23

Los minutos se transformaron en horas, las horas en días, los días en semanas, durante el año más largo de la vida de Danny. No obstante, como Beth le recordaba a menudo, no los había desperdiciado por completo. Dentro de dos meses, Danny aprobaría seis asignaturas de bachillerato, y su mentor confiaba en que lo haría con matrícula de honor. Beth le había preguntado en qué asignaturas se había matriculado.

—Me habrán puesto en libertad mucho antes —le prometió.

—De todos modos, quiero que lo hagas —insistió ella.

Beth y Christy habían ido a ver a Danny el primer domingo de cada mes, pero últimamente ella solo hablaba de la inminente apelación, aunque la fecha aún no había sido anunciada en el calendario del tribunal. El señor Redmayne seguía buscando nuevas pruebas, porque sin ellas, admitía, no tenían grandes posibilidades. Danny había recibido hacía poco un informe del Ministerio del Interior, en el cual se afirmaba que el noventa y siete por ciento de las apelaciones de los condenados a cadena perpetua eran rechazadas, y que el restante tres por ciento solo lograban una muy escasa reducción de su condena. Intentaba no pensar en las consecuencias de perder la apelación. ¿Qué sería de Beth y Christy si tenía que cumplir otros veintiún años de condena? Beth nunca hablaba de ello, pero Danny sabía que no podía pretender que los tres cumplieran una sentencia de cadena perpetua.

Por su experiencia, Danny sabía que había dos tipos de condenados a cadena perpetua: los que se aislaban por completo del mundo exterior (ni cartas, ni llamadas, ni visitas), y los que, como un inválido recluido en la cama, se convertían en una carga para su familia el resto de su vida. Ya había decidido qué camino seguiría si perdían la apelación.

«El doctor Beresford fallece en un accidente de coche», rezaba el titular de la primera página del Mail on Sunday. El artículo contaba a sus lectores que la estrella de Lawrence Davenport se hallaba en declive, y los productores de La receta habían decidido eliminarle de la serie. Davenport moriría en un trágico accidente de circulación, en el que estaría implicado un conductor borracho. Lo llevarían a su propio hospital, donde la enfermera Petal, a la que acababa de dejar plantada al saber que estaba embarazada, intentaría salvarle la vida, pero sin éxito… El teléfono sonó en el estudio de Spencer Craig. No se sorprendió al escuchar a Gerald Payne al otro lado de la línea.

—¿Has visto los periódicos? —preguntó Payne.

—Sí —dijo Craig—. La verdad, no me sorprende. Los índices de audiencia de la serie han ido disminuyendo durante el año pasado, de modo que están buscando alguna excusa para darle la patada.

—Pero si despiden a Larry, no va a encontrar otro papel fácilmente. No queremos que vuelva a darle a la botella.

—Creo que no deberíamos hablar de esto por teléfono, Gerald. Nos reuniremos pronto.

Craig abrió su agenda y descubrió que había varios días en blanco. Por lo visto no recibía tantos encargos como en el pasado.

El agente encargado de los detenidos depositó las escasas posesiones del preso sobre el mostrador, mientras el oficial de servicio tomaba nota de ellas en su libro mayor: una aguja, un paquete pequeño que contenía una sustancia blanca, una caja de cerillas, una cuchara, una corbata y un billete de cinco libras.

—¿Tenemos el nombre, o algún carnet de identidad? —preguntó el oficial.

—No —contestó el joven agente, al tiempo que echaba un vistazo al hombre derrumbado en el banco que había delante— pobre hijo de puta —dijo—, ¿de qué sirve enviarle a la cárcel?

—La ley es la ley, muchacho. Nuestro trabajo es cumplirla, no cuestionar a nuestros superiores.

—Pobre hijo de puta —repitió el agente.

Durante las largas noches de insomnio previas a la apelación, el consejo que le había dado el señor Redmayne durante el primer juicio no se había apartado de los pensamientos de Danny: si te declararas culpable de homicidio, solo cumplirías dos años. Si Danny hubiera seguido su consejo, habría salido en libertad dentro de doce meses.

