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La secretaria del presidente acompañó a los señores Moncrieff hasta la sala de juntas.

—El presidente se reunirá con ustedes dentro de un momento —dijo—. ¿Les apetece un té o un café mientras esperan?

—No, gracias —dijo Margaret, mientras su marido empezaba a pasear por la sala.

La mujer se sentó en una de las dieciséis sillas Charles Rennie Mackintosh[12] dispuestas alrededor de la larga mesa de roble, con las que habría debido sentirse como en casa. Las paredes estaban pintadas de un azul claro Wedgwood[13], con retratos al óleo de cuerpo entero de antiguos presidentes, colgados en todos los espacios libres, lo cual transmitía una impresión de estabilidad y riqueza. Margaret no dijo nada hasta que la secretaria abandonó la sala y cerró la puerta.

—Cálmate, Hugo. Lo último que necesitamos es que el presidente crea que no estamos seguros de tu reclamación. Ven a sentarte.

—No pasa nada, cariño —dijo Hugo, mientras continuaba caminando arriba y abajo—, pero no olvides que nuestro futuro depende del resultado de este encuentro.

—Razón de más para que te comportes de manera serena y racional. Debes aparentar que has venido a reclamar lo que te corresponde por derecho —le advirtió Margaret. En ese momento la puerta del fondo de la sala se abrió.

Un caballero de edad avanzada entró en la estancia. Aunque iba encorvado y utilizaba un bastón de plata, imponía tanta autoridad que nadie habría dudado de que era el presidente.

—Buenos días, señor y señora Moncrieff —saludó, y estrechó la mano de ambos—. Me llamo Pierre de Coubertin, y es un placer conocerles —añadió. Su inglés no revelaba el menor acento. Se sentó a la cabecera de la mesa, debajo del retrato de un caballero anciano del cual, excepto por su poblado bigote gris, era la viva imagen—. ¿En qué puedo servirles?

—Es bastante sencillo, en realidad —respondió Hugo—. He venido a reclamar la herencia que me dejó mi padre. Ni un destello de reconocimiento pasó por la cara del presidente.

—¿Puedo preguntar cómo se llamaba su padre? —inquirió.

Sir Alexander Moncrieff.

—¿Por qué cree que su padre mantenía relaciones comerciales con mi banco?

—No era un secreto para la familia —afirmó Hugo—. Nos habló en diversas ocasiones, tanto a mi hermano Angus como a mí, de su larga relación con este banco, donde, entre otras cosas, se custodia su incomparable colección de sellos.

—¿Tiene pruebas que sustenten esta reclamación?

—No —dijo Hugo—. Mi padre creyó imprudente dejar por escrito estos asuntos, teniendo en cuenta las leyes fiscales de nuestro país, pero me aseguró que usted estaba enterado de sus deseos.

—Entiendo —dijo De Coubertin—. ¿Tal vez le proporcionó un número de cuenta?

—No —contestó Hugo, que empezaba a mostrar cierta impaciencia—. Pero el abogado de la familia me ha informado de mis derechos, y me ha asegurado que, como heredero único de mi padre tras la muerte de mi hermano, usted está obligado a entregarme lo que es legalmente mío.

Puede que así sea —admitió De Coubertin—, pero debo preguntarle si se halla en posesión de documentos que apoyen su reclamación.

—Sí —dijo Hugo, y dejó su maletín sobre la mesa. Lo abrió y extrajo el sobre que había comprado en Sotheby’s el día anterior. Lo empujó hacia el otro lado de la mesa—. Esto me lo legó mi padre.

De Coubertin dedicó un buen rato a estudiar el sobre dirigido a su abuelo.

—Fascinante —reconoció—, pero esto no demuestra que su padre tuviera una cuenta en este banco. Tal vez lo más prudente en este momento sea comprobar que tal era el caso. Les ruego que me disculpen un momento.

El anciano se levantó con parsimonia, inclinó la cabeza y salió de la sala sin añadir ni una palabra más.

—Sabe muy bien que tu padre hacía negocios con este banco —dijo Margaret—, pero por algún motivo está ganando tiempo.

—Buenos días, sir Nicholas —saludó Fraser Munro, al tiempo que se levantaba de la mesa—. Confío en que haya gozado de un agradable viaje.

—Habría sido más agradable de no ser dolorosamente consciente de que mi tío se encuentra en este momento en Ginebra, intentando robar mi herencia.

—Por mi experiencia con los banqueros suizos, no le quepa la menor duda de que no toman decisiones precipitadas —respondió Munro—. Llegaremos a Ginebra a tiempo. De momento, debemos afrontar problemas más urgentes que acaban de surgir.

—¿Se trata del asunto que no quiso comentar por teléfono? —preguntó Danny.

