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Danny estaba leyendo Tax Limitation, Inflation and the Role of Government, de Milton Friedman, y tomando notas del capítulo sobre el ciclo de la propiedad y los efectos del patrimonio negativo, cuando el teléfono sonó. Después de dos horas de estudiar, estaba empezando a pensar que cualquier cosa sería mejor que el profesor Friedman. Descolgó el teléfono y oyó una voz de mujer.

—Hola, Nick. Soy una voz del pasado.

—Hola, voz del pasado —dijo Danny, mientras intentaba con desesperación adjudicar un nombre a la voz.

—Dijiste que irías a verme mientras estuviera de gira. Bien, sigo buscando entre el público y aún no te he visto.

—¿Dónde estás actuando en este momento? —preguntó Danny, que seguía devanándose los sesos, pero ningún nombre acudía en su rescate.

—Cambridge, el teatro Arts.

—Estupendo, ¿en qué obra?

—Una mujer sin importancia.

—Oscar Wilde de nuevo —dijo Danny, consciente de que no le quedaba mucho más tiempo.

—Nick, no te acuerdas de mi nombre, ¿verdad?

—No seas tonta, Katie —recordó, justo a tiempo—. ¿Cómo podría olvidar a mi suplente favorita?

—Bien, ahora soy la protagonista, y esperaba que vinieras a verme.

—Eso suena bien —dijo Danny, mientras pasaba las páginas de su agenda, aunque sabía que tenía casi todas las noches Ubres—. ¿Qué tal el viernes?

—Inmejorable. Podríamos pasar el fin de semana juntos.

—Debo volver a Londres para una reunión el sábado por la mañana —dijo Nick, mirando la página en blanco de su agenda.

—Pues entonces, tendrá que ser otra función de una sola noche —dijo Katie—. Sobreviviré. —Danny no contestó—. El telón se levanta a las siete y media. Te dejaré una entrada en la taquilla. Ven solo, porque no tengo la intención de compartirte con nadie.

Danny colgó el teléfono y contempló la fotografía de Beth que descansaba sobre la esquina de su escritorio, en un marco de plata.

—Hay tres hombres que suben por el camino de entrada —anunció Molly mientras miraba por la ventana de la cocina—. Parecen extranjeros.

—Son totalmente inofensivos… —la tranquilizó Danny—. Acompáñales hasta el salón y diles que me reuniré con ellos dentro de un momento.

Danny subió corriendo la escalera hasta su estudio, cogió los tres expedientes en los que había estado trabajando para preparar la reunión y después volvió abajo.

Los tres hombres que le estaban esperando parecían idénticos en todo, salvo en la edad. Vestían trajes azul oscuro a medida, camisa blanca y corbatas anodinas, y cada uno llevaba un maletín de piel. Nadie les miraría si se los cruzara por la calle, lo cual les complacía.

—Me alegro mucho de volver a verle, barón —dijo Danny. De Coubertin inclinó la cabeza.

—Nos conmovió su invitación a visitarle en su hermosa casa, sir Nicholas. Permítame presentarle a monsieur Bresson, director del banco, y a monsieur Segat, responsable de nuestras cuentas principales.

Danny estrechó la mano de los tres hombres, y Molly reapareció con una bandeja de té y pastas.

Caballeros —dijo Danny cuando se sentaron—, tal vez podría empezar pidiéndoles que me pongan al día sobre el actual estado de mi cuenta.

—Desde luego —respondió monsieur Bresson, al tiempo que abría una carpeta marrón sin la menor inscripción—. Su cuenta número uno arroja un saldo de poco más de cincuenta y siete millones de dólares, que en la actualidad están acumulando un interés del 2,75 por ciento al año. Su cuenta número dos —continuó— tiene un saldo de poco más de un millón de dólares. En el banco la llamábamos la cuenta de los sellos, ya que su abuelo la utilizaba siempre que quería aumentar su colección sin previo aviso.

—Pueden fundir las dos cuentas —dijo Danny—, porque no pienso comprar sellos. —Bresson asintió—. Debo decirle, monsieur Bresson, que considero inaceptable un interés del 2,75, y que en el futuro invertiré mi dinero de una forma mejor.

—¿Puede decirnos en qué ha pensado? —preguntó Segat.

