5
A la mañana siguiente, murmullos de expectación recorrían la sala del tribunal incluso antes de que Lawrence Davenport hiciera su entrada. Cuando el ujier le llamó a declarar, lo hizo en voz queda.
Lawrence Davenport entró en la sala al instante, y siguió al ujier hasta el estrado de los testigos. Mediría un metro ochenta de estatura, pero como era tan delgado parecía más alto. Vestía un traje a medida azul marino y una camisa color crema, que daba la impresión de haber sido estrenada aquella mañana. Había dedicado un tiempo considerable a decidir si debía llevar corbata, y al final había aceptado el consejo de Spencer, que opinaba que causaría mala impresión si aparecía en el tribunal vestido de manera informal.
»Tienen que pensar que eres médico, no actor, había dicho Spencer. Davenport había elegido una corbata a rayas que jamás había creído que utilizaría, a menos que estuviera delante de una cámara. Pero no fue su ropa lo que impulsó a las mujeres a volver la cabeza. Fueron sus penetrantes ojos azules, el espeso pelo rubio ondulado y la mirada de indefensión, que a tantas despertaba sus instintos maternales. Bien, a las mayores. Las jóvenes albergaban otras fantasías.
Lawrence Davenport había labrado su fama interpretando a un cirujano de cardiología en La receta. Todos los sábados por la noche, durante una hora, seducía a un público de más de nueve millones de espectadores. A sus admiradores no parecía importarles que dedicara más tiempo a flirtear con las enfermeras que a practicar complicados bypass.
Después de que Davenport subiera al estrado, el ujier le entregó una Biblia y levantó la tarjeta con la frase. Mientras Davenport prestaba juramento, convirtió la sala del tribunal número cuatro en su teatro particular. Alex Redmayne no dejó de observar que las cinco mujeres del jurado estaban sonriendo al testigo. Davenport les devolvió la sonrisa, como si estuviera saludando después de terminar la obra.
El señor Pearson se levantó despacio de su asiento. Su intención era prolongar lo máximo posible la comparecencia de Davenport, para que cautivara a su público de doce personas.
Alex Redmayne se reclinó en su asiento mientras esperaba a que se alzara el telón, y recordó otro consejo que su padre le había dado.
Danny se sentía más solo que nunca en el banquillo, mientras miraba al hombre que recordaba con tanta claridad haber visto en el bar aquella noche.
—¿Es usted Lawrence Andrew Davenport? —preguntó Pearson, y sonrió al testigo.
—Sí, señor.
Pearson se volvió hacia el juez.
—Me pregunto, señoría, si me permitiría evitar preguntar al señor Davenport la dirección de su domicilio. —Hizo una pausa—. Por motivos obvios.
—Ningún problema —contestó el juez Sackville—, pero necesitaré que el testigo confirme que ha residido en la misma dirección durante los últimos cinco años.
—Ese es el caso, señoría —dijo Davenport, al tiempo que devolvía su atención al director e inclinaba un poco la cabeza.
—¿Puede también confirmar que se encontraba en el Dunlop Arms la noche del 18 de septiembre de 1999? —preguntó Pearson.
—Sí —contestó Davenport—. Me reuní con unos amigos para celebrar que Gerald Payne cumplía treinta años. Fuimos juntos a Cambridge —añadió, en el tono lánguido que había empleado por última vez cuando fue de gira interpretando a Heathcliff[2].
—¿Vio al acusado aquella noche —preguntó Pearson, al tiempo que señalaba hacia el banquillo—, el hombre sentado al otro lado de la sala?
—No, señor. No me fijé en él en aquel momento —contestó Davenport, mirando al jurado como si fuera el público de una matinal.
—Más avanzada la noche, ¿su amigo Spencer Craig se levantó de un salto y salió corriendo por la puerta trasera del local?
—Sí.
—¿Fue después de que se oyera un grito de mujer?
—Exacto, señor.
Pearson vaciló, casi esperando que Redmayne se levantara y protestara por una pregunta tan capciosa, pero permaneció imperturbable. Pearson continuó, envalentonado.
—¿Y el señor Craig volvió al bar momentos después?
—Sí —contestó Davenport.
