12

Alex llegó al Old Bailey momentos después de que el portero de noche hubiera abierto la puerta principal. Tras una larga consulta con Danny en las celdas del sótano, fue al vestidor y se puso la toga, antes de encaminarse hacia la sala número cuatro. Entró en la sala vacía, tomó asiento al final del banco y dejó tres expedientes con la inscripción «Cartwright» delante de él. Abrió el primero y empezó a repasar las siete preguntas que había escrito con letra clara la noche anterior. Echó un vistazo al reloj de pared. Eran las nueve y treinta y cinco minutos de la mañana.

A las diez menos diez, Arnold Pearson y su ayudante entraron y ocuparon sus asientos en el otro extremo del banco. No interrumpieron a Alex, porque parecía preocupado. Danny Cartwright fue el siguiente en aparecer, acompañado por dos policías. Se sentó en la silla de madera que había en el centro del banquillo y esperó a que llegara el juez. Cuando dieron las diez, la puerta del fondo de la sala se abrió y el juez Sackville entró en sus dominios. Todo el mundo se levantó e inclinó la cabeza. El juez devolvió el saludo y se sentó en la silla del centro.

—Que entre el jurado —dijo.

Mientras esperaba a que apareciera, se caló las gafas, abrió la cubierta de una libreta nueva y quitó el capuchón de la pluma. Escribió las palabras: «Interrogatorio de Daniel Cartwright a cargo del señor Redmayne».

En cuanto los miembros del jurado ocuparon sus puestos, el juez se dirigió al abogado defensor.

—¿Está preparado para llamar a su siguiente testigo, señor Redmayne? —preguntó.

Alex se levantó, se sirvió un vaso de agua y tomó un sorbo. Miró a Danny y sonrió. Después, echó un vistazo a las preguntas que tenía delante de él, antes de pasar la página; la siguiente estaba en blanco. Sonrió al juez.

—No tengo más testigos, señoría —dijo.

Una expresión de angustia cruzó el rostro de Pearson. Se volvió al instante hacia su ayudante, que delataba idéntica confusión. Alex saboreó el momento, mientras esperaba a que los murmullos se extinguieran. El juez sonrió a Redmayne, quien pensó por un momento que incluso le había guiñado un ojo.

—Señoría, con esto concluye el caso de la defensa —dijo, después de aprovechar hasta el último momento posible.

El juez Sackville miró a Pearson, que parecía un conejo asustado deslumbrado por los faros de un camión que se acercaba.

—Señor Pearson —dijo, como si no hubiera sucedido nada fuera de lo común—, puede iniciar sus conclusiones.

Pearson se levantó despacio.

—Me pregunto, señoría —tartamudeó—, teniendo en cuenta estas inusuales circunstancias, si me concedería un poco más de tiempo para preparar mis conclusiones. ¿Puedo proponer que aplacemos la vista hasta esta tarde, con el fin de…?

—No, señor Pearson —interrumpió el juez—, no aplazaré la vista. Nadie sabe mejor que usted que el acusado tiene derecho a no prestar declaración. El jurado y los funcionarios del tribunal ocupan sus puestos, y no necesito recordarle lo apretado que está el calendario judicial. Haga el favor de iniciar sus conclusiones.

El ayudante de Pearson extrajo un expediente del fondo de la pila y lo pasó a su jefe. Pearson lo abrió, consciente de que apenas le había echado un vistazo durante los últimos días.

Miró la primera página.

—Miembros del jurado… —empezó poco a poco.

Pronto resultó evidente que Pearson era un hombre que necesitaba ir bien preparado, y que improvisar no era su fuerte. Saltó de párrafo en párrafo mientras leía su escrito, hasta que incluso su ayudante empezó a parecer exasperado.

Alex estaba sentado en silencio al final del banco, su atención concentrada en el jurado. Hasta los que por lo general estaban atentos parecían aburridos. Uno o dos reprimieron un bostezo cuando sus ojos vidriosos parpadearon con evidente esfuerzo. Cuando el fiscal llegó a la última página, dos horas después, hasta Alex estaba dormitando.

Pearson se derrumbó por fin en el banco, y el juez Sackville propuso que tal vez había llegado el momento del descanso para comer. En cuanto el juez hubo abandonado el tribunal, Alex miró a Pearson, que apenas podía disimular su ira. Era muy consciente de que acababa de ofrecer una representación matinal de provincias a un público de noche de estreno en el West End.

Alex cogió uno de los gruesos expedientes y salió a toda prisa de la sala. Corrió por el pasillo y subió unos escalones de piedra hasta una pequeña habitación del segundo piso que había reservado aquella misma mañana. Dentro había solo una mesa y una silla, ni un solo grabado en la pared. Alex abrió el expediente y empezó a repasar sus conclusiones. Ensayó frases clave una y otra vez, hasta quedar convencido de que los puntos cruciales quedarían grabados en la mente de los miembros del jurado.

Como Alex había dedicado gran parte de la noche, así como las primeras horas de la madrugada, a construir y perfeccionar cada frase, se sentía bien preparado cuando regresó a la sala número cuatro, una hora y media después. Se sentó en su sitio solo segundos antes de que el juez reapareciera. En cuanto todo el mundo estuvo acomodado, el señor Sackville preguntó si estaba preparado para leer sus conclusiones.

—Sí, señoría —contestó Alex, y se sirvió otro vaso de agua. Abrió el expediente, alzó la vista y tomó un sorbo.

—Miembros del jurado —empezó—, han oído ya…

Alex no tardó tanto como el fiscal Pearson en exponer sus conclusiones, pero para él no era un ensayo general. No sabía cómo iban a influir los puntos más importantes de su argumentación en el jurado, pero al menos ninguno de ellos se estaba durmiendo, y algunos tomaban notas. Cuando Alex se sentó, hora y media después, pensó que podría contestar «sí» en el caso de que su padre le preguntara si había servido a su cliente con la máxima eficacia.

—Gracias, señor Redmayne —dijo el juez antes de volverse hacia el jurado—. Creo que ha sido suficiente por hoy —dijo.

Pearson consultó su reloj. Solo eran las tres y media. Había supuesto que el juez dedicaría al menos una hora a dirigirse al jurado antes de levantar la sesión, pero estaba claro que la emboscada matutina de Alex Redmayne también le había pillado por sorpresa.

El juez se levantó de su asiento, inclinó la cabeza y salió de la sala sin decir palabra. Alex se volvió para hablar con su contrincante, justo cuando un ujier entregaba a Pearson una hoja de papel. Después de que Pearson la leyera, se puso en pie de un salto y salió corriendo de la sala, seguido de su ayudante. Alex se volvió para sonreír al acusado, pero ya se habían llevado a Danny Cartwright por la escalera hasta las celdas del sótano. Alex se preguntó por qué puerta saldría su cliente al día siguiente. Pero tampoco tenía idea de por qué Pearson había salido de la sala con tanta prisa.