—Precisamente —dijo Munro—, y temo que no soy portador de buenas nuevas. Su tío afirma ahora que su abuelo hizo un segundo testamento, pocas semanas antes de su fallecimiento, en el cual le desheredaba a usted y dejaba todas sus posesiones a su padre.

—¿Tiene una copia de dicho testamento? —preguntó Danny.

—Sí —contestó Munro—, pero no me quedé satisfecho con el facsímil que me mandaron, de modo que viajé a Edimburgo para visitar al señor Desmond Galbraith en su bufete, y así poder inspeccionar el original.

—¿Y a qué conclusión llegó? —preguntó Danny.

—Lo primero que hice fue comparar la firma de su abuelo con la del primer testamento.

—¿Y? —dijo Danny, procurando disimular su angustia.

—No me dejó convencido, pero si se trata de una falsificación, es excelente —contestó Munro—. Tras una breve inspección, no encontré el menor defecto ni en el papel ni en la cinta, que daban la impresión de ser de la misma época del primer testamento.

—¿La situación puede empeorar todavía más?

—Me temo que sí —dijo Munro—. El señor Galbraith también habló de una carta enviada por su abuelo al padre de usted poco antes de morir.

—¿Le permitieron verla?

—Sí. Estaba mecanografiada, lo cual me sorprendió, porque su abuelo siempre escribía las cartas a mano. Desconfiaba de las máquinas. Describía la máquina de escribir como una invención moderna que supondría la muerte de la caligrafía.

—¿Qué decía la carta? —preguntó Danny.

—Que su abuelo había decidido desheredarle, y que por tanto había redactado un nuevo testamento, en el cual se lo dejaba todo a su padre. Muy inteligente.

—¿Inteligente?

—Sí. Si hubiera dividido las propiedades entre sus dos hijos habría parecido sospechoso, porque demasiada gente sabía que él y su tío no se hablaban desde hacía años…

—Pero entonces —reflexionó Danny—, tío Hugo se lo queda todo, porque mi padre le legó todas sus propiedades. Pero usted ha utilizado la palabra «inteligente». ¿Significa eso que duda de que mi abuelo escribiera esa carta?

—Desde luego —afirmó Munro—, y no solo porque estaba mecanografiada. Estaba escrita en dos hojas del papel personal de su abuelo, que reconocí de inmediato, pero por algún motivo inexplicable la primera hoja estaba mecanografiada, mientras que la segunda estaba escrita a mano, con las únicas palabras: «Estos son mis deseos y confío en ambos para que sean cumplidos al pie de la letra, tu padre que te quiere, Alexander Moncrieff». La primera página, la mecanografiada, detallaba esos deseos, mientras que la segunda no solo estaba escrita a mano, sino que era idéntica, hasta la última palabra, a una que iba adjunta al primer testamento. Menuda coincidencia.

—Pero eso no será prueba suficiente…

—Temo que no —dijo Munro—. Aunque tengamos todos los motivos para creer que la carta es una falsificación, los hechos son que está escrita en el papel personal de su abuelo, que la máquina de escribir es de la época correcta y que la letra de la segunda página es sin la menor duda de su abuelo. Dudo que haya un tribunal en todo el país que aceptara nuestra reclamación. Y para colmo —continuó Munro—, su tío presentó ayer contra nosotros una denuncia por violación de la propiedad ajena.

—¿Violación de la propiedad ajena? —preguntó Danny.

—No satisfecho con que el nuevo testamento le declare legítimo heredero, tanto de la finca de Escocia como de la casa de The Boltons, también exige que desaloje esta última en un plazo de treinta días, o recibirá un mandato judicial exigiendo un alquiler acorde con propiedades similares de la zona, con efecto retroactivo al día en el que usted procedió a ocuparla.

—De modo que lo he perdido todo —dijo Danny.

—No exactamente —le tranquilizó Munro—. Si bien admito que la situación parece un tanto delicada en el frente interior, en lo tocante a Ginebra usted todavía tiene la llave. Supongo que el banco se resistirá a entregar cualquier cosa que perteneciera a su abuelo a alguien incapaz de entregar esa llave. —Hizo una pausa—. Y de una cosa estoy seguro. Si su abuelo se hubiera encontrado en esta tesitura, no se habría achantado.

—Ni yo —afirmó Danny—, si contara con los recursos económicos necesarios para aplastar a Hugo. Pese a la venta del sobre de ayer, será cuestión de semanas que mi tío pueda añadir una demanda por bancarrota a la larga lista de acciones judiciales de las que ya nos estamos defendiendo.

El señor Munro sonrió por primera vez aquella mañana.

