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—¿Cómo crees que se comportará Munro cuando se enfrente a Pearson? —preguntó Alex.

—Un toro viejo contra un matador viejo —contestó sir Matthew—. La experiencia y la astucia demostrarán ser más importantes que el ataque, así que yo apuesto por Munro.

—¿Cuándo le enseño el trapo rojo a ese toro?

—No lo harás —dijo sir Matthew—. Deja ese placer al matador. Pearson será incapaz de resistirse al desafío, y el impacto será mucho mayor si procede de la acusación.

—Todos en pie —anunció el ujier.

En cuanto todo el mundo estuvo sentado, el juez se dirigió al jurado.

—Buenos días, miembros del jurado. Ayer oyeron a los testigos de la acusación, y ahora la defensa tendrá la oportunidad de exponer su visión del caso. Después de consultar con ambas partes, les invito a anular una de las acusaciones, la referente a que el acusado intentó robar la finca de Escocia de la familia Moncrieff. Sir Hugo Moncrieff confirmó que tal no era el caso, y que de acuerdo con los deseos de su padre, sir Alexander, la finca había sido donada al National Trust for Scodand. No obstante, el acusado todavía se enfrenta a cuatro acusaciones graves, sobre las cuales ustedes y solo ustedes tienen la responsabilidad de decidir.

Sonrió con benevolencia al jurado, antes de centrar su atención en Alex.

—Señor Redmayne, haga el favor de llamar a su primer testigo —dijo, en un tono mucho más respetuoso que el adoptado el día anterior.

—Gracias, señoría —respondió Alex, y se levantó de su asiento—. Llamo al señor Fraser Munro.

Lo primero que hizo Munro al entrar en la sala fue sonreír a Danny. Le había ido a ver a Belmarsh en cinco ocasiones durante los últimos seis meses, y Danny también sabía que había atendido varias veces algunas consultas de Alex y de sir Matthew.

Una vez más, no había presentado facturas por sus servicios. Todas las cuentas bancarias de Danny estaban congeladas, de modo que sus únicos ingresos eran las doce libras semanales que le pagaban por su trabajo de bibliotecario de la cárcel, suma que no habría cubierto la carrera del taxi de Munro desde el Caledonian Club hasta el Old Bailey.

Fraser Munro subió al estrado de los testigos. Iba vestido con un traje negro de raya diplomática, camisa blanca con cuello de puntas y corbata de seda negra. Parecía más un funcionario del tribunal que un testigo, lo cual le prestaba un aire de autoridad que había influido a muchos jurados escoceses. Hizo una breve reverencia antes de prestar juramento.

—Haga el favor de decir su nombre y domicilio para que conste en acta —dijo Alex.

—Me llamo Fraser Munro y vivo en Argyll Street, 49, Dunbroath, Escocia.

—¿Su profesión?

—Soy abogado del Tribunal Supremo de Escocia.

—¿Puede confirmar que fue presidente de la Sociedad Jurídica de Escocia?

—Sí, señor.

Esto era algo que Danny ignoraba.

—¿Y es hijo adoptivo de la ciudad de Edimburgo?

—Tengo ese honor, señor.

Otra cosa más que Danny no sabía.

—Señor Munro, ¿quiere hacer el favor de explicar al tribunal cuál es su relación con el acusado?

—Desde luego, señor Redmayne. Gocé del privilegio, como mi padre antes de mí, de representar a sir Alexander Moncrieff, el primer propietario del título de baronet.

—¿Representó también a sir Nicholas Moncrieff?

—Sí, señor.

—¿Se ocupó de sus asuntos legales mientras estuvo en el ejército y, más tarde, cuando fue encarcelado?

—Sí. Me telefoneaba de vez en cuando desde la cárcel, pero el grueso de nuestro trabajo se llevaba a cabo a distancia.

—¿Fue a ver a sir Nicholas mientras estuvo en la cárcel?

—No. Sir Nicholas me solicitó expresamente que no lo hiciera, y yo cumplí sus deseos.