—Sí —respondió Danny—. Invertiré en tres sectores: propiedades inmobiliarias, títulos y acciones, y quizá bonos, que en este momento producen un interés global del 7,12 por ciento. También dejaré aparte una pequeña cantidad, que en ningún momento ascenderá a más del diez por ciento de mi saldo total, para operaciones especulativas.

—Dadas las circunstancias —dijo Segat—, le aconsejo que divida el dinero en tres cuentas distintas, de modo que no pueda seguirse el rastro hasta usted, y que nombre a tres directores nominales como sus representantes.

—¿Dadas las circunstancias? —repitió Danny.

—Desde el 11-S, los norteamericanos y los ingleses muestran mucho interés por cualquiera que mueva grandes cantidades de dinero. No sería prudente que su nombre apareciera en su radar.

—Bien pensado —admitió Danny.

—Suponiendo que acepte nuestro consejo —añadió Bresson—, ¿puedo preguntarle si deseará utilizar la experiencia del banco para administrar sus inversiones? Lo digo porque nuestro departamento de propiedad inmobiliaria, por ejemplo, emplea a más de cuarenta expertos en dicha especialidad, siete de ellos en Londres, que en la actualidad manejan una cartera de valores de algo menos de cien mil millones de dólares, y nuestro departamento de inversiones es mucho más amplio.

—Aprovecharé todo cuanto puedan ofrecerme —dijo Danny—, y no vacilen en avisarme si piensan que estoy tomando una decisión equivocada. Sin embargo, durante los dos últimos años he dedicado una cantidad considerable de tiempo a seguir los avatares de veintiocho empresas en particular, y he decidido invertir parte de mi capital en once de ellas.

—¿Cuál será su política en relación a adquirir acciones de dichas empresas? —preguntó Segat.

—Quiero que compren pequeñas cantidades cada vez que salgan al mercado, nunca de manera agresiva, pues no deseo influir en él. Además, no quiero llegar a poseer más del dos por ciento de una empresa.

Danny entregó a Bresson una lista de empresas de las que había seguido la evolución mucho antes de escapar de la cárcel. Bresson recorrió los nombres con el dedo y sonrió.

—Nosotros también hemos seguido de cerca los movimientos de varias de estas empresas, pero me fascina ver que ha identificado una o dos que aún no habíamos tenido en consideración.

—En ese caso, haga el favor de volver a analizarlas, y si alberga alguna duda, dígamelo. —Danny levantó uno de sus expedientes—. En cuanto a la propiedad inmobiliaria, mi intención es actuar con agresividad. Y espero que procedan con celeridad si un pago inmediato asegura un precio más razonable.

Bresson le dio una tarjeta. No llevaba nombre, ni dirección, tan solo un número de teléfono.

—Esta es mi línea privada. Podemos enviar por giro postal cualquier cantidad de dinero que necesite a cualquier país del mundo con solo pulsar un botón. Y cuando llame, no será necesario que diga su nombre, pues la línea se activa por la voz.

—Gracias —dijo Danny, y guardó la tarjeta en un bolsillo interior—. También necesito su consejo sobre un asunto más apremiante, es decir, mis gastos cotidianos. No tengo el menor deseo de que el inspector de Hacienda meta la nariz en mis negocios. Pero como vivo en esta casa y doy empleo a un ama de llaves y a un chófer, mientras se supone que subsisto gracias a una beca de estudios, es posible que el radar de Hacienda me haya detectado.

—¿Puedo proponer algo? —preguntó De Coubertin—. Una vez al mes transferíamos cien mil libras a una cuenta de Londres de su abuelo. Procedían de un fondo fiduciario que habíamos establecido a su nombre. Pagaba los impuestos de dichos ingresos, y hasta llevaba a cabo algunas pequeñas transacciones por mediación de una empresa registrada en Londres.

—Me gustaría continuar con ese sistema —dijo Danny—, ¿qué debo hacer?

De Coubertin extrajo una delgada carpeta de su maletín, sacó una hoja de papel y señaló una línea de puntos.

—Si firma aquí, sir Nicholas —dijo—, le aseguro que todo se organizará y se administrará a su entera satisfacción. Lo único que necesitaré saber es a qué banco deberíamos enviar la transferencia mensual.

—Coutts and Co, en el Strand —dijo Danny.

—Igual que su abuelo —asintió el presidente.

