28

Craig dejó su Porsche negro en el aparcamiento de visitantes, una hora antes de su cita con Toby. Ya había advertido a Gerald de que era casi tan difícil entrar en la cárcel de Belmarsh como salir de ella: una interminable sucesión de puertas con barrotes, dobles comprobaciones de credenciales y registros corporales minuciosos, y eso antes de llegar a la zona de recepción.

Una vez dieron sus nombres en recepción, entregaron a Craig y a Payne una llave numerada y les ordenaron que dejaran todos los objetos de valor, incluidos relojes, anillos, collares, billetes y monedas en una taquilla. Si deseaban comprar algo en la cantina para el preso, debían entregar la cantidad exacta de dinero, a cambio de pequeñas fichas de plástico que tenían el valor de una libra, cincuenta peniques, veinte peniques y diez peniques, con el fin de que no pudieran entregar dinero en metálico a un recluso. El nombre de cada visitante se anunciaba por separado, y antes de recibir permiso para entrar en la zona de seguridad, eran sometidos a otro registro, en esta ocasión a cargo de un agente acompañado de un perro entrenado.

—Números uno y dos —dijo una voz por el sistema de megafonía.

Craig y Payne estaban sentados en un rincón de la sala de espera, con ejemplares de Prison News y Lock and Key para ayudar a pasar el rato, mientras esperaban a que anunciaran sus números.

—Números diecisiete y dieciocho —dijo la voz unos cuarenta minutos después.

Craig y Payne se levantaron y atravesaron más puertas provistas de barrotes; les sometieron de nuevo a un cacheo riguroso antes de entrar en la zona de visitas, donde les dijeron que tomaran asiento en la fila G, números 11 y 12.

Craig se sentó en una silla verde atornillada al suelo, mientras Payne iba a la cantina a comprar tres tazas de té y un par de Mars, a cambio de las fichas de la cárcel. Cuando se reunió con Craig, dejó la bandeja sobre una mesa también atornillada al suelo y se sentó en otra silla inamovible.

—¿Cuánto tiempo más tendremos que esperar? —preguntó.

—Un rato, sospecho —contestó Craig—. Solo dejan entrar a los presos de uno en uno, y espero que les registren más a conciencia que a nosotros.

—No te vuelvas —susurró Beth—, pero Craig y Payne están sentados tres o cuatro filas detrás de ti. Habrán venido a ver a alguien.

Danny se puso a temblar, pero resistió la tentación de volverse.

—Tiene que ser Mortimer —dijo—. Pero llegan demasiado tarde.

—¿Demasiado tarde para qué? —preguntó Beth. Danny tomó su mano.

—No puedo decir gran cosa en este momento, pero Alex te informará la próxima vez que le veas.

—Ahora es Alex, ¿eh? —sonrió Beth—. ¿Ya le tuteas?

Danny rio.

—Solo a sus espaldas.

—Qué cobardica eres —dijo Beth—. El señor Redmayne siempre te llama Danny, y hasta me dijo que estaba muy contento porque habías empezado a afeitarte cada día y te habías dejado crecer el pelo. Cree que eso podría influir positivamente en la apelación.

—¿Cómo va el taller? —preguntó Danny para cambiar de tema.

—Papá no trabaja tanto como antes —dijo Beth—. Ojalá le convenciera de dejar de fumar. Siempre está tosiendo, pero no nos hace caso ni a mamá ni a mí.

—¿A quién ha nombrado encargado?

—A Trevor Sutton.

—¿Trevor Sutton? Sería incapaz de llevar un puesto de verduras.

—Nadie más deseaba el empleo —admitió Beth.

—Será mejor que vigiles los libros —dijo Danny.

—¿Por qué? ¿Crees que Trevor no es de fiar?

—No, es que no sabe sumar.

—Pero ¿qué puedo hacer yo? —se lamentó Beth—. Papá no confía en mí, y la verdad es que estoy desbordada de trabajo en este momento.

—El señor Thomas está abusando de ti, ¿eh? —dijo Danny con una sonrisa. Beth rio.

