49

Desde el despacho de Munro habían dejado varios mensajes en su móvil para que llamara cuanto antes. Pero él tenía otras cosas en la cabeza.

Se habían llevado a sir Nicholas en un coche de la policía para que pasara la noche en una celda de la comisaría de Paddington Green. Cuando Munro le dejó, tomó un taxi hasta el Caledonian Club de Belgravia. Se culpó por no recordar que sir Nicholas continuaba en libertad condicional y tenía prohibido abandonar el país. Tal vez su olvido se debía a que nunca había pensado que fuera un delincuente.

Cuando Munro llegó a su club justo después de las once y media, vio que la señorita Davenport le estaba esperando en el salón de invitados. Lo primero que necesitaba era averiguar, y muy deprisa, si la joven era apta para el trabajo. Tardó cinco minutos. Pocas veces había conocido a alguien que comprendiera los puntos principales de un caso con tal rapidez. Formuló todas las preguntas pertinentes, y Munro confió en que sir Nicholas tuviera todas las respuestas pertinentes. Cuando se separaron, justo después de medianoche, Munro no albergaba la menor duda de que su cliente estaba en buenas manos.

Sarah Davenport no tuvo que recordar a Munro la actitud de los tribunales hacia los presos que quebrantaban las cláusulas de su libertad condicional, sobre todo en lo que respectaba a desplazarse al extranjero sin la aprobación de su agente de la condicional. Tanto ella como Munro eran muy conscientes de que el juez probablemente lo enviaría a prisión para cumplir los cuatro años de condena que le quedaban. La señorita Davenport podía alegar «circunstancias atenuantes», pero no era muy optimista acerca del resultado. A Munro nunca le habían gustado los abogados optimistas. Ella prometió llamarle a Dunbroath en cuanto el juez pronunciara el veredicto.

Cuando Munro subía hacia su habitación, el portero le informó de que tenía otro mensaje, y que debía llamar a su hijo lo antes posible.

—¿Qué es tan urgente? —fue la primera pregunta de Munro cuando se sentó en el borde de la cama.

—Galbraith ha retirado todas las demandas pendientes —susurró Hamish Munro, que no quería despertar a su esposa—, así como la denuncia de violación de la propiedad ajena, en la que exigía que sir Nicholas desalojara su casa de The Boltons en un plazo de treinta días. Papá, ¿es una capitulación total, o me he perdido algo? —preguntó, después de cerrar con sigilo la puerta del cuarto de baño.

—Me temo que es esto último, hijo. Galbraith no ha hecho más que sacrificar lo irrelevante con el fin de capturar la única pieza que vale la pena poseer.

—¿Conseguir que los tribunales legitimen el segundo testamento de sir Alexander?

—Lo has acertado a la primera —dijo Munro—. Si puede demostrar que el nuevo testamento de sir Alexander, en el que lo deja todo a su hermano Angus, invalida cualquier testamento anterior, será Hugo Moncrieff, y no sir Nicholas, quien herede las propiedades, incluida una cuenta bancaria de Suiza que ahora asciende a un saldo de cincuenta y siete millones y medio de libras.

—Galbraith debe de confiar en que el segundo testamento es auténtico.

—Es posible, pero yo conozco a otra persona que no está tan segura.

—Por cierto, papá, Galbraith llamó otra vez justo cuando me iba del despacho. Quería saber cuándo regresarías a Escocia.

—¿De veras? —se asombró Munro—. Lo cual me lleva a la pregunta: ¿cómo sabía que no estaba en Escocia?

—Cuando dije que esperaba verte de nuevo —dijo Sarah—, no era precisamente una sala de interrogatorios de la comisaría de policía de Paddington Green lo que tenía en mente.

Danny sonrió con pesar y miró a su nueva abogada. Munro le había explicado que él no podía representarle en un tribunal inglés. Sin embargo, podía recomendarle…

—De acuerdo —le había interrumpido Danny—. Pero sé quién quiero que me represente.

—Me siento halagada —continuó Sarah— de que cuando necesitaste asesoramiento legal pensaras en mí.

—Solo pensé en ti —admitió Danny—. No conozco a más abogados. Lamentó sus palabras en cuanto las hubo pronunciado.

