7

No hay más preguntas, señoría —dijo Alex Redmayne.

El juez dio las gracias al oficial de policía Fuller, y le dijo que podía abandonar la sala.

No había sido un buen día para Alex. Lawrence Davenport había fascinado al jurado con su encanto y apostura. El oficial Fuller había transmitido la impresión de ser un agente honrado y concienzudo; informó con precisión de lo sucedido aquella noche, y dio la única interpretación que él creía ajustada a los hechos; cuando Alex insistió sobre su relación con Craig, se limitó a repetir la palabra «profesional». Más tarde, cuando Pearson le preguntó cuánto tiempo había transcurrido desde que Craig llamara al 999 y la entrada de Fuller en el bar, el oficial respondió que no estaba seguro, pero que podrían ser unos quince minutos.

En cuanto al camarero, Reg Jackson, repitió como un loro que solo estaba haciendo su trabajo y no había visto ni oído nada.

Redmayne se convenció de que, si iba a encontrar algún resquicio en la armadura de los cuatro mosqueteros, su única esperanza residía en Toby Mortimer. Redmayne estaba enterado de su adicción, si bien no tenía la intención de airearla ante el tribunal. Sabía que Mortimer solo pensaría en ello mientras le interrogara. Redmayne opinaba que Mortimer era el único testigo de la Corona que podía derrumbarse si se le sometía a presión, por eso estaba contento de que le hubieran hecho esperar en el pasillo todo el día.

—Creo que nos queda tiempo suficiente para un testigo más —dijo el juez Sackville después de consultar su reloj.

El señor Pearson no parecía muy entusiasmado ante la perspectiva de llamar al último testigo de la Corona. Después de leer el detallado informe policial, se había planteado la posibilidad de no llamar a Toby Mortimer, pero sabía que, en ese caso, Redmayne sospecharía, y podría solicitar una orden de comparecencia. Pearson se levantó lentamente del asiento.

—Llamo al señor Toby Mortimer —dijo.

El ujier salió al pasillo y gritó: «¡Toby Mortimer!». Se quedó sorprendido al ver que el hombre no estaba sentado en su sitio. Antes, parecía ansioso por entrar. El ujier inspeccionó todos los bancos, pero no halló ni rastro de él. Le llamó por segunda vez, con voz todavía más fuerte, pero no hubo respuesta.

Una joven embarazada sentada en la primera fila levantó la vista, dudando si estaría autorizada a dirigirse al ujier. Los ojos del hombre se posaron en ella.

—¿Ha visto al señor Mortimer, señora? —preguntó en tono más suave.

—Sí —contestó la joven—, hace un rato fue al lavabo, pero no ha vuelto.

—Gracias, señora. —El ujier volvió a entrar en la sala. Se encaminó a toda prisa hacia el juez asesor, quien escuchó atentamente antes de informar al juez.

—Le concederemos unos minutos más —dijo el juez Sackville.

Redmayne no dejaba de consultar su reloj, más angustiado a cada minuto que pasaba. Ir al lavabo no exigía mucho rato, a menos que… Pearson se inclinó hacia delante y sonrió.

—Tal vez deberíamos dejar este testigo para primera hora de mañana por la mañana —propuso.

—No, gracias —replicó Redmayne con firmeza—. Esperaré con mucho gusto.

Repasó las preguntas de nuevo, y subrayó palabras importantes para no tener que mirar la chuleta cada dos por tres. Levantó la vista en cuanto el ujier entró a toda prisa en la sala.

El ujier atravesó la sala y susurró algo al juez asesor, que transmitió la información al juez. Este asintió.

—Señor Pearson —dijo. El fiscal se puso en pie—. Por lo visto, su último testigo ha caído enfermo, y va camino del hospital. —No añadió que lo hacía con una aguja sobresaliendo de una vena de la pierna izquierda—. Por tanto, me propongo levantar la sesión por hoy. Me gustaría ver a ambos letrados en mi despacho de inmediato.

No era necesario que Alex Redmayne llegara al despacho del juez para saber que le habían birlado su mejor carta de la baraja. Mientras cerraba el expediente marcado como «Testigos de la Corona», aceptó que el destino de Danny Cartwright se hallaba desde aquel momento en manos de su prometida, Beth Wilson. Y ni siquiera estaba seguro de que ella dijera la verdad.