—Ya había previsto este problema, sir Nicholas, y ayer por la tarde mis socios y yo hablamos de lo que debíamos hacer con respecto a su situación actual. —Tosió—. Llegamos a la opinión unánime de que debíamos romper con una de nuestras costumbres más arraigadas, y no presentar más facturas hasta que el proceso haya culminado de manera satisfactoria.

—Pero si perdemos el caso en los tribunales, y permítame asegurarle, señor Munro, que tengo cierta experiencia en estos asuntos, acabaría en deuda perpetua con ustedes.

—Si fracasáramos —replicó Munro—, no se presentarían facturas, porque esta firma siempre estará en deuda con su abuelo.

El presidente regresó pocos minutos después, y volvió a sentarse ante sus supuestos clientes. Sonrió.

—Señor Moncrieff —empezó—, he podido confirmar que sir Alexander había efectuado algunos negocios por mediación de este banco. Ahora, tenemos que intentar confirmar su reclamación de que es el único heredero de sus bienes.

—Puedo aportar todos los documentos que necesite —dijo Hugo, muy seguro de sí mismo.

—En primer lugar, debo preguntarle si se encuentra en posesión de un pasaporte, señor Moncrieff.

—Sí —contestó Hugo, que abrió el maletín, extrajo su pasaporte y lo tendió al banquero.

De Coubertin fue a la última página y estudió la fotografía un momento, antes de devolver el pasaporte a Hugo.

—¿Tiene el certificado de defunción de su padre? —preguntó.

—Sí —afirmó Hugo, y sacó un segundo documento del maletín, que empujó sobre la mesa.

Esta vez, el presidente estudió el documento con algo más de detenimiento; finalmente asintió y se lo devolvió.

—¿Tiene también el certificado de defunción de su hermano? —Preguntó. Hugo se lo dio. Una vez más, De Coubertin estudió el documento con parsimonia antes de devolvérselo—. También necesitaré ver el testamento de su hermano, con el fin de confirmar que le legó el grueso de su patrimonio.

Hugo le entregó el testamento y puso otra marca en la larga lista que Galbraith le había preparado. De Coubertin guardó silencio un rato, mientras estudiaba el testamento de Angus Moncrieff.

—Parece que todo está en orden —dijo por fin—. Pero lo más importante de todo, ¿se encuentra en posesión del testamento de su padre?

—No solo me hallo en disposición de entregarle sus últimas voluntades —aseveró Hugo—, firmadas y fechadas seis semanas antes de su fallecimiento, sino que también estoy en posesión de una carta que escribió a mi hermano Angus y a mí, adjunta a ese testamento.

Hugo deslizó ambos documentos sobre la mesa, pero De Coubertin no hizo el menor intento para estudiarlos.

—Y por fin, señor Moncrieff, debo preguntarle si había una llave entre los bienes de su padre.

Hugo vaciló.

—Por supuesto que la había —intervino Margaret por primera vez—, pero por desgracia se ha extraviado, aunque la he visto muchas veces en el transcurso de los años. Es muy pequeña, de plata y, si no recuerdo mal, tiene un número grabado.

—¿Y por casualidad recuerda ese número, señora Moncrieff? —preguntó el presidente.

—Por desgracia no —admitió al fin Margaret.

—En tal caso, estoy seguro de que serán conscientes de la difícil situación del banco —dijo De Coubertin—. Como pueden imaginar, sin la llave nos encontramos en una posición incómoda. Sin embargo —añadió, antes de que Margaret pudiera interrumpirle—, pediré a uno de nuestros expertos que estudie el testamento, una práctica común en tales circunstancias, como sin duda sabrán. Si él considera que es auténtico, les entregaremos las posesiones que retenemos en nombre de sir Alexander.

—Pero ¿cuánto tiempo tardará? —preguntó Hugo, consciente de que Nick pronto deduciría dónde estaban, y qué estaban tramando.

—Un día, un día y medio a lo sumo —dijo el presidente.

—¿Cuándo debemos volver? —preguntó Margaret.

—Por precaución, digamos mañana a las tres de la tarde.

—Gracias —dijo Margaret—. Hasta mañana, entonces.

Mientras De Coubertin acompañaba a los señores Moncrieff hasta la puerta principal del banco se limitó a hablar del tiempo.

—Le he reservado un vuelo de British Airways en clase preferente a Barcelona —dijo Beth—. Saldrá de Heathrow el domingo por la noche, y se alojará en el hotel Arts. —Entregó a su jefe una carpeta que contenía todos los documentos necesarios para el viaje, incluso los nombres de varios restaurantes recomendados y una guía de la ciudad—. El congreso se inaugura a las nueve de la mañana con un discurso del presidente internacional, Dick Sherwood. Usted estará sentado en la tribuna junto con los demás siete VIP. La organización ha pedido que esté en su sitio a las nueve menos cuarto.