—¿Cuándo le vio por primera vez? —preguntó Alex.

—Le conocí en Escocia cuando era niño, pero hacía doce años que no le veía, cuando regresó a Dunbroath para asistir al funeral de su padre.

—¿Pudo hablar con él en dicha ocasión?

—Desde luego. Los dos funcionarios de prisiones que le acompañaban fueron extremadamente considerados, y me permitieron pasar una hora a solas con sir Nicholas.

—Y la siguiente vez que se encontraron fue siete u ocho semanas más tarde, cuando fue a Escocia justo después de ser puesto en libertad.

—Exacto.

—¿Tuvo motivos para creer que la persona que fue a verle en esa ocasión no era sir Nicholas Moncrieff?

—No, señor. Únicamente le había visto una hora durante los últimos doce años, y el hombre que entró en mi despacho no solo se parecía a sir Nicholas, sino que llevaba la misma ropa que en la ocasión anterior en que nos habíamos reunido. También se hallaba en posesión de toda la correspondencia intercambiada entre ambos a lo largo de los años. Asimismo, llevaba un anillo de oro con el escudo de armas de la familia, así como la cadena de plata con la llave que su abuelo me había enseñado años atrás.

—Por lo tanto, ¿era sir Nicholas Moncrieff, en todos los sentidos?

—A simple vista sí, señor.

En retrospectiva, ¿sospechó alguna vez que el hombre que usted creía que era sir Nicholas Moncrieff fuera un impostor?

—No. En todos los asuntos se comportaba con cortesía y encanto, virtudes poco usuales en un hombre joven. Lo cierto era que me recordaba más a su abuelo que a cualquier otro miembro de su familia.

—¿Cómo llegó a descubrir que su cliente no era sir Nicholas Moncrieff, sino Danny Cartwright?

—Después de que fuera detenido y acusado de los delitos que constituyen el objeto de este juicio.

—¿Puede confirmar para que conste en acta, señor Munro, que desde aquel día la responsabilidad del patrimonio de los Moncrieff ha vuelto a recaer sobre usted?

—Exacto, señor Redmayne. No obstante, debo confesar que no me he ocupado de los asuntos cotidianos con la desenvoltura de que hacía gala Danny Cartwright.

—¿Sería correcto decir que el patrimonio se encuentra en una situación económica más sólida que hace unos años?

—Sin la menor duda. Sin embargo, el patrimonio no ha mantenido el mismo crecimiento desde que el señor Cartwright fue enviado a la cárcel.

—Espero que no esté insinuando, señor Munro —interrumpió el juez—, que eso disminuye la gravedad de las acusaciones.

—No, señoría —dijo Munro—, pero con el transcurso de los años he descubierto que pocas cosas son blanco o negro; por el contrario, existen diferentes matices del gris. La mejor forma de resumirlo, señoría, es decir que tuve el honor de servir a sir Nicholas Moncrieff, y ha sido un privilegio trabajar con el señor Cartwright. Ambos son robles, aunque plantados en bosques diferentes. Claro que, señoría, todos padecemos de manera distinta ser prisioneros de nuestra cuna.

Sir Matthew abrió los ojos y miró al hombre que había deseado conocer desde hacía tantos años.

—El jurado no dejará de observar, señor Munro —continuó Alex—, el respeto y admiración que siente usted por el señor Cartwright. Pero sin olvidar eso, tal vez les cueste comprender cómo es posible que el mismo hombre se implicara en un engaño tan inicuo.

—He reflexionado sobre la cuestión día y noche durante los últimos seis meses, y he llegado a la conclusión de que su único propósito debía de ser luchar contra una injusticia mucho mayor, que le había…

—Señor Munro —interrumpió con severidad el juez—, como bien sabe, este no es el momento ni el lugar de expresar opiniones personales.

—Le agradezco su consejo, señoría —dijo Munro, mientras se volvía hacia el juez—, pero he jurado decir toda la verdad, y supongo que usted no desea que haga lo contrario.

