67

Craig había encargado cuatro pizzas, y esta vez no habría camareras que sirvieran el vino frío en este encuentro de los Mosqueteros.

Desde que había salido del despacho del Lord Canciller, había dedicado todos sus momentos libres a intentar averiguar todo lo posible sobre sir Nicholas Moncrieff. Había podido confirmar que Moncrieff había compartido celda con Danny Cartwright y Albert Crann en Belmarsh. También descubrió que Moncrieff había sido puesto en libertad seis semanas después de la muerte de Cartwright.

Lo que Craig no podía entender era por qué alguien iba a dedicar toda su vida, como Moncrieff había hecho, a seguir el rastro y tratar de destruir a tres hombres que no conocía. A menos que… Fue al colocar las dos fotografías de Moncrieff y Cartwright la una al lado de la otra cuando empezó a pensar en esa posibilidad. No tardó mucho en trazar un plan para descubrir si la posibilidad era una realidad.

Alguien llamó a la puerta principal. Craig la abrió y vio la figura desolada de Gerald Payne, aferrada a una botella de vino barato. Toda la confianza en sí mismo que había exhibido durante la reunión anterior se había evaporado.

—¿Larry vendrá? —preguntó, sin molestarse en estrechar la mano de Craig.

—Le espero de un momento a otro —dijo Craig, mientras guiaba a su viejo amigo a través del salón—. ¿Dónde te escondes últimamente?

—Vivo en Sussex con mi madre, hasta que todo esto haya pasado —contestó Payne, al tiempo que se hundía en una mullida butaca.

—¿Algún problema en la circunscripción? —preguntó Craig, mientras le servía una copa de vino.

—Podría haber sido peor —dijo Payne—. Los liberales están esparciendo rumores, pero por suerte lo hacen con tanta frecuencia que nadie les concede mucha importancia. Cuando el director del periodicucho local llamó, le dije que había dimitido como socio de Baker, Tremlett y Smythe porque quería dedicar más tiempo a mi trabajo en la circunscripción, para preparar las elecciones generales. Hasta escribió un editorial de apoyo al día siguiente.

—No me cabe duda de que sobrevivirás —dijo Craig—. Con franqueza, estoy mucho más preocupado por Larry. No solo no le concedieron el papel en Holby City, sino que va diciendo a todo el mundo que le enviaste un mensaje de texto sobre la declaración de la ministra justo cuando estaba a punto de empezar la prueba.

—Pero eso no es verdad —replicó Payne—. Me encontraba en tal estado de conmoción que no me puse en contacto con nadie, ni siquiera contigo.

—Pues alguien lo hizo —dijo Craig—. Y ahora me doy cuenta de que, si no fuiste tú quien nos envió mensajes de texto, tuvo que ser alguien que sabía lo de la prueba de Larry y lo de mi reunión con el Lord Canciller.

—La misma persona que tuvo acceso a mi teléfono móvil todo el rato.

—El ubicuo sir Nicholas Moncrieff.

—Ese hijo de puta. Le mataré —dijo Payne, sin pensar en lo que decía.

—Eso es lo que tendríamos que haber hecho cuando tuvimos la oportunidad —reflexionó Craig.

—¿Qué quieres decir?

—Lo descubrirás a su tiempo —dijo Craig, justo cuando sonaba el timbre de la puerta—. Debe de ser Larry.

Mientras Craig iba a abrir la puerta, Payne se quedó pensando en los mensajes de texto que Moncrieff había debido de enviar a Larry y a Spencer mientras estaba fuera de juego en los lavabos de la Cámara de los Comunes, pero aún estaba lejos de comprender el motivo cuando los dos se reunieron con él. Payne se quedó pasmado al ver cuánto había cambiado Larry en tan poco tiempo Llevaba unos vaqueros desteñidos y una camisa arrugada. Estaba claro que no se había afeitado desde que se había enterado de la declaración ministerial. Se derrumbó en la silla más cercana.

—¿Por qué, por qué, por qué? —fueron sus primeras palabras.

—Pronto lo sabrás —dijo Craig, al tiempo que le tendía una copa de vino.

