27

Lawrence Davenport salió a saludar tres veces la noche del estreno de La importancia de llamarse Ernesto en el Theatre Royal de Brighton. No pareció darse cuenta de que el resto de la compañía estaba en el escenario con él.

Durante los ensayos, había telefoneado a su hermana para invitarla a cenar después de la función.

—¿Cómo va? —había preguntado Sarah.

—Bien —contestó él—, pero ese no es el único motivo de que quiera verte. Necesito hablar contigo de una decisión importante que he tomado, la cual te afectará a ti, y a toda la familia.

Cuando colgó el teléfono estaba más decidido que nunca. Iba a plantar cara a Spencer Craig por primera vez en su vida, fueran cuales fuesen las consecuencias. Sabía que no podría hacerlo sin el apoyo de Sarah, sobre todo teniendo en cuenta su pasada relación con Craig.

Los ensayos habían sido tediosos. En una obra de teatro no hay ni segunda ni tercera toma, en el caso de que te olvides de una frase o de un movimiento en el escenario. Davenport empezó a preguntarse cómo podía confiar en destacar, actuando con actores que aparecían con regularidad en el West End. Pero en cuanto el telón se alzó la primera noche, no le cupo duda de que el teatro estaba abarrotado de admiradores del doctor Beresford, pendientes de cada palabra de Lawrence, que reían hasta de sus frases menos divertidas y aplaudían todas y cada una de sus intervenciones, por breves que fueran.

Cuando Sarah entró en su camerino para desearle buena suerte, antes de que el telón se levantara, él le recordó que tenía que hablarle de algo muy importante durante la cena. Ella vio que estaba pálido y que parecía un poco cansado, pero lo achacó a los nervios de la noche de estreno.

—Nos veremos después de la función —dijo—. Mucha mierda.

Cuando el telón cayó por fin, Davenport sabía que sería incapaz de hacerlo. Se sentía como si hubiera vuelto a sus orígenes. Intentó convencerse de que debía pensar en los demás, sobre todo en su hermana. Al fin y al cabo, ¿por qué debía arruinar su carrera por culpa de Spencer Craig?

Davenport volvió al camerino, que estaba lleno de amigos y admiradores que brindaban a su salud, lo que siempre era la primera señal de un éxito. Disfrutó de los halagos y trató de olvidar a Danny Cartwright; al fin y al cabo, no era nada más que un matón del East End que estaría mejor encerrado.

Sarah estaba sentada en un rincón de la habitación, complacida por el éxito de su hermano, mientras se preguntaba qué era aquello tan importante de lo que quería hablar con ella.

Nick se llevó una sorpresa al ver a Danny despierto cuando Pascoe abrió la puerta de la celda; era pasada la medianoche. Si bien estaba agotado después de los acontecimientos del día y del largo viaje de regreso a Londres, le alegraba poder contar las noticias a alguien.

Danny escuchó con atención todo cuanto había sucedido en Escocia. Big Al estaba tumbado de cara a la pared y no habló.

—Tú habrías manejado a Munro mucho mejor que yo —reconoció Nick—. Para empezar, dudo que hubieras permitido que tu tío te robara todo ese dinero. —Estaba a punto de explicar con más detalle su entrevista con el abogado, cuando se interrumpió de repente—. ¿A qué viene esa sonrisa de satisfacción? —preguntó.

Danny bajó de la litera, pasó una mano bajo su almohada y sacó una pequeña cinta de cassette. La introdujo en la grabadora y pulsó el botón de reproducción.

—¿Cómo te llamas? —preguntó un hombre con fuerte acento de Glasgow.

—Toby, Toby Mortimer —respondió una voz que se había criado en un ambiente muy distinto.

—¿Cómo has acabado aquí?

—Posesión.

—¿Clase A?

—La peor. Heroína. Necesitaba chutarme dos veces al día.

—Entonces, estarás contento de haber entrado en el programa de desintoxicación.

—No me está resultando fácil —dijo Toby.

—¿Y toda esa mierda que me contaste ayer? ¿Debo creerlo?

—Todo es cierto, hasta la última palabra. Necesitaba que entendieras por qué dejé el programa. Vi cómo mi amigo apuñalaba a un hombre; tendría que haberlo contado a la policía.

—¿Por qué no lo hiciste?

—Porque Spencer me dijo que mantuviera la boca cerrada.

—¿Spencer?

—Mi amigo Spencer Craig. Es abogado.

—¿Esperas que me crea que un abogado apuñaló a un desconocido?