—No, señor —replicó el juez—, pero repito, este no es el lugar apropiado para expresar sus opiniones.

—Señoría, si un hombre no puede expresar con sinceridad sus opiniones ante el Tribunal Penal Central, tal vez pueda usted decirme en qué otro lugar gozará de libertad para afirmar lo que él considera la verdad.

Una salva de aplausos estalló entre el público.

—Creo que ha llegado el momento de continuar, señor Redmayne —dijo el juez Hackett.

—No tengo más preguntas para este testigo, señoría —dijo Alex. El juez pareció aliviado. Cuando Alex volvió a sentarse, sir Matthew se inclinó hacia delante y susurró:

—La verdad es que siento un poco de lástima por el pobre Arnold. Debe de estar dividido entre atacar a este gigante, con el peligro de acabar humillado, o evitarle por completo y dar al jurado una impresión con la que divertirán a sus nietos.

El señor Munro ni se inmutó cuando miró con determinación a Pearson, que estaba conversando con su ayudante. Los dos parecían igualmente perplejos.

—No deseo meterle prisa, señor Pearson —dijo el juez—, pero ¿tiene la intención de interrogar al testigo?

Pearson se levantó de su asiento con más parsimonia de la habitual, y no se tiró de la toga ni se tocó la peluca. Miró la lista de preguntas que había preparado durante el fin de semana y cambió de opinión.

—Sí, señoría, pero no retendré mucho tiempo al testigo.

—Lo suficiente, espero —murmuró sir Matthew.

Pearson hizo caso omiso del comentario.

—Me cuesta comprender, señor Munro, que un hombre tan astuto y avezado en asuntos jurídicos no sospechara ni por un momento que su cliente era un impostor.

Munro tamborileó con los dedos sobre el lado del estrado de los testigos y dilató la espera lo máximo posible.

—Es fácil de explicar, señor Pearson —dijo por fin—. Danny Cartwright fue en todo momento convincente, si bien debo confesar que solo bajó la guardia un momento durante nuestra relación de dos años.

—¿Y cuándo fue eso? —preguntó Pearson.

—Cuando estábamos hablando de la colección de sellos de su abuelo y tuve que recordarle que había asistido a la inauguración de la exposición de la colección en el Smithsonian. Me quedé sorprendido cuando no pareció recordar la ocasión; lo consideré intrigante, pues fue el único miembro de la familia Moncrieff que recibió una invitación.

—¿Le interrogó acerca de ello? —preguntó Pearson.

—No —dijo Munro—. No lo consideré pertinente en aquel momento.

—Pero si sospechó, siquiera un momento, que este hombre no era sir Nicholas —dijo Pearson, señalando con el dedo a Danny, pero sin mirar en su dirección—, ¿no era su responsabilidad investigar?

—En aquel momento no lo creí así.

—Pero este hombre estaba perpetrando una gigantesca estafa contra la familia Moncrieff, de la que usted era cómplice.

—Yo no lo veía así —replicó Munro.

—Pero como custodio del patrimonio Moncrieff, su deber era desenmascarar a Cartwright.

—No, no consideraba que ese fuera mi deber —dijo Munro con calma.

—¿No le alarmó, señor Munro, que este hombre estableciera su residencia en la casa de Londres de los Moncrieff, cuando no tenía derecho a hacerlo?

—No, no me alarmó —contestó Munro.

—¿No le horrorizó el hecho de que un extraño se hiciera con el control de la fortuna de los Moncrieff, que usted había custodiado con tanto celo en nombre de la familia durante tantos años?

—No, señor, no me horrorizó.

—Pero más tarde, cuando su cliente fue detenido acusado de robo y estafa, ¿no pensó que usted había sido negligente en el cumplimiento de su deber? —insistió Pearson.

—No le he pedido su opinión sobre si he sido o no negligente en el cumplimiento de mi deber, señor Pearson.