Intentó concentrarse en el comentario que estaba escribiendo sobre El conde de Montecristo, el trabajo que presentaba para obtener su certificado académico. Tal vez, como Edmundo Dantés, lograría escapar, pero no se puede construir un túnel cuando tu celda está en el primer piso, y no podía arrojarse al mar, porque Belmarsh no estaba en una isla. Por tanto, al contrario que Dantés, y a menos que ganara la apelación, pocas posibilidades existían de que pudiera vengarse de sus cuatro enemigos. Después de que Nick leyera su último trabajo, había concedido a Danny una nota de 73 sobre 100, y le había comentado: «Al contrario que Edmundo Dantés, tú no necesitarás escapar, porque tendrán que ponerte en libertad».

Qué bien habían llegado a conocerse ambos durante el último año. La verdad era que había pasado más horas con él que con Bernie. Algunos presos nuevos creían que eran hermanos, hasta que Danny abría la boca. Eso iba a exigir más tiempo.

—Eres tan inteligente como yo —le repetía Nick—, y en materia de matemáticas te has convertido en el profesor.

Danny levantó la vista del trabajo cuando oyó que la llave giraba en la cerradura. El señor Pascoe abrió la puerta para dejar pasar a Big Al, puntual como un reloj (tienes que dejar de utilizar estereotipos, incluso cuando pienses, le había dicho Nick), y se derrumbó en el catre sin decir palabra. Danny continuó escribiendo.

—Tengo noticias para ti, Danny —dijo Big Al en cuanto la puerta se cerró.

Danny dejó el bolígrafo sobre la mesa. Era un raro acontecimiento que Big Al iniciara una conversación, a menos que fuera para pedir una cerilla.

—¿Te has topado alguna vez con un cabrón llamado Mortimer? El corazón de Danny se aceleró.

—Sí —logró articular por fin—. Estaba en el bar la noche que asesinaron a Bernie, pero no compareció en el juicio.

—Bien, pues ha comparecido aquí —dijo Big Al.

—¿Qué quieres decir?

—Lo que has oído, muchacho. Se ha presentado en la enfermería esta tarde. Necesitaba medicación. —Danny había aprendido a no interrumpir a Big Al cuando estaba lanzado, de lo contrario tal vez dejaría de hablar durante una semana—. Eché un vistazo a su expediente. Posesión de drogas clase A. Dos años. Tengo la sensación de que va a ser un visitante habitual de la enfermería. —Danny siguió sin interrumpirle. Si ello era posible, su corazón se aceleró todavía más—. No soy tan listo como Nick o tú, pero es posible que nos proporcione la nueva prueba que tu abogado y tú habéis estado buscando.

—Eres una joya —dijo Danny.

—Una piedra más tosca, tal vez —admitió Big Al—, pero despiértame cuando vuelva tu amiguete, porque tengo la sensación de que, esta vez, soy yo quien va a enseñaros algo.

Spencer Craig estaba sentado solo, con una copa de whisky en la mano, viendo el episodio final de La receta. Nueve millones de espectadores le acompañaron cuando el doctor Beresford, con la enfermera Petal aferrada a su mano, jadeaba su última frase: «Mereces algo mejor». El episodio consiguió la mayor audiencia de la última década. Terminaba cuando bajaban el ataúd del doctor Beresford a la fosa y la enfermera Petal lloraba junto a la tumba.

Los productores no habían dejado el menor resquicio para una recuperación milagrosa, pese a las súplicas de las admiradoras de Davenport.

Había sido una mala semana para Craig: habían encerrado a Toby en la misma cárcel que Cartwright, Larry se había quedado sin empleo y aquella mañana habían anunciado la apelación de Cartwright en el calendario del tribunal. Aún quedaban algunos meses, pero ¿cuál sería el estado de ánimo de Larry cuando llegara el momento? Sobre todo si Toby se desmoronaba y, a cambio de un chute, contaba a todo aquel que quisiera escuchar la verdad de lo sucedido aquella noche.

Craig se levantó del escritorio, se acercó a un archivador que pocas veces abría y rebuscó en sus casos anteriores. Extrajo los expedientes de expedientes que habían acabado en Belmarsh. Estudió los casos durante una hora, pero para el trabajo que tenía en mente solo había un candidato.

—Ha empezado a largar —dijo Big Al.

—¿Ha hablado de aquella noche en el Dunlop Arms? —preguntó Danny.

—Aún no, pero es pronto. Lo hará, si le damos tiempo.

—¿Por qué estás tan seguro? —preguntó Nick.

—Porque tengo algo que él necesita, y un intercambio justo no es un robo.

—¿Qué tienes que él necesita tanto? —preguntó Danny.