—No fue tan sencillo.

—Apuesto a que la bofia sí pensó que era sencillo.

—Sí. Solo tenían que elegir entre un chico del East End y un abogado con tres testigos que aseguraban que ni siquiera estuvo allí. —La cinta siguió en silencio unos segundos—. Pero yo sí estuve allí.

—¿Qué pasó en realidad?

—Era el treinta cumpleaños de Gerald y todos habíamos bebido demasiado. Fue entonces cuando los tres entraron.

—¿Tres?

—Dos hombres y una chica. El problema lo causó la chica.

—¿Fue la chica la que empezó la pelea?

—No, no. A Craig le gustó la chica en cuanto la vio, pero ella no estaba interesada, y él se cabreó mucho.

—¿Su novio empezó la pelea?

—No, la chica dejó claro que quería marcharse, así que salieron por la puerta de atrás.

—¿A un callejón?

—¿Cómo lo sabes? —preguntó una voz sorprendida.

—Me lo dijiste ayer —dijo Big Al, enmendando su equivocación.

—Ah, claro. —Otro largo silencio—. Spencer y Gerald corrieron hacia la parte trasera del pub en cuanto salieron, así que Larry y yo les acompañamos, pero la situación se les escapó de las manos.

—¿De quién fue la culpa?

—De Spencer y Gerald. Querían pelear con los dos chicos y supusieron que les apoyaríamos, pero yo estaba demasiado colocado para ayudarles, y Larry no se mete en ese tipo de cosas.

—¿Larry?

—Larry Davenport.

—¿El de la tele? —dijo Big Al, intentando aparentar sorpresa.

—Sí, pero él y yo nos quedamos rezagados y fuimos testigos de la pelea.

—¿Así que era tu amigo Spencer el que quería pelea?

—Sí. Siempre le había gustado boxear, representó a Cambridge en ese deporte, pero esos dos chicos eran de una pasta diferente. Fue entonces cuando Spencer sacó el cuchillo.

—¿Spencer tenía un cuchillo?

—Sí, lo había cogido del bar antes de salir al callejón. Recuerdo que dijo: «por si acaso».

—¿Y nunca había visto ni a los chicos ni a la chica?

—No, pero aún creía que tenía posibilidades con la chica, hasta que Cartwright empezó a darle de lo lindo. Fue entonces cuando Spencer perdió los estribos y le apuñaló en la pierna.

—Pero ¿no le mató?

—No, solo le apuñaló en la pierna, y mientras Cartwright se dolía de la herida, Spencer apuñaló al otro chico en el pecho. —Siguió un silencio—. Y le mató.

—¿Llamasteis a la poli?

—No. Spencer debió de hacerlo más tarde, después de ordenar que nos fuéramos a casa. Dijo que, si alguien hacía preguntas, debíamos contar que no habíamos salido del bar, y que no habíamos visto nada.

—¿Alguien hizo preguntas?

—La policía se presentó en mi casa a la mañana siguiente. Yo no había dormido, pero no me fui de la lengua. Creo que estaba más asustado de Craig que de la policía, pero daba igual, porque el oficial a cargo de la investigación estaba convencido de haber detenido al verdadero culpable.

La cinta corrió varios segundos más, hasta que la voz de Mortimer añadió:

—Eso fue hace más de dos años, y no pasa ni un día en el que no piense en ese chico. Ya he advertido a Spencer de que cuando me sienta con fuerzas para prestar declaración…

La cinta se interrumpió.

—¡Bien hecho! —exclamó Nick, pero Big Al se limitó a gruñir. Se había ceñido al guión que Danny le había escrito, el cual cubría todos los puntos que el señor Redmayne necesitaba para la apelación.

—Aún tengo que entregar la cinta al señor Redmayne, sea como sea —dijo Danny, mientras la extraía de la grabadora y la guardaba bajo la almohada.

—Eso no debería ser demasiado difícil —observó Nick—. Envíala en un sobre con la inscripción «legal». Ningún guardia se atrevería a abrirlo, a menos que estuviera convencido de que el abogado está traficando con drogas o dinero con un recluso, y ningún abogado sería tan estúpido para correr ese riesgo.

—A menos que el recluso estuviera conchabado con un madero —dijo Big Al— que se hubiera enterado de lo de la cinta.

—Pero eso no es posible —afirmó Danny—, siempre que solo lo sepamos los tres.

—No te olvides de Mortimer —dijo Big Al, decidiendo por fin que había llegado el momento de sentarse—. Es incapaz de mantener la boca cerrada, sobre todo cuando necesita un chute.

