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Lo siento, jefe, pero ¿no habías dicho que no nos iríamos antes de medianoche? —dijo Big Al, mientras terminaba una hamburguesa.

—He cambiado de opinión.

—Pensaba que eso era prerrogativa de las mujeres.

—Así ha sido —dijo Danny.

Cuando llegaron a la M11 un cuarto de hora después, Danny ya se había dormido. No despertó hasta que el coche se detuvo en un semáforo de Mile End Road. Si Danny hubiera despertado unos momentos antes, habría pedido a Big Al que tomara una dirección diferente.

El semáforo cambió, y después pasaron una sucesión de semáforos en verde, como si alguien más supiera que Danny no debería estar allí. Se reclinó en el asiento y cerró los ojos, aunque sabía que no podría dejar de echar un vistazo fugaz a unos cuantos lugares conocidos: la escuela Clement Attlee, la iglesia de St. Mary y, por supuesto, el taller de Wilson.

Abrió los ojos y se arrepintió al instante.

—No es posible —dijo—. Detente, Al.

Big Al obedeció y se volvió para ver si su jefe estaba bien. Danny contemplaba la calle con incredulidad, Big Al intentó adivinar qué estaba mirando, pero no veía nada extraño.

—Espera aquí —dijo Danny, al tiempo que abría la puerta—. Solo tardaré un par de minutos.

Danny cruzó la calle, se paró y miró un cartel pegado a la pared. Sacó un bolígrafo y un pedazo de papel de un bolsillo interior y apuntó el número que había debajo de las palabras se vende. Cuando vio que algunos parroquianos salían de un pub cercano, cruzó de nuevo la calle y se reunió con Big Al delante del coche.

—Larguémonos de aquí —dijo sin más explicaciones.

Danny pensó en pedirle a Big Al que le llevara al East End el sábado por la mañana para echar otro vistazo, pero sabía que no podía correr el riesgo de que alguien le reconociera.

Un plan empezó a formarse en su mente, y el domingo por la noche casi estaba completado. Habría que seguir todos los pasos al pie de la letra. Un error, y los tres deducirían qué estaba tramando. No obstante, los actores secundarios, los suplentes, tendrían que estar en sus puestos mucho antes de que a los tres actores principales se les diera entrada al escenario.

Cuando Danny despertó el lunes por la mañana y bajó a desayunar, dejó The Times sin abrir sobre la mesa de la cocina. Repasó en su mente lo que había que hacer, ya que no podía permitirse el lujo de plasmar por escrito sus intenciones. Si cuando Danny salió de la cocina Arnold Pearson le hubiera preguntado qué le había preparado Molly para desayunar, no habría podido contestar. Volvió a su estudio, cerró la puerta con llave y se sentó al escritorio. Descolgó el teléfono y marcó el número de la tarjeta.

—En algún momento del día tendré que mover una pequeña cantidad de dinero, y deprisa —dijo.

—Comprendido.

—También necesitaré que alguien me asesore sobre la transacción de un local.

—Se pondrán en contacto con usted más tarde.

Danny colgó el teléfono y consultó su reloj. Nadie estaría en el despacho antes de las nueve. Paseó por la habitación, repasando las preguntas que formularía, preguntas que no debían sonar preparadas. A las nueve y un minuto, sacó el pedazo de papel del bolsillo y marcó el número.

—Douglas Alien Spiro —respondió una voz pastosa.

—Tienen un cartel de «Se vende» en un local de Mile End Road —dijo Danny.

—Le pasaré con el señor Parker, que se encarga de los inmuebles de esa zona. Danny oyó un clic.

—Roger Parker al habla.

—Tienen un local en venta en Mile End Road —repitió Danny.

—Tenemos varios locales en esa zona, señor. ¿Puede ser más concreto?

—El taller Wilson.

—Ah, sí, un local de primera clase. Ha pertenecido a la misma familia durante más de cien años.

—¿Desde cuándo está en venta?

—No hace mucho, y bastantes personas se han interesado por él.

—¿Desde cuándo? —repitió Danny.

—Cinco, tal vez seis meses —admitió Parker.

Danny se maldijo cuando pensó en la angustia que habría padecido la familia de Beth, y él no había hecho nada por ayudarles. Deseaba hacer muchas preguntas, pero sabía que el señor Parker no podría contestarlas.

—¿Qué precio piden?

—Doscientas mil —dijo Parker—, más o menos, totalmente equipado. ¿Puede darme su nombre, señor?

Danny colgó el teléfono. Se levantó y se acercó a un estante que contenía tres carpetas con las inscripciones «Craig, Davenport y Payne». Tomó el expediente de Gerald Payne y buscó el teléfono del socio más joven de la historia de la inmobiliaria de Baker, Tremlett y Smythe, tal como el señor Arnold Pearson había sido tan amable de informarle. Pero Danny no pretendía hablar ese día con Payne. Payne tenía que acudir a él, desesperado por participar en el negocio. Se dedicaría al mensajero. Marcó el número.

