37

Danny estaba tumbado despierto en la litera de abajo, pensando en todo lo que había sucedido desde la muerte de Nick. No podía dormir, pese a que Big Al no estaba roncando. Sabía que su última noche en Belmarsh sería tan larga como la primera: otra noche que no olvidaría jamás.

Durante las últimas veinticuatro horas, varios guardias y reclusos se habían dejado caer para despedirse y desearle buena suerte, lo cual confirmaba la popularidad y respeto de que gozaba Nick.

La razón de que Big Al no estuviera roncando era que la mañana anterior había sido trasladado desde Belmarsh a la prisión de Wayland, en Norfolk, mientras Danny repasaba las asignaturas en las que Nick se había matriculado. Danny aún tenía que presentarse al examen de matemáticas, pero se sentía decepcionado por no haberse presentado al de inglés, pues Nick no cursaba esa materia. Cuando Danny regresó a su celda aquella tarde, no había ni rastro de Big Al. Era como si jamás hubiera existido. Danny ni siquiera había podido decirle adiós.

A estas alturas, Big Al ya habría deducido por qué Danny había ido a ver al alcaide, y estaría echando pestes. Pero Danny sabía que se calmaría en cuanto se instalara en su prisión de categoría C, con una televisión en cada celda, comida casi comestible, la posibilidad de ejercitarse en un gimnasio que no estaba abarrotado y, lo más importante de todo, tener permiso para pasar fuera de la celda catorce horas al día. Leach también había desaparecido, pero nadie sabía dónde, y pocos se preocuparon de preguntarlo.

Durante las últimas semanas, Danny había empezado a foijar un plan en su mente, pero había quedado confinado ahí, porque no podía correr el riesgo de confiar nada al papel. Si le descubrían, le condenarían a otros veinte años en el infierno. Finalmente se durmió.

Despertó. Su primer pensamiento fue para Bernie, a quien Craig y sus mal llamados Mosqueteros le habían robado la vida. El segundo fue para Nick, que había hecho posible que le concedieran una segunda oportunidad. Sus últimos pensamientos fueron para Beth, y recordó de nuevo que su decisión le impediría verla nunca más.

Empezó a pensar en el mañana. Una vez se hubiera entrevistado con Fraser Munro e intentado solucionar los problemas inmediatos de Nick en Escocia, regresaría a Londres y llevaría a la práctica los planes en los que había estado trabajando durante las últimas seis semanas. Era realista respecto a las posibilidades de limpiar su nombre, pero eso no le impediría buscar justicia de un tipo diferente, lo que la Biblia llamaba justo castigo, y lo que Edmundo Dantés describía, con menos sutileza, como venganza. Lo que fuera. Durmió.

Despertó. Acecharía a su presa como un animal, les observaría desde lejos mientras vivían confiados en su hábitat natural: Spencer Craig en los tribunales, Gerald Payne en su despacho de Mayfair y Lawrence Davenport en el escenario. Toby Mortimer, el último de los cuatro Mosqueteros, había sufrido una muerte todavía más espantosa de la que podría haber imaginado. Pero antes, Danny debía viajar a Escocia, reunirse con Fraser Munro y descubrir si superaba la prueba de iniciación. Si caía a las primeras de cambio, regresaría a Belmarsh a finales de semana. Durmió.

Despertó. El sol del amanecer dibujaba tenues cuadrados de luz sobre el suelo de la celda, pero estos no desmentían que estuviera en la cárcel, porque los barrotes se reflejaban con claridad en las frías piedras grises. Una alondra intentó elevar un alegre cántico para recibir al alba, pero enseguida se alejó volando.

Danny apartó la sábana de nailon verde y posó los pies desnudos en el suelo. Se dirigió al diminuto lavabo de acero, lo llenó de agua tibia y se afeitó con cuidado. Después, con la ayuda de una pastilla de jabón, se lavó preguntándose cuánto tardaría en eliminar el olor a cárcel de los poros de su piel.

Se estudió en el pequeño espejo de acero que había encima del lavabo. Los fragmentos que vio parecían limpios. Se puso por última vez su indumentaria de la cárcel: calzoncillos, camisa a rayas azules y blancas, vaqueros, calcetines grises y las zapatillas deportivas de Nick. Se sentó en el extremo de la cama y esperó a que apareciera Pascoe, con las llaves tintineando y su saludo habitual de las mañanas: «Arriba, muchacho. Es hora de ir a trabajar». Pero hoy no llegaba. Esperó.

Cuando la llave giró por fin en la cerradura y la puerta se abrió, Pascoe apareció con una amplia sonrisa en la cara.