—El señor Thomas es un jefe fabuloso, y tú lo sabes. No olvides lo amable que fue durante el juicio. Y acaba de subirme el sueldo otra vez.

—No dudo de que sea un buen tipo —dijo Danny—, pero…

—¿Un buen tipo? —rio Beth.

—Échale la culpa a Nick —dijo Danny, al tiempo que se pasaba la mano por el pelo sin darse cuenta.

—Si continúas así —observó Beth—, no podrás salir con tus viejos amigos cuando obtengas la libertad.

—¿No te das cuenta de que le gustas al señor Thomas? —continuó Danny, sin hacer caso del comentario.

—Debes de estar bromeando —dijo Beth—. Siempre se comporta como un perfecto caballero.

—Eso no impide que le gustes.

—¿Cómo se las arreglan para entrar drogas en un lugar tan protegido como este? —preguntó Payne, mientras paseaba la mirada por las cámaras de televisión de circuito cerrado y los guardias que les observaban con prismáticos desde la galería.

—Los camellos se están perfeccionando cada vez más —dijo Craig—. Pañales de bebé, pelucas… Algunos llegan al extremo de embutir la droga en condones y metérselos en el culo, pues saben que a pocos guardias les gusta registrar ahí, mientras otros se tragan la droga, de lo desesperados que están.

—¿Y si el paquete se les rompe dentro?

—Tienen una muerte horrible. Una vez tuve un cliente que era capaz de tragar un paquete pequeño de heroína, mantenerlo en la garganta, y después escupirlo cuando le devolvían a la celda. Tal vez creas que es acojonantemente peligroso, pero imagina cobrar doce libras a la semana, cuando puedes vender un paquete así por quinientas libras. Creen que vale la pena afrontar ese riesgo. El único motivo de que nos hayan sometido a registros tan rigurosos es la adicción de Toby.

—Si Toby tarda mucho más, se nos acabará el tiempo antes de que haya aparecido —dijo Payne, mientras contemplaba la taza de té, que se había enfriado.

—Siento molestarle, señor. —Un guardia había aparecido de repente al lado de Craig—. Temo que el señor Mortimer ha caído enfermo, y no podrá reunirse con ustedes esta tarde.

—Qué falta de consideración —se quejó Craig mientras se levantaba—. Como mínimo, podría habernos avisado. Típico.

—¡Todo el mundo a sus celdas de inmediato, y quiero decir de inmediato! —bramó una voz.

Sonaron silbatos, aullaron sirenas, aparecieron guardias procedentes de todos los pasillos y empezaron a conducir a los presos a sus celdas.

—Pero debo presentarme en educación —protestó Danny, mientras le cerraban la puerta de la celda en la cara.

—Hoy no, Danny —dijo Big Al, y encendió un cigarrillo.

—¿Qué pasa? —preguntó Nick.

—Podría ser cualquier cosa —dijo Big Al, y dio una larga calada al cigarrillo.

—¿Como qué? —preguntó Danny.

—Podría haberse iniciado una pelea en otra ala, y los carceleros temen que se extienda. Puede que alguien haya atacado a uno de ellos. Que Dios ayude al hijoputa. O quizá han pillado a un camello con las manos en la masa, o un preso ha prendido fuego a su celda. Yo apuesto a que alguien se ha colgado —dijo, no sin antes exhalar una gran nube de humo. Tiró la ceniza al suelo—. Podéis elegir, porque solo hay una cosa segura: no nos dejarán salir hasta dentro de veinticuatro horas, cuando todo se haya solucionado.

Big Al tenía razón: transcurrieron veintisiete horas hasta que oyeron que una llave giraba en la cerradura.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Nick al guardia que abrió la puerta de la celda.

—Ni idea —fue la respuesta oficial.

—Alguien se ha colgado —dijo una voz desde la celda de al lado.

—Pobre hijoputa, debió de descubrir que solo hay una forma de salir de este lugar.

—¿Alguien conocido? —preguntó otro.

—Un drogata —dijo otra voz—, que solo llevaba con nosotros unas pocas semanas.

Gerald Payne pidió al portero del Inner Temple[6] que le indicara el despacho del señor Spencer Craig.