Sir Matthew abrió un ojo. El juez siguió con la cabeza gacha.

—Pero este hombre había robado la vajilla de plata de la familia, por citar a otro escocés, y usted no hizo nada por impedirlo —dijo Pearson, y su voz se fue alzando a cada palabra que pronunciaba.

—No, señor, no había robado la vajilla de plata de la familia, y estoy seguro de que Harold Macmillan habría estado de acuerdo conmigo en esta ocasión. Lo único que había robado Danny Cartwright, señor Pearson, era el apellido familiar.

—Sin duda podrá explicar al tribunal el dilema moral en el que me encuentro con su hipótesis —dijo el juez, que ya se había recuperado de la anterior andanada del señor Munro. El señor Munro se volvió hacia el juez, consciente de que tenía toda la atención de la sala, incluida la del policía de la puerta.

—Su señoría no debe preocuparse por cuestiones morales, porque a mí solo me interesaban los pormenores legales del caso.

—¿Los pormenores legales? —preguntó el juez Hackett con cautela.

—Sí, señoría. El señor Danny Cartwright era el único heredero de la fortuna Moncrieff, de modo que yo era incapaz de descifrar qué ley, si la había, estaba quebrantando.

El juez se reclinó en su silla, satisfecho de que Pearson fuera el único que se hundía cada vez más en la ciénaga de Munro.

—¿Puede explicar al tribunal, señor Munro, qué quiere decir con eso? —preguntó Pearson en un susurro.

—En realidad es muy sencillo, señor Pearson. El finado sir Nicholas Moncrieff otorgó testamento en el que lo legaba todo a Daniel Cartwright, de Bacon Road, 26, Londres E3, con la única excepción de una pensión anual de diez mil libras, que legaba a su antiguo chófer, Albert Crann.

Sir Matthew abrió el otro ojo, sin saber si debía enfocarlo en Munro o en Pearson.

—¿Y dicho documento fue debidamente formalizado, con testigos presenciales? —preguntó Pearson, que buscaba con desesperación una vía de escape.

—Fue firmado por sir Nicholas en mi despacho la tarde del funeral de su padre. Consciente de la gravedad de la situación y de mi responsabilidad como albacea del patrimonio familiar, como usted ha insistido tanto en señalar, señor Pearson, pedí a los funcionarios de prisiones Ray Pascoe y Alan Jenkins que fueran testigos de la firma de sir Nicholas en presencia de otro socio de la firma. —Munro se volvió hacia el juez—. Me hallo en posesión del documento original, señoría, si desea usted examinarlo.

—No, gracias, señor Munro. Acepto su palabra sin ambages —contestó el juez. Pearson se derrumbó en el banco, olvidando decir «No hay más preguntas, señoría».

—¿Desea volver a interrogar a este testigo, señor Redmayne? —preguntó el juez.

—Solo una pregunta, señoría —respondió Alex—. Señor Munro, ¿sir Nicholas Moncrieff dejó algo a su tío, Hugo Moncrieff?

—No —dijo Munro—. Ni un penique.

—No tengo más preguntas, señoría.

Una oleada de susurros recorrió la sala cuando Munro salió del estrado de los testigos, se acercó al banquillo de los acusados y estrechó la mano del acusado.

—Señoría, me pregunto si podría consultarle una cuestión de derecho —dijo Alex, después de que Munro abandonara la sala.

—Por supuesto, señor Redmayne, pero antes tendré que hacer salir al jurado. Miembros del jurado, tal como acaban de escuchar, el abogado defensor ha solicitado comentar una cuestión de derecho conmigo. Puede que carezca de importancia para el caso, pero si la tiene les informaré cuando vuelvan.

Alex alzó la vista hacia la atestada zona del público cuando el jurado salió. Su mirada se posó en una atractiva mujer a la que había visto sentada en primera fila cada día desde que el juicio había empezado. Había querido preguntarle a Danny quién era.

Pocos momentos después, el ujier se acercó al juez.

—La sala ha sido despejada, señoría.