—Buenos días, Moncrieff —saludó—. Espabila y sigúeme. Es hora de que recojas tus efectos personales en el almacén, te marches y nos dejes a todos en paz. Mientras recorrían el pasillo a paso de prisión, Pascoe aventuró:

—El tiempo está cambiando. Disfrutarás de un magnífico día. Lo dijo como si Danny fuera de excursión a la playa.

—¿Cómo puedo ir desde aquí a King’s Cross? —preguntó Danny. Era algo que Nick no habría sabido.

—Toma el tren en la estación de Plumstead hasta Cannon Street, y después el metro hasta King’s Cross —contestó Pascoe cuando llegaron al almacén. Llamó a las puertas dobles, y un momento después las abrió el encargado del almacén.

—Buenos días, Moncrieff —dijo Webster—. Habrás estado esperando este día con impaciencia durante los últimos cuatro años. —Danny no hizo comentarios—. Lo tengo todo preparado —continuó Webster, al tiempo que sacaba dos bolsas de plástico llenas del estante de detrás y las dejaba sobre el mostrador. Luego, desapareció en la trastienda y regresó un momento después con una maleta de piel grande cubierta de polvo, con las iniciales N. A. M. en negro—. Bonito modelo —dijo—. ¿Qué significa la A?

Danny no recordaba si era Angus, por el padre de Nick, o Alexander, por su abuelo.

—Date prisa, Moncrieff —le apremió Pascoe—. No puedo pasarme todo el día de cháchara.

Danny intentó levantar las dos bolsas de plástico con una mano y la maleta de piel con la otra, pero descubrió que tenía que detenerse y cambiar de manos cada pocos pasos.

—Me gustaría ayudarte, Moncrieff —susurró Pascoe—, pero si lo hiciera, sentaría un mal precedente. Por fin, llegaron ante la celda de Danny. Pascoe abrió la puerta.

—Volveré a buscarte dentro de una hora. Tengo que llevar a algunos de los chicos al Old Bailey, antes de soltarte. La puerta se cerró en las narices de Danny por última vez.

Danny se lo tomó con calma. Abrió la maleta y la dejó sobre la cama de Big Al. Se preguntó quién dormiría en su catre aquella noche. Alguien que llegaría al Old Bailey entrada la mañana, con la esperanza de que el jurado le declarara no culpable. Vació el contenido de las bolsas de plástico sobre la cama y se sintió como un ladrón que inspeccionara su botín: dos trajes, tres camisas, lo que el diario describía como pantalones de sarga, junto con dos pares de zapatos de cuero gruesos, unos negros y otros marrones. Danny eligió el traje negro que había utilizado en su funeral, una camisa color crema, una corbata a rayas y un par de elegantes zapatos negros, que ni siquiera después de cuatro años necesitaban ser limpiados.

Danny Cartwright se paró ante el espejo y miró a sir Nicholas Moncrieff, oficial y caballero. Se sentía un impostor.

Dobló su ropa de la cárcel y la dejó en el extremo de la cama de Nick. Aún la consideraba la cama de Nick. Después, guardó el resto de sus cosas en la maleta, antes de recuperar el diario de Nick de debajo de la cama, junto con un paquete de correspondencia con la inscripción Fraser Munro, veintiocho cartas que Danny se sabía casi de memoria. Una vez terminó de hacer el equipaje, solo quedaron unos cuantos efectos personales de Nick, que Danny había dejado sobre la mesa, y la foto de Beth pegada con celo a la pared. Quitó con cuidado el celo antes de guardar la foto en un bolsillo lateral de la maleta, que después cerró y dejó junto a la puerta de la celda.

Danny se sentó a la mesa y contempló los efectos personales de su amigo. Se puso el elegante Longines de Nick, con la inscripción 7/11/91 grabada en la parte posterior (un regalo de su abuelo cuando había cumplido veintiún años), y después el anillo de oro con el escudo de armas de la familia Moncrieff. Contempló el billetero de piel negra, y se sintió todavía más como un ladrón. Dentro encontró setenta libras y un talonario de Coutts con una dirección del Strand impresa en una esquina. Guardó la cartera en un bolsillo interior, volvió la silla de plástico de cara a la puerta, se sentó y esperó a que Pascoe volviera. Estaba preparado para escapar. Mientras esperaba, recordó una de las citas incorrectas favoritas de Nick: «En la cárcel, el tiempo y la marea esperan a todos los hombres[7]».