—Baker, Tremlett y Smythe.

—Estoy pensando en comprar un local en Mile End Road.

Le pondré con el departamento que gestiona la zona este de Londres.

Oyó un clic al otro extremo de la línea. ¿Descubriría algún día quien descolgara el teléfono que había sido elegido al azar como mensajero, y que no deberían recaer las culpas en él cuando más tarde se produjera el terremoto?

—Gary Hall. ¿En qué puedo ayudarle?

—Señor Hall, soy sir Nicholas Moncrieff. Me estaba preguntando —despacio, muy despacio— si he dado con el hombre indicado.

—Dígame lo que necesita, señor, y veré si puedo ayudarle.

—Hay un local en venta en Mile End Road que me gustaría comprar, pero no quiero tratar directamente con el agente inmobiliario del vendedor.

—Comprendo, señor. Confíe en mi discreción.

Eso espero, pensó Danny.

—¿En qué número de Mile End Road se encuentra el local?

—Uno cuatro tres —contestó Danny—. Es un taller, el taller Wilson.

—¿Quiénes son los agentes inmobiliarios del vendedor?

—Douglas Alien Spiro.

—Hablaré con mi homólogo de allí y averiguaré todos los detalles —afirmó Hall—. Le llamaré más tarde.

—Más tarde estaré por su zona —dijo Danny—. Podríamos tomar un café juntos.

—Por supuesto, sir Nicholas. ¿Dónde quiere que nos encontremos?

A Danny solo se le ocurrió un lugar que él conociera cercano a las oficinas de Baker, Tremlett y Smythe.

—El Dorchester —dijo—. ¿Le va bien a las doce?

—Nos vemos allí a las doce, sir Nicholas.

Danny siguió sentado ante el escritorio. Puso tres marcas en la larga lista que tenía delante, pero aún necesitaba que varios actores más estuvieran en sus puestos antes de mediodía, si quería estar preparado para el señor Hall. El teléfono del escritorio empezó a sonar. Danny descolgó.

—Buenos días, sir Nicholas —dijo una voz—. Me ocupo del departamento de la propiedad inmobiliaria del banco en Londres.

Big Al condujo a Danny a Park Lane, y frenó ante la entrada del Dorchester a las once y media. Un portero bajó los escalones y abrió la puerta posterior del coche. Danny bajó.

—Soy sir Nicholas Moncrieff —anunció mientras subía los peldaños—. Estoy esperando a un invitado que se reunirá conmigo a eso de las doce, el señor Hall. ¿Podría decirle que estaré en el salón?

Sacó la cartera y entregó al portero un billete de diez libras.

—Por supuesto, señor —dijo el portero, y se quitó el sombrero de copa.

—¿Cómo se llama? —preguntó Danny.

—George.

—Gracias, George —dijo Danny, atravesó las puertas giratorias y entró en el hotel.

Se detuvo en el vestíbulo y se presentó al jefe de los conserjes. Tras una breve conversación con Walter, se desprendió de otro billete de diez libras.

Siguiendo el consejo de Walter, Danny se encaminó al salón y esperó a que el maître le atendiera. Esta vez, Danny sacó un billete de diez libras de la cartera antes de formular su solicitud.

—¿Quiere que le acomode en uno de los saloncitos privados, sir Nicholas? Me encargaré de que acompañen al señor Hall en cuanto llegue. ¿Le apetece algo mientras espera?

—Un ejemplar de The Times y un chocolate caliente —dijo Danny.

—Por supuesto, sir Nicholas.

—¿Cómo se llama usted? —preguntó Danny.

—Mario, señor.

George, Walter y Mario se habían convertido sin comerlo ni beberlo en miembros de su equipo, por un precio de treinta libras. Danny buscó la sección de negocios de The Times para ver cómo iban sus inversiones, mientras esperaba a que apareciera el ingenuo señor Hall. Cuando faltaban dos minutos para las doce, Mario apareció a su lado.

Sir Nicholas, su invitado ha llegado.

—Gracias, Mario —respondió Danny, como si fuera un cliente habitual.

—Es un placer conocerle, sir Nicholas —dijo Hall, mientras se sentaba frente a Danny.

—¿Qué le apetece tomar, señor Hall? —preguntó Danny.

—Solo cafe, gracias.

—Un café, y para mí lo de siempre, Mario, gracias.

—Por supuesto, sir Nicholas.

El joven que había llegado para reunirse con Danny iba vestido con un traje beige, camisa verde y corbata amarilla. A Gary Hall nunca le habrían ofrecido un empleo en la Banque de Coubertin. Abrió el maletín y sacó una carpeta.

—Creo que tengo toda la información que necesita, sir Nicholas —dijo Hall, al tiempo que abría la carpeta—. Mile End Road, número 143. Era un taller, propiedad de un tal señor George Wilson, fallecido recientemente.