—Gracias, señor Hepple —dijo el juez—. ¿En qué puedo ayudarle, señor Redmayne?

—Señoría, teniendo en cuenta las pruebas aportadas por el admirable señor Munro, la defensa propone que habría que descartar los cargos tres, cuatro y cinco, es decir, la ocupación de la casa de The Boltons, beneficiarse de la venta de una colección de sellos y extender cheques de la cuenta de Coutts. Solicitamos que dichos cargos sean anulados, pues resulta difícil robar lo que ya se posee.

El juez tardó unos minutos en reflexionar.

—Muy razonable, señor Redmayne. ¿Qué opina usted, señor Pearson?

—Creo que debería señalar, señoría —dijo Pearson—, que si bien es posible que el acusado sea el beneficiario del testamento de sir Nicholas Moncrieff, nada indica que lo supiera en su momento.

—Señoría —replicó Alex de inmediato—, mi cliente conocía muy bien la existencia del testamento de sir Nicholas, y quiénes eran los beneficiarios.

—¿Cómo es eso posible, señor Redmayne? —preguntó el juez.

—Mientras estaba en la cárcel, señoría, como ya he indicado anteriormente, sir Nicholas llevaba un diario. Consignó los detalles de su testamento el día después de regresar a Belmarsh tras el funeral de su padre.

—Pero eso no demuestra que Cartwright conociera sus intenciones —señaló el juez.

—Estaría de acuerdo con usted, señoría, de no ser porque fue el propio acusado quien indicó el párrafo pertinente a mi ayudante.

Sir Matthew asintió.

—Si tal es el caso —argumentó Pearson, acudiendo al rescate del juez—, la Corona no se opone a que estos cargos sean retirados de la lista.

—Agradezco su intervención, señor Pearson —dijo el juez— y estoy de acuerdo en que parece la solución más apropiada. Informaré al jurado cuando regrese.

—Gracias, señoría —dijo Alex—. Agradezco al señor Pearson su colaboración.

—No obstante —continuó el juez—, estoy seguro de que no necesito recordarle, señor Redmayne, que el delito más grave, escapar de la cárcel mientras aún estaba condenado, continúa en la lista de cargos.

—Soy muy consciente de ello, señoría —dijo Alex. El juez asintió.

—En ese caso, pediré al ujier que traiga de vuelta al jurado, para poder informarle de esta novedad.

—Hay otra cuestión, señoría.

—¿Sí, señor Redmayne? —dijo el juez, y dejó la pluma sobre la mesa.

—Señoría, a tenor de la declaración de sir Hugo Moncrieff, hemos citado judicialmente al señor Spencer Craig para que comparezca ante usted como testigo. Ha solicitado la indulgencia de su señoría, puesto que en este momento está ocupado en un caso que se está juzgando en otra parte de este edificio, y no estará libre para comparecer ante su señoría hasta mañana por la mañana.

Varios miembros de la prensa salieron corriendo de la sala para telefonear a sus redacciones.

—¿Señor Pearson? —dijo el juez.

—No tenemos objeción, señoría.

—Gracias. Cuando regrese el jurado, después de haberles informado acerca de estos dos asuntos, les daré descanso hasta mañana.

—Como desee, señoría —dijo Alex—, pero antes de que lo haga, ¿puedo prevenirle acerca de una leve alteración en la sesión de mañana? El juez Hackett dejó su pluma por segunda vez y asintió.

—Señoría, sabrá que es tradición reconocida por el Colegio de Abogados inglés permitir que un ayudante interrogue a uno de los testigos de un caso, con el fin de ganar cierta experiencia y tener la oportunidad de progresar en su carrera.

—Creo que ya sé adónde quiere ir a parar, señor Redmayne.

—En ese caso, y con su permiso, señoría, sir Matthew Redmayne se encargará de la defensa cuando interroguemos al siguiente testigo, el señor Spencer Craig.

Los demás reporteros salieron en tromba hacia la puerta.