Introdujo la mano debajo de la camisa y tocó la pequeña llave que colgaba de la cadena del cuello. No estaba más cerca de descubrir lo que abría: de momento, abría la puerta de la cárcel. Había buscado alguna pista en los diarios, en las algo más de mil páginas, pero no había descubierto nada. Si Nick lo sabía, se había llevado el secreto a la tumba.

Una llave muy diferente giró en la cerradura de la puerta. Apareció Pascoe, solo. Danny casi esperaba que dijera: «No cuela, Cartwright, pero tampoco esperabas de verdad salirte con la tuya, ¿no?».

—Es hora de marcharse, Moncrieff —se limitó a decir—. Date prisa.

Danny se levantó, cogió la maleta de Nick y salió al corredor. No se volvió para mirar la estancia que había sido su hogar durante los últimos dos años. Siguió a Pascoe escaleras abajo. Cuando abandonó el bloque, fue saludado con los aplausos y vítores tanto de aquellos que pronto quedarían en libertad, como de los que nunca volverían a ver la luz del día.

Continuaron por el pasillo azul. Había olvidado cuántas puertas dobles había entre el bloque B y recepción, donde Jenkins estaba sentado a su mesa, esperándole.

—Buenos días, Moncrieff —anunció en tono risueño. Utilizaba un tono de voz para los que entraban y otro muy diferente para los que se iban. Consultó el libro mayor que tenía delante—. Veo que durante los últimos cuatro años has ahorrado doscientas once libras, y como también tienes derecho a cuarenta y cinco libras por haber sido puesto en libertad, la suma total es de doscientas cincuenta y seis libras. —Contó el dinero lenta y meticulosamente antes de entregarlo a Danny—. Firma aquí —dijo. Danny garabateó la firma de Nick por segunda vez aquella mañana, antes de guardarse el dinero en el billetero—. Tienes derecho a un pase de ferrocarril a cualquier parte del país que tú decidas. Solo de ida, por supuesto, porque no queremos volver a verte por aquí.

Humor carcelario.

Jenkins le entregó un pase para Dunbroath, Escocia, pero no antes de que Danny firmara otro documento. No era sorprendente que su letra se pareciera a la de Nick. Al fin y al cabo, había sido Nick quien le había enseñado a escribir correctamente.

—El señor Pascoe te acompañará hasta la puerta —dijo Jenkins en cuanto comprobó la firma—. Te diré adiós, porque tengo la sensación de que nunca volveremos a vernos, cosa que, por desgracia, no puedo decir muy a menudo.

Danny estrechó su mano, cogió la maleta y siguió a Pascoe. Salieron de recepción, bajaron una escalera y entraron en el patio.

Atravesaron con parsimonia un cuadrado de hormigón deprimente que hacía las veces de aparcamiento de furgonetas de la cárcel y vehículos particulares que entraban y salían legalmente cada día. En la caseta de vigilancia estaba sentado un guardia que Danny no había visto nunca.

—¿Nombre? —preguntó, sin levantar la vista de la lista de presos liberados sujeta a la tablilla.

—Moncrieff —contestó Danny.

—¿Número?

—CK4802 —dijo Danny sin pensar.

El guardia pasó un dedo por la lista lentamente. Una expresión de perplejidad apareció en su rostro.

—CK1079 —susurró Pascoe.

—CK1079 —repitió Danny tembloroso.

—Aquí está —anunció el guardia, y su dedo se detuvo en Moncrieff—. Firma aquí.

La mano de Danny temblaba cuando garabateó la firma de Nick en la pequeña casilla rectangular. El guardia comparó el nombre con el número de recluso y la fotografía, y después miró a Danny. Vaciló un momento.

—No perdamos el tiempo, Moncrieff —dijo Pascoe con firmeza—. Algunos tenemos que trabajar todo el día, ¿verdad, señor Tomkins?

—Sí, señor Pascoe —contestó el guardia de la puerta, y se apresuró a pulsar el botón rojo que había debajo de su mesa. La primera de las enormes puertas eléctricas empezó a abrirse poco a poco.

Danny salió de la caseta, sin saber todavía qué dirección debía tomar. Pascoe no dijo nada. En cuanto la primera puerta quedó encajada en el hueco de la pared, Pascoe habló por fin.

—Buena suerte, muchacho. La vas a necesitar. Danny le estrechó la mano de todo corazón.

—Gracias, señor Pascoe —dijo—. Por todo.

Danny cogió la maleta de Nick y se adentró en el vacío que separaba dos mundos diferentes. La primera puerta se cerró a su espalda, y un momento después la segunda empezó a abrirse.

Danny Cartwright salió de la cárcel como hombre libre. Era el primer recluso que escapaba de la prisión de Belmarsh.