Danny palideció al pensar en las consecuencias provocadas por la muerte de Bernie; un solo incidente había cambiado tantas vidas…

—¿Se encuentra bien, sir Nicholas? —preguntó Hall con expresión de auténtica preocupación.

—Sí, estoy bien —dijo Danny, ya recuperado—. ¿Estaba diciendo…? —añadió, mientras un camarero dejaba una taza de chocolate caliente delante de él.

—Después de que el señor Wilson se jubilara, llevó el negocio durante dos años un hombre llamado… —Hall consultó el expediente, aunque Danny habría podido decírselo—. Trevor Sutton. Pero durante ese tiempo el taller acumuló considerables deudas, de modo que la propietaria decidió acabar con las pérdidas y ponerlo en venta.

—¿La propietaria?

—Sí, el inmueble pertenece ahora a… —Consultó su expediente una vez más—. La señorita Elizabeth Wilson, hija del anterior propietario.

—¿Qué precio pide? —preguntó Danny.

—El local mide aproximadamente unos cuatrocientos cincuenta metros cuadrados, pero si pretende hacer una oferta, podría ir a confirmar las medidas exactas. —Cuatrocientos treinta y un metros cuadrados, habría podido informarle Danny—. Hay una casa de empeños a un lado y un almacén de alfombras turcas al otro.

—¿Qué precio pide? —repitió Danny.

—Oh, sí, lo siento. Doscientas mil, incluido todo el equipamiento, pero estoy convencido de que podría adquirirlo por ciento cincuenta mil. El local no ha despertado gran interés, y hay un taller que tiene mucho más éxito al otro lado de la calle.

—No puedo perder el tiempo con regateos —dijo Danny—, de modo que escuche con atención. Estoy dispuesto a pagar el precio que pide, y también quiero que tantee a los propietarios de la casa de empeños y del almacén de alfombras, pues tengo la intención de hacer una oferta por sus locales.

—Por supuesto, sir Nicholas —aceptó Hall, mientras tomaba nota de todas sus palabras. Vaciló un momento—. Necesitaré un depósito de veinte mil libras antes de proceder.

—Cuando regrese a la oficina, señor Hall, habré depositado doscientas mil libras en su cuenta de clientes. —Hall no parecía muy convencido, pero forzó una leve sonrisa—. En cuanto haya averiguado lo de las otras dos propiedades, llámeme.

—Sí, sir Nicholas.

—Una cosa debe quedar clara —dijo Danny—. La propietaria nunca tiene que saber con quién está tratando.

—Puede confiar en mi discreción, sir Nicholas.

—Eso espero —recalcó Danny—, porque descubrí que no podía confiar en la discreción de la última empresa con la que mantuve tratos, y así perdieron a un cliente.

—Comprendo —dijo Hall—. ¿Cómo me pongo en contacto con usted? —Danny sacó su cartera y le dio una taijeta recién salida de la imprenta—. Y por fin, sir Nicholas, ¿puedo preguntarle qué abogados le representarán en esta transacción?

Era la primera pregunta que Danny no había previsto. Sonrió.

—Munro, Munro y Carmichael. Solo debe tratar con el señor Fraser Munro, el socio mayoritario; es quien se encarga de todos mis asuntos personales.

—Por supuesto, sir Nicholas —dijo Hall. Se levantó en cuanto tomó nota del nombre—. Será mejor que vuelva cuanto antes a la oficina y hable con los agentes de la vendedora. Danny vio que Hall salía a toda prisa, sin haber tocado el café Estaba seguro de que dentro de una hora toda la oficina habría oído hablar del excéntrico sir Nicholas Moncrieff; el cual estaba claro que tenía más dinero que sentido común. Sin duda tomarían el pelo al joven Hall por haber perdido la mañana, hasta que descubrieran las doscientas mil libras en la cuenta de clientes.

Danny abrió el móvil y marcó el número.

—Sí —dijo una voz.

—Quiero que transfieran doscientas mil libras a la cuenta de clientes de Baker, Tremlett y Smythe de Londres.

—Comprendido.

Danny cerró el teléfono y pensó en Gary Hall. Muy pronto descubriría que la señora Isaacs deseaba desde hacía años que su marido vendiera la casa de empeños, y que el almacén de alfombras apenas cubría gastos, por lo que los señores Kamal anhelaban jubilarse y volver a Ankara, para poder pasar más tiempo con su hija y sus nietos.

Mario depositó la cuenta con discreción sobre la mesa. Danny dejó una generosa propina. Necesitaba que se acordaran de él. Cuando cruzó la recepción, se detuvo para dar las gracias al jefe de los conserjes.

—Ha sido un placer, sir Nicholas. Avíseme si puedo serle útil en el futuro.

—Gracias, Walter. Puede que así sea.

Danny atravesó las puertas giratorias y salió a la calle. George corrió hacia el coche que esperaba y abrió la puerta de atrás. Danny sacó otro billete de diez libras.

—Gracias, George.

George, Walter y Mario eran ahora miembros del reparto, aunque solo se había representado el primer acto.