—Nunca hagas una pregunta cuya respuesta no necesites saber —interrumpió Nick.

—Un hombre sabio, tu amigo Nick —dijo Big Al.

—¿Qué puedo hacer por usted, señor Craig?

—Más bien qué puedo hacer yo por ti.

—No creo, señor Craig. Llevo encerrado en este agujero ocho años, y durante ese tiempo usted no ha dicho ni pío, de modo que no me venga con chorradas. Sabe que no podría permitirme ni una hora de su tiempo. ¿Por qué no va al grano y me dice qué está haciendo aquí?

Craig había inspeccionado con detenimiento la sala de entrevistas en busca de micrófonos ocultos, antes de que dejaran que Kevin Leach se reuniera con él para una consulta legal. La confidencialidad del cliente es sagrada en la ley inglesa, y si alguna vez se violaba, el tribunal dictaminaba que la prueba era inadmisible. Pese a ello, Craig sabía que estaba corriendo un riesgo, pero la perspectiva de una larga estancia en la cárcel, encerrado con gente como Leach, era una opción todavía menos atractiva.

—¿Tienes todo lo que necesitas? —preguntó Craig, que había ensayado cada frase, como si estuviera en el tribunal interrogando a un testigo clave.

—Voy tirando —dijo Leach—. No necesito gran cosa.

—¿Con solo doce libras a la semana como apilador en la cadena de presos?

—Como ya he dicho, voy tirando.

—Pero nadie te envía ningún paquete —dijo Craig—. Y hace más de cuatro años que nadie viene a verte.

—Veo que está tan bien informado como siempre, señor Craig.

—De hecho, no has realizado ni una llamada telefónica durante los últimos dos años, desde que tu tía Maisie murió.

—¿Adónde quiere ir a parar, señor Craig?

—Existe la posibilidad de que la tía Maisie te dejara algo en su testamento.

—¿Por qué iba a molestarse en hacer eso?

—Porque tenía un amigo a quien puedes ayudar.

—¿Qué tipo de ayuda?

—Tu amigo tiene un problema, un anhelo, por decirlo sin ambages, y no de chocolate.

—Déjeme adivinar. ¿Heroína, crack o cocaína?

—Lo primero —dijo Craig—. Y necesita un suministro regular.

—¿Con qué regularidad?

—Diaria.

—¿Y cuánto me ha dejado tía Maisie para cubrir este considerable desembolso, por no hablar del peligro de ser descubierto?

—Cinco mil libras —dijo Craig—. Pero justo antes de morir, añadió una cláusula al testamento.

—Déjeme adivinar. No se pagará de una vez.

—Por si decidieras gastártelo de una vez.

—Sigo escuchando.

—Confiaba en que cincuenta libras a la semana sería suficiente para asegurar que su amigo no tendría que buscar en otro sitio.

—Dígale que si sube a cien, puede que me lo piense.

—Creo que estoy en condiciones, como representante suyo, de decir que acepta tus condiciones.

—¿Cuál es el nombre del amigo de tía Maisie?

—Toby Mortimer.

—Siempre de fuera adentro —dijo Nick—. Es una regla fácil de seguir.

Danny cogió la cuchara de plástico y empezó a recoger el agua que Nick había vertido en el cuenco del desayuno.

—No —dijo Nick—. Siempre hay que inclinar el plato de sopa hacia el interior de la mesa, y empujar la cuchara en la misma dirección. —Demostró el movimiento—. Y nunca se sorbe. No quiero oír el menor ruido mientras tomas sopa.

—Beth siempre se quejaba de eso —admitió Danny.

—Yo también —dijo Big Al, que no se había movido del catre.

—Y Beth tiene razón —aseguró Nick—. En algunos países, sorber se considera un cumplido, pero en Inglaterra no. —Quitó el cuenco y lo sustituyó por un plato de plástico, en el que había puesto una gruesa rebanada de pan y una guarnición de alubias con salsa de tomate—. Ahora, quiero que pienses en el pan como si fuera una chuleta de cordero, y en las alubias como si fueran guisantes.

—¿Qué has utilizado como salsa? —preguntó Big Al, sin moverse de la litera.

—Bovril frío —contestó Nick. Danny levantó el tenedor y el cuchillo de plástico, los sujetó con firmeza, la hoja y los dientes apuntando hacia el techo—. Intenta recordar —dijo Nick— que el cuchillo y el tenedor no son cohetes en una plataforma de lanzamiento, dispuestos a despegar. Al contrario que los cohetes, tienen que reponer su combustible cuando regresan a la Tierra.