—Ha sido una campaña bien organizada, sin duda —reconoció Payne, en cuanto Craig volvió a llenar su copa.

—Y no hay motivos para creer que haya terminado —dijo Craig.

—Pero ¿por qué? —repitió Davenport—. ¿Por qué me presta un millón de libras de su dinero, si sabía que iba a perder hasta el último penique?

—Porque tenía la garantía de que tu casa cubriría el préstamo —replicó Payne—. No podía perder.

—¿Y qué crees que hizo al día siguiente? —dijo Davenport—. Contrató a tu antigua firma para que se deshiciera de mi casa. Ya han puesto un cartel de se vende en el jardín delantero, y han empezado a enseñarla a posibles compradores.

—¿Qué dices que ha hecho? —preguntó Payne.

—Y esta mañana he recibido una carta de un abogado, diciendo que si no desalojo la casa a finales de mes, no tendrán otra alternativa que…

—¿Dónde vivirás? —preguntó Craig, con la esperanza de que Davenport no le pidiera asilo.

—Sarah ha accedido a acogerme en su casa hasta que este lío se solucione.

—No le habrás dicho nada, ¿verdad? —preguntó Craig angustiado.

—No, ni palabra —dijo Davenport—. Aunque sabe que algo ha ocurrido, claro está. No para de preguntarme cuándo conocí a Moncrieff.

—No puedes decírselo —afirmó Craig—, o todos terminaremos metidos en más problemas.

—¿Más problemas todavía? —preguntó Davenport.

—Sí, si permitimos que Moncrieff prosiga su venganza —dijo Craig. Payne y Davenport no intentaron llevarle la contraria—. Sabemos que Moncrieff ha entregado sus diarios al Lord Canciller, y no me cabe duda de que le llamarán para prestar declaración ante los magistrados del Tribunal Supremo cuando se reúnan para decidir el indulto de Cartwright.

—Oh, Dios —dijo Davenport, con una mirada de desesperación en los ojos.

—Que no cunda el pánico —pidió Craig—. Creo que he encontrado la forma de terminar con Moncrieff de una vez por todas. —Davenport no parecía muy convencido—. Es más, existe la posibilidad de que aún podamos recuperar todo nuestro dinero, lo cual incluiría tu casa, Larry, además de tus cuadros.

—Pero ¿cómo lo haremos? —preguntó Davenport.

—Paciencia, Larry, paciencia, todo a su tiempo.

—Comprendo su táctica con Larry —dijo Payne—, porque no tenía nada que perder, pero ¿por qué apoquinar un millón de su propio dinero cuando sabía que era un negocio condenado al fracaso?

—Ese fue un golpe genial —admitió Craig.

—Sin duda nos vas a iluminar —dijo Davenport.

—Porque al invertir ese millón —continuó Craig, sin hacer caso de su sarcasmo—, os convenció a los dos, y a mí también, de que íbamos a ganar.

—Pero iba a perder ese millón —señaló Payne—, si sabía que el primer solar estaba condenado.

—No, si ya era propietario del solar —dijo Craig.

Ninguno de sus dos invitados habló durante un rato, mientras intentaban asimilar el significado de sus palabras.

—¿Estás insinuando que le estábamos pagando para comprar su propiedad? —preguntó Payne por fin.

—Peor todavía —contestó Craig—, porque creo que gracias a un consejo que le diste, Gerald, no podía perder de ninguna manera. De modo que no solo acabó con nosotros, sino que hizo su agosto.

Sonó el timbre de la puerta.

—¿Quién es? —preguntó Davenport, a punto de saltar de la butaca.

—Nuestra cena —anunció Craig—. ¿Por qué no vais a la cocina? Mientras comemos las pizzas os informaré de qué he pensado para sir Nicholas Moncrieff, porque ha llegado el momento de luchar.

—No estoy seguro de querer enfrentarme de nuevo a ese hombre —admitió Davenport, mientras Payne y él entraban en la cocina.

—Puede que no tengamos otra alternativa —dijo Payne.

—¿Sabes quién más va a venir? —preguntó Davenport cuando vio la mesa puesta para cuatro. Payne negó con la cabeza.

