en el juicio si Cartwright se declaraba no culpable.

—Pero entonces se produjo un giro de los acontecimientos, que ni siquiera usted, con toda su experiencia con criminales habituales, habría podido imaginar.

—Desde luego —respondió Craig—. Dos agentes de la policía se presentaron en mi bufete a la tarde siguiente para llevar a cabo un segundo interrogatorio.

—Pero usted ya había prestado declaración verbal y escrita ante el oficial Fuller —dijo Pearson—. ¿Por qué necesitaban interrogarle de nuevo?

—Porque Cartwright me acusaba de haber asesinado al señor Wilson, e incluso afirmaba que yo había cogido el cuchillo del bar.

—¿Se había cruzado con el señor Cartwrigh o el señor Wilson antes de esa noche?

—No, señor —contestó con sinceridad Craig.

—Gracias, señor Craig.

Los dos hombres intercambiaron una sonrisa, y Pearson se volvió hacia el juez.

—No hay más preguntas, señoría.