—¿La sede del congreso está muy lejos del hotel? —preguntó el señor Thomas.

—Al otro lado de la calle —dijo Beth—. ¿Necesita saber algo más?

—Solo una cosa —contestó Thomas—. ¿Le gustaría acompañarme en este viaje?

Beth se quedó sorprendida, algo que Thomas no lograba muy a menudo.

—Siempre he deseado ir a Barcelona —admitió.

—Bien, pues ahora tiene la oportunidad —dijo Thomas, y le dedicó una sonrisa afectuosa.

—Pero ¿tendría suficiente trabajo durante mi estancia? —preguntó Beth.

—Para empezar, podría encargarse de que esté sentado en mi sitio a tiempo el lunes por la mañana. —Beth no contestó—. Confiaba en que podría relajarse un poco, para variar —añadió Thomas—. Podríamos ir a la ópera, visitar la colección Thyssen, estudiar la etapa inicial de Picasso, ver el lugar de nacimiento de Miró, y me han dicho que la comida…

«¿No te das cuenta de que le gustas al señor Thomas?». Las palabras de Danny acudieron a su mente e hicieron que Beth sonriera.

—Es usted muy amable, señor Thomas, pero creo que lo más prudente será que me quede aquí y vigile que todo funcione como una seda durante su ausencia.

—Beth —dijo Thomas, al tiempo que se reclinaba en el asiento y se cruzaba de brazos—, es usted una mujer hermosa e inteligente. ¿No cree que a Danny le gustaría que se divirtiera de vez en cuando? Bien sabe Dios que se lo ha ganado a pulso.

—Es usted muy considerado, señor Thomas, pero aún no estoy preparada para pensar en…

—Lo comprendo —dijo Thomas—, por supuesto. En cualquier caso, me conformaré con esperar a que esté preparada. No sé qué tenía Danny, pero aún no he calculado el recargo que hay que pagar para asegurarse contra ello.

Beth rio.

—Es como la ópera, las galerías de arte y los mejores vinos reunidos en una sola cosa —contestó—, y ni siquiera entonces empezaría a conocer a Danny Cartwright.

—Bien, no es mi intención rendirme —dijo Thomas—. Es posible que pueda volver a tentarla el año que viene, cuando se celebre el congreso anual en Roma y me llegue el turno de ser presidente.

—Caravaggio —suspiró Beth.

—¿Caravaggio? —repitió Thomas, perplejo.

—Danny y yo queríamos pasar nuestra luna de miel en Saint Tropez, hasta que su compañero de celda, Nick Moncrieff, le inició en Caravaggio. De hecho, una de las últimas cosas que Danny me prometió antes de morir. —Beth nunca conseguía pronunciar la palabra «suicidarse»— fue que me llevaría a Roma, para conocer también al signor Caravaggio.

—No tengo ni la menor oportunidad, ¿verdad? —preguntó Thomas. Beth no contestó.

Danny y el señor Munro aterrizaron en el aeropuerto de Ginebra aquella noche. En cuanto pasaron la aduana, Danny fue a buscar un taxi. El breve trayecto hasta la ciudad acabó cuando el taxista frenó ante el hotel Les Armeurs, situado en la ciudad vieja, cerca de la catedral: su recomendación personal.

Munro había llamado a De Coubertin antes de salir de la oficina. El presidente del banco había accedido a recibirles a las diez de la mañana siguiente. Danny estaba empezando a pensar que el anciano se lo estaba pasando en grande.

Mientras cenaban, el señor Munro (Danny no pensó ni por un momento en llamarle Fraser) repasó con sir Nicholas la lista de documentos que, sin duda, necesitarían para su entrevista de la mañana.

—¿Nos hemos dejado algo? —preguntó Danny.

—Por supuesto que no —dijo Munro—, si se ha acordado de traer la llave, claro está.

Hugo descolgó el teléfono de la mesilla de noche.

—¿Si?

—Tomó el tren de la noche a Edimburgo, y después se desplazó a Dunbroath —dijo una voz.

—Con el fin de ver a Munro, sin duda.

—En su despacho a las diez de esta mañana.

—¿Después volvió a Londres?

—No, Munro y él salieron del despacho juntos, fueron en coche al aeropuerto y tomaron un vuelo de British Airways. Tendrían que haber aterrizado hace una hora.

—¿Iba usted en el mismo vuelo?

—No —dijo la voz.

—¿Por qué? —preguntó con brusquedad Hugo.

—No llevaba encima el pasaporte.

Hugo colgó el teléfono y miró a su esposa, que se había dormido. Decidió no despertarla.