—Ni idea, pero no creo que sea Moncrieff.

—Tienes razón, aunque podría ser uno de sus antiguos compañeros de colegio —dijo Craig cuando entró en la cocina. Sacó las pizzas de sus cajas y las introdujo en el microondas.

—¿Vas a explicarnos qué coño estás tramando? —preguntó Payne.

—Todavía no —dijo Craig, al tiempo que consultaba su reloj—. Pero solo tendréis que esperar unos minutos para averiguarlo.

—Al menos, explícame a qué te referías cuando dijiste que Moncrieff ha ganado una fortuna debido a un consejo que yo le di —pidió Payne.

—¿No fuiste tú quien le dijo que comprara el segundo solar, para que no pudiera perder de ninguna manera?

—Sí, pero si te acuerdas, no tenía suficiente dinero ni para pagar el primer solar.

—Eso te dijo —contestó Craig—. Según el Evening Standard, se espera que el otro solar alcance ahora los doce millones.

—Pero ¿por qué aportó un millón de su propio dinero por el primer solar —preguntó Davenport—, si ya sabía que iba a forrarse con el segundo?

Porque su intención siempre fue ganar dinero con ambos solares —dijo Craig—. Solo que en el primero nosotros íbamos a ser las víctimas, mientras él no perdía ni un penique. Si nos hubieras dicho que era Moncrieff quien te iba a prestar el dinero para el primer solar —se dirigió a Davenport—, podríamos haberlo deducido.

Davenport parecía avergonzado, pero no intentó defenderse.

—Lo que no entiendo todavía —dijo Payne— es por qué nos tendió esta trampa. No puede ser solo porque compartiera la celda con Cartwright.

—Estoy de acuerdo en que tiene que haber algo más —admitió Davenport.

—Lo hay —dijo Craig—. Y si es lo que yo creo, Moncrieff no volverá a molestarnos. Payne y Davenport no parecían muy convencidos.

—Al menos —pidió Payne—, dinos cómo localizaste a uno de los antiguos amigos del colegio de Moncrieff.

—¿Habéis oído hablar de mipasado.com?

—¿Con quién has intentado ponerte en contacto? —preguntó Payne.

—Con cualquiera que conociera a Nicholas Moncrieff del colegio o del ejército.

—¿Alguien se puso en contacto contigo? —preguntó Davenport, cuando el timbre de la puerta volvió a sonar.

—Siete, pero solo uno reunía todas las condiciones necesarias —puntualizó Craig, mientras iba a abrir la puerta. Davenport y Payne intercambiaron una mirada, pero no dijeron nada.

Cuando Craig volvió a aparecer unos segundos después, lo hizo acompañado de un hombre alto y corpulento, que tuvo que agachar la cabeza cuando atravesó la puerta de la cocina.

—Caballeros, permítanme que les presente a Sandy Dawson —dijo Craig—. Sandy estuvo en el mismo grupo del colegio Loretto que Nicholas Moncrieff.

—Durante cinco años —dijo Dawson, al tiempo que estrechaba la mano a Payne y a Davenport. Craig le sirvió una copa de vino antes de indicar que tomara asiento en la silla vacía.

—¿Para qué necesitamos a alguien que fue con Moncrieff al colegio? —preguntó Davenport.

—¿Por qué no se lo dices, Sandy? —preguntó Craig.

—Me puse en contacto con Spencer convencido de que era mi viejo amigo Nick Moncrieff, al que no había visto desde que salí del colegio.

—Cuando Sandy se puso en contacto conmigo —interrumpió Craig—, le hablé de mis reservas hacia el hombre que afirmaba ser Moncrieff, y él accedió a ponerle a prueba. Fue Gerald quien me informó de que Moncrieff se había citado con uno de sus colegas, Gary Hall, en el Dorchester aquella mañana. Sandy apareció allí unos minutos después.

—No fue difícil localizarle —dijo Dawson—. Todo el mundo, desde el portero del vestíbulo al director del hotel, parecía conocer a sir Nicholas Moncrieff. Estaba sentado en un reservado, justo donde el conserje había dicho que le encontraría. Cuando le vi por primera vez, me quedé convencido de que era Nick, pero como habían transcurrido casi quince años desde la última vez que le había visto, pensé que debía comprobarlo. Sin embargo, cuando me acerqué a hablar con él, no pareció reconocerme, y no soy fácil de olvidar.