—¿Y les aconsejó a usted y a sus otros dos acompañantes que se fueran a casa? —preguntó Pearson, sin dejar de facilitar las respuestas al testigo, pero Alex Redmayne no movió ni un músculo.
—Exacto —dijo Davenport.
—¿El señor Craig les explicó por qué creía que debían abandonar el local?
—Sí. Nos dijo que había dos hombres peleando en el callejón, y que uno de ellos iba armado con un cuchillo.
—¿Cuál fue su reacción cuando el señor Craig dijo eso?
Davenport vaciló, sin saber muy bien cómo contestar a la pregunta, pues no la habían ensayado.
—¿Tal vez pensó que debía salir a ver si la joven corría peligro? —le animó Pearson desde bastidores.
—Sí, sí —contestó Davenport, quien estaba empezando a pensar que la función no le salía tan bien si no le daban la entrada.
—Pero pese a ello, ¿siguió el consejo del señor Craig y abandonó el local? —preguntó Pearson.
—Sí, sí, exacto —dijo Davenport—. Seguí el consejo de Spencer, porque es… —hizo una pausa para conseguir mayor efecto— versado en leyes. Creo que es la expresión correcta.
Conoce su papel a la perfección, pensó Alex, consciente de que Davenport se hallaba de nuevo a salvo en el guión preparado previamente.
—¿No entró en ningún momento en el callejón?
—No, señor, sobre todo después de que Spencer nos aconsejara que, bajo ninguna circunstancia, debíamos acercarnos al hombre del cuchillo. Alex no se movió.
—Así es —dijo Pearson, al tiempo que volvía la página de su expediente y veía una hoja de papel en blanco. Había llegado al final de sus preguntas mucho antes de lo que había sospechado. No entendía por qué su contrincante no había intentado interrumpirle cuando había guiado de forma tan descarada a su testigo. Cerró el expediente a regañadientes—. Continúe en el estrado de los testigos, señor Davenport —dijo—, pues estoy seguro de que mi distinguido colega deseará interrogarle.
Alex Redmayne ni siquiera miró en dirección a Lawrence Davenport, mientras el actor se pasaba la mano por el largo pelo rubio y sonreía al jurado.
—¿Desea interrogar a este testigo, señor Redmayne? —preguntó el juez, en un tono que evidenciaba su deseo de presenciar el enfrentamiento.
—No, gracias, señoría —contestó Redmayne, sin apenas levantarse del asiento. Pocos de los presentes fueron capaces de disimular su decepción.
Alex siguió impertérrito; recordaba el consejo de su padre de no interrogar jamás a un testigo que cae bien al jurado, sobre todo si este desea creer todo cuanto diga. Sácale del estrado de los testigos lo antes posible, con la esperanza de que, cuando el jurado se reúna a decidir el veredicto, el recuerdo de su actuación (y menuda interpretación había sido) se haya desvanecido.
—Puede abandonar el estrado de los testigos, señor Davenport —dijo el juez Sackville de mala gana.
Davenport bajó. Procedió con parsimonia, con la intención de atravesar la sala y salir de entre bastidores con la mayor elegancia posible. En cuanto se encontró en el atestado pasillo, se encaminó hacia la escalera que descendía a la planta baja, a un paso que no permitiría que algún admirador estupefacto se diera cuenta de que era en realidad el doctor Beresford y le pidiera un autógrafo.
Davenport se alegró de abandonar el edificio. No le había gustado la experiencia, y estaba contento de que hubiera concluido mucho antes de lo que había esperado; había sido más como una prueba que como una representación. No se había relajado ni un momento, y se preguntó si se habrían dado cuenta de que no había pegado ojo en toda la noche. Mientras Davenport bajaba la escalinata hacia la calle, consultó su reloj. Era temprano para su cita de las doce con Spencer Craig. Dobló a la derecha y empezó a caminar en dirección a Inner Temple, convencido de que Spencer se alegraría de saber que Redmayne no se había molestado en interrogarle. Había temido que el joven letrado le preguntara acerca de sus preferencias sexuales, las cuales, de haber dicho la verdad, habrían ocupado todos los titulares de los tabloides del día siguiente… si hubiera dicho toda la verdad, por supuesto.