—¿Qué debería hacer con la cinta? —preguntó Danny—. No puedo ganar la apelación sin ella.

—Yo no correría el riesgo de enviarla por correo —comento Big Al—. Pide una cita con Redmayne, y dásela en persona. Porque ¿sabes quién mantuvo una entrevista con su abogado ayer?

Nick y Danny no dijeron nada, mientras esperaban a que Big Al contestara a su propia pregunta.

—Ese hijoputa de Leach —dijo al fin.

—Podría ser una simple coincidencia —objetó Nick.

—No si el abogado es Spencer Craig.

—¿Cómo puedes estar seguro de que era Craig? —preguntó Danny, al tiempo que aferraba la barandilla de su camastro.

—Los carceleros entran y salen de la enfermería para charlar con la hermana, y yo soy quien prepara el té.

—Si un carcelero corrupto averiguara lo de la cinta —dijo Nick—, no cabe duda de en qué mesa acabaría.

—¿Qué debo hacer? —preguntó Danny, desesperado.

—Conseguir que acabe en su mesa —dijo Nick.

—¿Ha pedido hora para una consulta?

—No exactamente.

—Entonces, ¿ha venido en busca de asesoramiento legal?

—No exactamente.

—En ese caso, ¿para qué ha venido exactamente? —preguntó Spencer Craig.

—Necesito ayuda, pero no jurídica.

—¿A qué tipo de ayuda se refiere? —preguntó Craig.

—Tengo la oportunidad de hacerme con un gran cargamento de vino, pero hay un problema.

—¿Un problema? —repitió Craig.

—Piden un pago a cuenta.

—¿Cuánto?

—Diez mil libras.

—Necesitaré unos días para pensarlo.

—Estoy seguro de que lo hará, señor Craig, pero no tarde mucho, porque hay otra persona interesada, alguien que está convencido de que esta vez podré contestar a algunas preguntas. —El camarero del Dunlop Arms hizo una pausa—. Prometí darle una respuesta antes del 31 de mayo.

Todos oyeron que la llave giraba en la cerradura, lo cual les pilló por sorpresa, pues aún faltaba una hora para Asociación. Cuando la puerta de la celda se abrió, Hagen apareció en el umbral.

—Registro de celda —anunció—. Vosotros tres, al pasillo.

Nick, Danny y Al salieron al corredor, y se quedaron todavía más sorprendidos cuando Hagen entró en la celda y cerró la puerta a su espalda. La sorpresa no era porque un carcelero se encargara de un registro; estos eran bastante comunes. Los guardias siempre buscaban drogas, bebida, navajas e incluso pistolas. Pero siempre que tenía lugar un registro de celda, había tres guardias presentes, y se dejaba abierta de par en par la puerta de la celda para que los presos no pudieran alegar que habían colocado algo.

Unos momentos después, la puerta se abrió y Hagen volvió a aparecer, incapaz de reprimir una sonrisa en su cara.

—Muy bien, muchachos —dijo—, estáis limpios.

Danny se quedó sorprendido al ver a Leach en la biblioteca, porque nunca se había llevado un libro. Tal vez querría leer un periódico. Deambulaba de un lado a otro de las estanterías, como perdido.

—¿Puedo ayudarte? —preguntó Danny.

—Quiero el último ejemplar de la Law Review.

—Estás de suerte —dijo Danny—. Hasta hace unos días, solo teníamos un ejemplar atrasado, pero alguien donó varios libros a la biblioteca, incluida la última edición de la Law Review.

—Pues dámela —gruñó Leach.

Danny se encaminó a la sección jurídica, sacó del estante un grueso volumen encuadernado en piel y lo bajó al mostrador.

—¿Nombre y número?

—No tengo por qué decirte nada.

—Debes decirme tu nombre si quieres sacar un libro, porque de lo contrario no puedo rellenar la tarjeta de la biblioteca.

—Leach, 6241 —rugió el hombre.

Danny llenó una nueva tarjeta. Confió en que Leach no se diera cuenta de que su mano temblaba.

—Firma al pie.

Leach puso una cruz en el sitio que Danny señalaba.

—Tendrás que devolver el libro dentro de tres días —explicó Danny.

—¿Quién te crees que eres, un puto carcelero? Lo devolveré cuando me salga de las pelotas.

Danny vio que Leach se apoderaba del libro y salía de la biblioteca sin decir ni una palabra más. Estaba perplejo. Si Leach no sabía firmar…