—Ese es uno de los motivos de que te eligiera —dijo Craig—, pero eso no constituye ninguna prueba, después de tanto tiempo.

—Por eso decidí interrumpir su reunión —siguió Dawson—, para ver si era Nick en realidad.

—¿Y? —preguntó Payne.

—Muy impresionante. El mismo aspecto, la misma voz, incluso los mismos gestos, pero aún no estaba convencido, así que decidí tenderle un par de trampas. Cuando Nick estaba en Loretto era capitán del equipo de criquet, y un lanzador rápido estupendo. Este hombre lo sabía, pero cuando le recordé que yo había sido el primer guardameta del equipo, ni siquiera pestañeó. Ese fue su primer error. Yo nunca jugué a criquet en el colegio, lo detestaba. Jugaba en el equipo de rugby, en la segunda línea, lo cual no debería sorprenderos, así que me marché, pero aún me preguntaba si solo había sido un olvido, de modo que volví para comunicarle la triste noticia de que Squiffy Humphries había fallecido, y que toda la ciudad había acudido a su funeral. «Gran entrenador», dijo ese hombre. Esa fue su segunda equivocación. Squiffy Humphries era la enfermera del colegio. Llevaba a los chicos con mano de hierro. Hasta yo le tenía miedo. Era imposible que se hubiera olvidado de Squiffy. No sé quién era el hombre del Dorchester, pero os aseguro que no es Nicholas Moncrieff.

—Entonces, ¿quién coño es? —preguntó Payne.

—Yo sé exactamente quién es —replicó Craig—. Y todavía más, voy a demostrarlo.

Danny había puesto al día los tres expedientes. No cabía duda de que había herido a Payne, incluso lisiado a Davenport, pero apenas había rozado a Craig, aunque hubiera retrasado su nombramiento de QC. Y ahora que había volado por los aires su tapadera, los tres debían de saber quién era el responsable de su perdición.

Mientras Danny se había refugiado en el anonimato, había sido capaz de abatir a sus enemigos uno tras otro, y hasta había elegido el terreno de combate. Pero ya no contaba con esa ventaja. Ahora conocían demasiado bien su existencia, lo cual le dejaba, por primera vez, vulnerable y expuesto. Querrían vengarse, y no necesitaba que nadie le recordara lo que había ocurrido la última vez que habían trabajado en equipo.

Danny había esperado derrotar a los tres antes de que descubrieran contra quién luchaban. Ahora, su única esperanza consistía en desenmascararles ante un tribunal. Pero eso significaría revelar que era a Nick a quien habían asesinado en las duchas de Belmarsh, no a él, y si iba a correr ese riesgo, debía escoger el momento perfecto.

Davenport había perdido su casa y su colección de arte, y le habían expulsado de Holby City incluso antes de terminar la prueba de pantalla. Se había mudado con su hermana a Cheyne Walk, lo que hizo que Danny se sintiera culpable por primera vez. Se preguntó cómo reaccionaría Sarah si alguna vez descubría la verdad.

Payne estaba al borde de la ruina, pero Hall había dicho que su madre le sacaría las castañas del fuego, y en las próximas elecciones tal vez sería elegido diputado por el condado de Sussex.

Y Craig no había perdido nada comparado con sus amigos, y desde luego no mostraba señales de arrepentimiento. Danny no albergaba la menor duda sobre cuál de los Mosqueteros encabezaría el contraataque.

Danny devolvió los tres expedientes a su estante. Ya había planeado su siguiente movimiento, y confiaba en que finalmente lograría que los tres dieran con sus huesos en la cárcel. Comparecería ante los tres magistrados del Tribunal Supremo, tal como el señor Redmayne había solicitado, y aportaría la nueva prueba necesaria para demostrar que Craig era un asesino, Payne su cómplice y Davenport había cometido perjurio, como consecuencia de lo cual un hombre inocente había sido enviado a la cárcel por un crimen que no había cometido.