—En la esquina más alejada de la plaza, señor. Número seis —fue la respuesta—. Encontrará su despacho en el último piso.

Payne atravesó la plaza a toda prisa, sin salirse del sendero, obedeciendo los carteles que exigían con firmeza «No pisar la hierba». Había salido de su despacho de Mayfair en cuanto Craig había telefoneado.

—Si vienes a mi despacho a eso de las cuatro —había dicho—, ya no sufrirás más noches de insomnio.

Cuando Payne llegó al otro lado de la plaza, subió los peldaños de piedra y abrió una puerta. Entró en un pasillo frío y mohoso, de paredes blancas adornadas con viejos grabados de jueces todavía más viejos. Al final del pasillo había una escalera de madera, y sujeto a la pared había un reluciente tablón negro en el que estaba pintada en blanco una lista de nombres que indicaba los inquilinos de los despachos. Tal como el portero le había dicho, el despacho del señor Spencer Craig se hallaba en la última planta. La larga subida por la escalera de madera recordó a Payne que estaba en pésima forma. Se quedó sin aliento antes de llegar al segundo piso.

—¿Señor Payne? —preguntó una joven que estaba esperando en el último escalón—. Soy la secretaria del señor Craig. Acaba de telefonear para decir que ha salido del Old Bailey y que llegará dentro de unos minutos. ¿Quiere esperar en su despacho? Le guió por el pasillo, abrió una puerta y le invitó a entrar.

—Gracias —dijo Payne, mientras entraba en una amplia habitación, sin más muebles que una mesa y dos butacas de cuero de respaldo alto, una a cada lado.

—¿Le apetece una taza de té, señor Payne, o un café?

—No, gracias —contestó Payne, mientras miraba por la ventana que dominaba la plaza.

La joven cerró la puerta, y Payne se sentó de cara a la mesa de Craig. Estaba casi vacía, como si nadie trabajara allí. Ni fotos, ni flores, ni recuerdos, tan solo un enorme cartapacio, una grabadora y un voluminoso sobre sin abrir dirigido al señor S. Craig con la inscripción confidencial.

Unos minutos después, Craig entró como una exhalación en la habitación, seguido de su secretaria. Payne se levantó y le estrechó la mano, como si fuera más un cliente que un viejo amigo.

—Siéntate, muchacho —pidió Craig—. Señorita Russell, ¿podrá ocuparse de que no nos moleste nadie?

—Por supuesto, señor Craig —contestó la joven. Salió y cerró la puerta a su espalda.

—¿Es lo que yo creo? —preguntó Payne, al tiempo que señalaba el sobre.

—Vamos a averiguarlo —dijo Craig—. Llegó en el correo de la mañana, cuando estaba en el tribunal. Abrió el sobre y vació su contenido sobre el cartapacio: una pequeña cassette.

—¿Cómo te has apoderado de ella? —preguntó Payne.

—Mejor no preguntes —respondió Craig—. Digamos que tengo amigos en el hampa. —Sonrió, levantó la cinta y la introdujo en la grabadora—. Vamos a averiguar qué deseaba contar al mundo con tanto ahínco el amigo Toby.

Pulsó el botón de reproducción. Craig se reclinó en su butaca, mientras Payne se quedaba en el borde de su asiento, con los codos apoyados sobre el escritorio. Transcurrieron varios segundos hasta que oyeron hablar a alguien.

—No estoy seguro de cuál de vosotros escuchará esta cinta. —Al principio, Craig no reconoció la voz—. Podría ser Lawrence Davenport, pero me parece improbable. Gerald Payne es una posibilidad. —Payne sintió que un escalofrío recorría su cuerpo—. Pero sospecho que será Spencer Craig. —Craig no demostró la menor emoción—. Sea quien sea, quiero que no albergue la menor duda de que, aunque sacrifique el resto de mi vida, voy a conseguir que los tres acabéis en la cárcel por el asesinato de Bernie Wilson, por no hablar de mi encarcelación ilegal. Si aún esperáis apoderaros de la cinta que en realidad deseabais, os aseguro que se encuentra en un lugar donde nunca la encontraréis, hasta que estéis encerrados aquí.