—¿Cuánto tardaremos en llegar a Cambridge? —le preguntó Danny a Big Al momentos después de que los tres banqueros suizos se marcharan.

—Una hora y media. Deberíamos irnos pronto, jefe.

—Bien —dijo Danny—. Iré a cambiarme y a preparar la bolsa de viaje.

—Molly ya lo ha hecho —anunció Big Al—. La guardaré en el maletero.

El tráfico del viernes por la noche era intenso; hasta que entraron en la M11 Big Al no pudo rebasar los cuarenta y cinco kilómetros por hora. Llegaron al King’s Parade minutos antes de que se levantara el telón.

Danny había estado tan agobiado durante las últimas semanas, que esta iba a ser su primera visita al teatro desde que había visto a Lawrence Davenport en La importancia de llamarse Ernesto.

Lawrence Davenport. Aunque Danny había empezado a forjar planes para sus tres enemigos, cada vez que pensaba en Davenport, Sarah acudía a su memoria. Era consciente de que habría vuelto a Belmarsh de no ser por ella, y también de que debería verla de nuevo, pues podía abrirle puertas de las que no tenía la llave.

Big Al detuvo el coche delante del teatro.

—¿A qué hora volveremos a Londres, jefe?

—Todavía no lo he decidido —contestó Danny—, pero no será antes de medianoche.

Recogió su entrada en la taquilla, pagó tres libras por un programa y siguió a un grupo de rezagados hasta la platea. En cuanto localizó su asiento, empezó a pasar las páginas del programa. Había tenido la intención de leer la obra antes de la velada, pero se había quedado sin abrir sobre su escritorio mientras intentaba estudiar las teorías de Milton Friedman.

Danny paró en una página que exhibía una foto grande y glamurosa de Katie Benson. Al contrario que muchas actrices, no era una fotografía tomada años atrás. Leyó el breve resumen de sus éxitos. Estaba claro que Una mujer sin importancia era el papel más importante de su breve carrera.

Cuando se levantó el telón, Danny penetró en otro mundo, y decidió que en el futuro iría al teatro más a menudo. Cómo deseaba que Beth estuviera sentada a su lado y compartiera este placer… Katie estaba en el escenario, arreglando la disposición de unas flores en un jarrón, pero él solo podía pensar en Beth. No obstante, a medida que avanzaba la obra, tuvo que admitir que la interpretación de Katie era exquisita, y pronto se sumergió en la historia de una mujer que sospechaba que su marido le era infiel.

Durante el descanso, Danny tomó una decisión, y cuando bajó el telón, el señor Wilde incluso le había enseñado cómo proceder. Esperó a que el teatro se vaciara, antes de encaminarse a la entrada de artistas. El portero le dirigió una mirada suspicaz cuando le preguntó si podía ver a la señorita Benson.

—¿Cómo se llama? —preguntó el portero, y consultó su tablilla.

—Nicholas Moncrieff.

—Ah, sí. Le está esperando. Camerino siete, primera planta. Danny subió la escalera con parsimonia, y cuando llegó a la puerta señalada con un 7 esperó un momento antes de llamar.

—Entra —dijo una voz que recordaba. Abrió la puerta y vio a Katie sentada delante de un espejo, vestida solo con sujetador y unas bragas negras. Se estaba quitando el maquillaje.

—¿Espero fuera? —preguntó.

—No seas tonto, querido. No tengo nada nuevo que enseñarte y en cualquier caso, esperaba despertar algunos recuerdos —añadió la joven, al tiempo que se volvía hacia él. Se levantó y se puso un vestido negro, con el que aún estaba más deseable.

—Has estado maravillosa —dijo Danny sin convicción.

—¿Estás seguro, querido? —preguntó ella, mientras le miraba con más atención—. No pareces muy convencido.

—Oh, sí —dijo Danny—. Me ha gustado mucho la obra.

Katie le miró fijamente.

—Algo no va bien.

—Debo volver a Londres. Un asunto urgente.

—¿Un viernes por la noche? Vamos, Nick, busca una excusa mejor.

—Es que…

—Otra mujer, ¿verdad?

—Sí —admitió Danny.

—Entonces, ¿por qué te has tomado la molestia de venir? —dijo ella encolerizada, y le dio la espalda.

—Lo siento. Lo siento muchísimo.

—No te molestes en pedir disculpas, Nick. No podías haber dejado más claro que soy una mujer sin importancia.