30

Algunos de los invitados iban por la tercera o cuarta copa de champán cuando Lawrence Davenport apareció en la escalera de la abarrotada sala de baile. No se movió de lo alto de la escalera hasta comprobar que casi todo el mundo había vuelto la vista en su dirección. Le saludó una salva de aplausos. Sonrió y movió una mano en señal de agradecimiento. Le pusieron una copa de champán en la mano, con las palabras: «Has estado magnífico, querido».

Cuando cayó el telón, el público del estreno aplaudió puesto en pie, pero eso no debió de sorprender a los aficionados al teatro, porque siempre sucede lo mismo. Al fin y al cabo, las ocho primeras filas suelen reservarse para amigos, familiares y agentes, y las seis siguientes a colegas y parásitos. Solo un crítico avezado no se levanta cuando cae el telón, a menos que sea para marcharse a toda prisa y entregar su artículo con el fin de que salga en la primera edición de la mañana.

Davenport paseó poco a poco la vista por la sala. Sus ojos se posaron en su hermana Sarah, que estaba hablando con Gibson Graham.

—¿Cómo crees que reaccionará la crítica? —preguntó Sarah al agente de Larry.

—Con desprecio —dijo Gibson, mientras daba una calada a su puro—. Siempre lo hace cuando una estrella de la televisión aparece en el West End. Pero como tenemos entradas reservadas por valor de casi trescientas mil libras y solo actuamos durante catorce semanas, estamos a prueba de críticos. Son los asientos ocupados lo que cuenta, Sarah, no los críticos.

—¿Larry tiene apalabrado algo más?

—De momento no —admitió Gibson—. Pero confío en que después de esta noche no escasearán las ofertas.

—Bien hecho, Larry —dijo Sarah a su hermano cuando se reunió con ellos.

—Menudo triunfo —añadió Gibson, y alzó la copa.

—¿De veras lo crees? —preguntó Davenport.

—Oh, sí —aseguró Sarah, que comprendía las inseguridades de su hermano mejor que nadie—. En cualquier caso, Gibson me ha dicho que se han agotado las entradas para casi todas las funciones.

—Cierto, pero aún me preocupan los críticos —se lamentó Davenport—. Nunca han sido amables conmigo.

—No pienses en ellos —dijo Gibson—. Da igual lo que digan; la obra arrasará.

Davenport paseó la vista por la sala, para ver con quién quería hablar a continuación. Vio a Spencer Craig y a Gerald Payne, absortos en su conversación en un rincón.

—Parece que nuestra pequeña inversión será provechosa —dijo Craig—. Doblemente.

—¿Doblemente? —preguntó Payne.

—No solo Larry cerró el pico en cuanto le ofrecieron la posibilidad de aparecer en el West End, sino que con unos anticipos de trescientas mil libras, estamos seguros de recuperar nuestro dinero, y hasta puede que obtengamos algunos beneficios. Además, ahora que Cartwright ha perdido la apelación, no tendremos que preocuparnos por él hasta dentro de veinte años —añadió Craig con una risita.

—Todavía sigo preocupado por la cinta —reconoció Payne—. Estaría más tranquilo si supiera que no existe.

—Ya no es importante —dijo Craig.

—Pero ¿y si llega a los periódicos? —preguntó Payne.

—Los periódicos no se atreverán ni a acercarse a ella.

—Pero eso no impedirá que se cuelgue en internet, que podría ser igual de perjudicial para los dos.

—Te preocupas innecesariamente —le recriminó Craig.

—No pasa una noche sin que no me preocupe por ello —confesó Payne—. Me despierto cada mañana preguntándome si mi cara aparecerá en la primera plana.

—Creo que no sería tu cara la que saldría en primera plana —dijo Craig, mientras Davenport aparecía a su lado—. Felicidades Larry. Has estado brillante.

—Mi agente me ha dicho que ambos habéis invertido en la obra —dijo Davenport.

—Ya lo creo —afirmó Craig—. Reconocemos a un ganador en cuanto lo vemos. De hecho, vamos a gastar parte de los beneficios en la fiesta anual de los Mosqueteros.

Dos hombres jóvenes se acercaron a Davenport, complacido de confirmar la opinión que tenía de sí mismo, lo cual concedió a Craig la oportunidad de escapar.

Mientras deambulaba por la sala, vio a Sarah Davenport hablando con un hombre bajo, calvo y obeso que fumaba un puro. Estaba aún más hermosa de lo que recordaba. Se preguntó si el hombre del puro sería su pareja. Cuando ella se volvió en su dirección, Craig sonrió, pero Sarah no reaccionó. Tal vez no le había visto. En su opinión, siempre había sido más guapa que Larry, y después de aquella noche juntos… Fue a su encuentro. Dentro de un momento sabría si Larry le había confesado algo.

—Hola, Spencer —saludó. Craig la besó en ambas mejillas—. Gibson —dijo Sarah—, este es Spencer Craig, un viejo amigo de Larry de los tiempos de la universidad. Spencer, este es Gibson Graham, el agente de Larry.

—Ha invertido en la obra, ¿verdad? —preguntó Gibson.

—Una modesta cantidad —admitió Craig.

—Nunca te he considerado un ángel —reconoció Sarah.

—Yo siempre he apoyado a Larry —repuso Craig—, porque jamás he dudado de que llegaría a ser una estrella.

—Tú también te has convertido en una especie de estrella —dijo Sarah con una sonrisa.

—Si lo crees así, ¿por qué no me habías informado? —preguntó Craig.

—Yo no me codeo con criminales.

—Espero que eso no te impida cenar conmigo en alguna ocasión, porque me gustaría…

—Las primeras ediciones de los periódicos han llegado —interrumpió Gibson—. Perdonen, voy a ver si tenemos un éxito, o solo un ganador.

Gibson Graham atravesó a toda prisa la sala de baile, apartando a empujones a los ilusos que se atrevían a interponerse en su camino. Agarró un ejemplar del Daily Telegraph y buscó la página de espectáculos. Sonrió cuando vio los titulares:

«Oscar Wilde se siente todavía como en casa en el West End».

Pero la sonrisa se esfumó cuando llegó al segundo párrafo:

Lawrence Davenport nos ha ofrecido su típica interpretación de repertorio, esta vez como Jack, lo cual no pareció importar al público, abarrotado de admiradores del doctor Beresford. En contraste, Eve Best, en el papel de Gwendolen Fairfax, brilló desde su entrada en escena…

Gibson miró a Davenport, complacido de ver que estaba conversando con un joven actor que había estado descansando un tiempo.