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El secretario del señor Pearson telefoneó al secretario del juez Sackville a las nueve y un minuto de la mañana siguiente. El secretario del juez Sackville dijo que transmitiría la solicitud del señor Pearson y que volvería a llamarle. Pocos minutos después, el secretario del juez Sackville llamó para informar al secretario del señor Pearson de que el juez estaría encantado de ver al señor Pearson en su despacho a las nueve y media, y suponía, dadas las circunstancias, que también sería necesaria la presencia del señor Redmayne.

—Será mi siguiente llamada, Bill —contestó el secretario del señor Pearson, antes de colgar el teléfono.

A continuación, el secretario del señor Pearson llamó al secretario del señor Redmayne y preguntó si el señor Redmayne estaría libre a las nueve y media para ver al juez en su despacho, con el fin de hablar de un asunto de la máxima urgencia.

—¿Qué ocurre, Jim? —preguntó el secretario del señor Redmayne.

—Ni idea, Ted. Pearson nunca me dice nada.

El secretario del señor Redmayne llamó al móvil del señor Redmayne, y le pilló justo cuando estaba a punto de desaparecer en las entrañas de la estación de metro de Pimlico.

—¿Ha dado Pearson alguna explicación sobre por qué ha solicitado una reunión con el juez? —preguntó Alex.

—Nunca lo hace, señor Redmayne —contestó Ted.

Alex llamó con los nudillos a la puerta antes de entrar en el despacho del juez Sackville. Encontró a Pearson sentado en una confortable butaca, charlando con el juez acerca de sus rosas. Al juez Sackville ni se le habría ocurrido hablar del asunto que les había reunido sin que ambos letrados estuvieran presentes.

—Buenos días, Alex —dijo el juez, y le indicó con un ademán una vieja butaca de cuero, al lado de Pearson.

—Buenos días, juez —contestó Alex.

—Como debemos comparecer dentro de menos de treinta minutos —puntualizó el juez— tal vez, Arnold, podrías informarnos sobre el motivo por el que solicitaste esta reunión.

—Por supuesto, juez —dijo Pearson—. A instancias del CPS, asistí a una reunión en sus oficinas ayer por la noche. —Alex contuvo el aliento—. Después de una larga discusión con mis superiores, estoy en condiciones de informar de que están pensando en la posibilidad de llegar a un acuerdo en este caso.

Alex procuró no expresar ninguna reacción, aunque tuvo ganas de saltar y dar puñetazos al aire, pero estaba en el despacho del juez, no en las terrazas de Upton Park.

—¿Qué proponen? —preguntó el juez.

—Creen que si Cartwright se declarara culpable de homicidio…

—¿Cómo crees que reaccionaría tu cliente a esa oferta? —preguntó el juez a Redmayne.

—No tengo ni idea —admitió Alex—. Es un hombre inteligente, pero tozudo como una mula. Se ha ceñido a la misma historia durante los últimos seis meses y nunca ha dejado de afirmar su inocencia.

—Pese a ello, ¿eres de la opinión de aconsejarle que acepte la oferta del CPS? —preguntó Pearson. Alex guardó silencio unos momentos.

—Sí, pero ¿cómo propone el CPS que la disfrace?

Pearson frunció el ceño al oír la expresión elegida por Redmayne.

—Si tu cliente admitiera que Wilson y él fueron al callejón con el propósito de zanjar sus diferencias…

—¿Y un cuchillo terminó en el pecho de Wilson? —preguntó el juez, procurando no sonar demasiado cínico.

—Defensa propia, circunstancias atenuantes… Dejaré que Redmayne se encargue de los detalles. No es responsabilidad mía. El juez asintió.

—Daré órdenes a mi secretario de que informe a los funcionarios del tribunal y al jurado de que no tengo la intención de comparecer… —consultó su reloj— hasta las once. Alex, ¿tendrás tiempo suficiente para informar a tu cliente, y volver después a mi despacho con la decisión?

—Sí, creo que habrá tiempo de sobra —contestó Alex.

—Si ese hombre es culpable —afirmó Pearson—, volverás dentro de dos minutos.