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Nick era cinco meses mayor que yo —dijo Danny—, y un centímetro más bajo.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó nervioso Big Al.

—Está todo en sus diarios —contestó Danny—. He llegado al momento en el que entro en esta celda y los dos decidís qué historia me vais a contar. —Big Al frunció el ceño—. He estado ciego durante los últimos dos años, y lo tenía todo delante de las narices. —Big Al siguió callado—. Tú eras el sargento que disparó contra los dos albanokosovares cuando ordenaron al pelotón de Nick custodiar a un grupo de prisioneros serbios.

—Peor —dijo Big Al—. Fue después de que el capitán Moncrieff diera la orden tajante de no disparar hasta que hubiera lanzado una advertencia en inglés y en serbocroata.

—Y tú decidiste hacer caso omiso de la orden.

—Es inútil lanzar advertencias contra alguien que ya está disparando contra ti.

—Pero dos observadores de Naciones Unidas dijeron durante el consejo de guerra que los albanos estaban disparando al aire.

—Una observación hecha desde la seguridad de la suite de su hotel, al otro lado de la plaza.

—Y Nick acabó pagando el pato.

—Sí —confirmó Big Al—. Pese a que dije al jefe de la policía militar lo que había pasado exactamente, decidieron aceptar la palabra de Nick en lugar de la mía.

—Lo cual dio como resultado que os acusaran de homicidio.

Pero que solo nos sentenciaran a diez años, en lugar de a veintidós por asesinato y sin ninguna posibilidad de reducción de condena.

—Nick escribe mucho de tu valentía, y de que salvaste a la mitad del pelotón, incluido él, mientras servíais en Irak.

—Exageraba.

—No era su estilo —señaló Danny—, aunque sí explica por qué aceptó cargar con la culpa, aunque tú desobedeciste sus órdenes.

—Dije la verdad en el consejo de guerra —repitió Big Al—, pero aun así le echaron del ejército y le condenaron a ocho años por imprudencia y negligencia en el cumplimiento de su deber. ¿Sabes que no pasa ni un día sin que piense en el sacrificio que hizo por mí? Pero estoy seguro de una cosa: habría querido que ocuparas su lugar.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Sigue leyendo, muchacho, sigue leyendo.

—Algo no encaja en lo ocurrido —observó Ray Pascoe.

—¿Qué estás insinuando? —preguntó el alcaide—. Sabes tan bien como yo que no es extraño que un condenado a perpetua se suicide a los pocos días de que rechacen su apelación.

—Pero Cartwright no. Tenía demasiados motivos para vivir.

—Ni siquiera sabemos qué pasaba por su mente —dijo el alcaide—. No olvides que destrozó su celda y acabó en incomunicación. También se negaba a ver a su novia y a su hija siempre que venían a visitarle. Ni siquiera abría sus cartas.

—Es cierto, pero ¿es casualidad que esto haya ocurrido al cabo de pocos días de que Leach amenazara con vengarse de él?

—Escribiste en tu último informe que no se ha producido contacto entre ambos desde el incidente de la biblioteca.

—Eso es lo que me preocupa —reconoció Pascoe—. Si quieres matar a alguien, procuras que no te vean cerca de él.

—El médico ha confirmado que Cartwright murió a causa de una fractura de cuello.

—Leach es capaz de romper el cuello de cualquiera.

—¿Porque no devolvió un libro de la biblioteca?

—Y acabó un mes en incomunicación —añadió Pascoe.

—¿Qué me dices de la cinta de la que has estado hablando?

Pascoe sacudió la cabeza.

—No sé nada del asunto —admitió—. Pero tengo el presentimiento…

—Será mejor que tengas algo más que un presentimiento, Ray, si esperas que abra una investigación.

—Pocos minutos antes de que descubrieran el cadáver, Leach tropezó conmigo a propósito.

—¿Y qué? —preguntó el alcaide.

—Llevaba unas zapatillas de deporte nuevas.

—¿Qué quieres decir?

—Me fijé en que llevaba las zapatillas de gimnasia azules cuando empezó el partido, así que ¿por qué llevaba unas zapatillas Adidas nuevas de trinca cuando terminó? No es lógico.

—Por más que admire tus dotes de observación, Ray, eso no es suficiente para convencerme de que debemos abrir una investigación.

—Tenía el pelo mojado.

—Ray —dijo el alcaide—, tenemos dos alternativas. O aceptamos el informe del médico y confirmamos a nuestros superiores del Ministerio del Interior que fue un suicidio, o llamamos a la policía y le pedimos que inicien una investigación a fondo. Si se da esto último, necesitaré algo más para continuar adelante que el pelo mojado y un par de zapatillas deportivas nuevas.

—Pero si Leach…

—La primera pregunta que nos formularán es por qué, si conocíamos la amenaza que Leach había lanzado a Cartwright, no recomendamos que fuera trasladado a otra prisión ese mismo día. —Alguien llamó a la puerta con suavidad—. Adelante —dijo el alcaide.

—Siento molestarle —se excusó su secretaria—, pero he pensado que le gustaría ver esto cuanto antes. Le entregó una hoja de papel rayado de la cárcel.