Nick cogió el cuchillo y el tenedor de su lado de la mesa y demostró a Danny cómo debía sostenerlos.

—No es natural —fue la respuesta inmediata de Danny.

—Pronto te acostumbrarás —dijo Nick—. Y no olvides que tu índice debe descansar sobre la parte superior. No dejes que el mango sobresalga entre el índice y el pulgar. Estás sujetando un cuchillo, no un bolígrafo. —Danny imitó a Nick, pero la experiencia no acababa de convencerle—. Ahora, quiero que comas un pedazo de pan como si fuera una chuleta de cordero.

—¿Cómo le gusta, señor? —gruñó Big Al—. ¿Al punto o cruda?

—Solo te harán esa pregunta si pides filete, nunca si tomas chuletas —señaló Nick. Danny hincó el cuchillo en la rebanada de pan.

—No —dijo Nick—. Corta la carne, no la destroces, y un pedazo pequeño cada vez. —Danny siguió sus instrucciones, pero después empezó a cortar el segundo pedazo de pan mientras todavía masticaba el primero—. No —repitió con firmeza—. Mientras comes, apoyas el cuchillo y el tenedor en el plato, y no vuelves a levantarlos hasta que has terminado de masticar. —En cuanto Danny engulló el pedazo de pan, recogió unas alubias con el tenedor—. No, no, no —observó Nick—. Un tenedor no es una pala. Pincha unos cuantos guisantes cada vez.

—Pero así tardaré una eternidad —se quejó Danny.

—Y no hables con la boca llena —le reprendió Nick.

Big Al gruñó de nuevo, pero Danny no le hizo caso y cortó otro pedazo de pan, se lo llevó a la boca, y después apoyó el cuchillo y el tenedor en el plato.

—Bien, pero mastica la carne más rato antes de tragarla —dijo Nick—. Intenta recordar que eres un ser humano, no un animal. —El comentario mereció un potente eructo de Big Al. En cuanto Danny hubo terminado otro pedazo de pan, intentó pinchar un par de alubias, pero se le resistieron. Tiró la toalla.

—No chupes el cuchillo —fue lo único que tuvo que decir Nick.

—Pero si te apetece, muchacho —dijo Big Al—, puedes lamerme el culo.

Danny tardó un rato en terminar su frugal colación; finalmente depositó el cuchillo y el tenedor sobre el plato vacío.

—Cuando hayas acabado de comer —dijo Nick—, cruza los cubiertos.

—¿Por qué? —preguntó Danny.

—Porque cuando estés comiendo en un restaurante, el camarero tiene que saber que has terminado.

—No como en restaurantes muy a menudo —admitió Danny.

—Entonces, tendré que ser la primera persona que os invite a ti y a Beth en cuanto te pongan en libertad.

—¿Y yo? —preguntó Big Al—. ¿A mí no me invitarás?

Nick no le hizo caso.

—Ha llegado el momento de pasar al postre.

—¿Pudin? —preguntó Danny.

—No, pudin no, otra cosa —repitió Nick—. Si estás en un restaurante, solo pides el primero y el segundo, y hasta que no has terminado no te traen la carta de postres.

—¿Dos cartas en un solo restaurante? —preguntó Danny.

Nick sonrió, mientras dejaba una rebanada de pan más delgada en el plato de Danny.

—Esto es tarta de albaricoque —señaló.

—Y yo estoy en la cama con Cameron Díaz —dijo Big Al. Esta vez, Danny y Nick rieron.

—Para el postre —continuó Nick—, utilizas el tenedor pequeño. Sin embargo, si pides una créme brulée o helado, eliges la cuchara pequeña. De repente, Big Al se incorporó en su catre.

—¿De qué coño sirve todo esto? —preguntó—. Esto no es un restaurante, sino una cárcel. Lo único que comerá Danny durante los próximos veinte años es fiambre de pavo.

—Y mañana —siguió Nick, sin hacerle caso—, te enseñare a catar el vino después de que el camarero te haya servido un poco en la copa…

—Y pasado mañana —dijo Big Al, acompañando sus palabras de un largo pedo—, te enseñaré a catar una muestra de mi pis, una rara cosecha que te recordará que estás en la cárcel y no en el puto Ritz.