—Y pensar que he estado levantada la mitad de la noche…

—Lo siento —se disculpó Danny—. No quería decir eso. Es que el señor Munro me dijo…

—Sé lo que te dijo el señor Munro —interrumpió Sarah con una sonrisa—. En cualquier caso, no tenemos tiempo que perder. Comparecerás ante el juez a las diez de la mañana, y si bien el señor Munro me ha informado sobre lo que has estado haciendo estos dos últimos días, tengo que hacerte unas preguntas, pues no quiero que te pillen desprevenido cuando estés en el tribunal. De modo que haz el favor de ser franco, o sea, sincero. En el curso de los últimos meses, ¿has viajado al extranjero, aparte de esta ocasión en la que has ido a Ginebra?

—No —contestó Danny.

—¿Has dejado de asistir a alguna reunión con tu agente de libertad condicional desde que saliste de la cárcel?

—No, nunca.

—¿Intentaste en algún momento ponerte en contacto…?

—Buenos días, señor Galbraith —dijo Munro—. Siento no haberle llamado antes, pero tengo la sensación de que usted sabe muy bien la causa del retraso.

—Por supuesto —respondió Galbraith—, y ese es el motivo de que necesitara hablar con usted con tanta urgencia. Sabrá que mi cliente ha retirado todas las acciones judiciales pendientes contra sir Nicholas, y yo confiaba en que, dadas las circunstancias, su cliente respondiera con la misma magnanimidad, y retirara la demanda que cuestiona la validez del último testamento de su abuelo.

—No lo espere —replicó con brusquedad Munro—. Eso significaría que su cliente terminaría en posesión de todo, incluido el fregadero de la cocina.

—Su respuesta no me sorprende, Munro. De hecho, ya había advertido a mi cliente de cuál sería su actitud; por tanto, no nos deja otra alternativa que rebatir su temeraria demanda. No obstante —añadió Galbraith antes de que Munro pudiera contestáis—, como ahora solo existe una disputa fundamental entre ambas partes, es decir, si el último testamento de sir Alexander es válido o no, tal vez sería conveniente para todos acelerar las cosas, con el fin de que el caso llegue a los tribunales lo antes posible.

—¿Puedo recordarle con todo respeto, señor Galbraith, que no ha sido esta firma la responsable de retrasar el pleito? Sin embargo, doy la bienvenida a su cambio de parecer, aunque sea a estas alturas.

—Me complace que sea esa su actitud, señor Munro, y estoy seguro de que le satisfará saber que el secretario del juez Sanderson ha telefoneado esta mañana para decir que su señoría tiene un hueco en su agenda el primer jueves del mes que viene, y que sería un placer para él juzgar este caso si resulta conveniente para ambas partes.

—Pero eso me deja menos de diez días para preparar el caso —protestó Munro, consciente de que le habían tendido una emboscada.

—Con franqueza, señor Munro, o tiene pruebas de que el testamento no es válido o no las tiene —dijo Galbraith—. Si las tiene, el juez Sanderson dictaminará en su favor, lo cual, para citar sus palabras, significará que su cliente terminará en posesión de todo, incluido el fregadero de la cocina.

Danny miró a Sarah desde el banquillo de los acusados. Había contestado a todas las preguntas con sinceridad, y le alivió descubrir que ella solo parecía interesada en sus motivos para desplazarse al extranjero. Por tanto, ¿cabía la posibilidad de que no supiera nada sobre el fallecido Danny Cartwright? Ella le había advertido de que probablemente estaría de vuelta en Belmarsh a la hora de comer, y que debía prepararse para pasar los cuatro años siguientes en la cárcel. Le había aconsejado que se declarara culpable, pues no existía defensa posible contra la acusación de haber quebrantado la orden de libertad condicional, y por tanto ella solo podía alegar circunstancias atenuantes. Él había accedido.

—Señoría —empezó Sarah, al tiempo que se levantaba y miraba al juez Callaghan—, mi cliente no niega haber quebrantado las condiciones de su libertad condicional, pero solo lo hizo para defender sus derechos en un importante caso financiero que pronto se dirimirá ante el Tribunal Supremo de Escocia. También debería señalar, señoría, que mi cliente estuvo acompañado en todo momento por el distinguido abogado escocés Fraser Munro, quien le representa en el caso. —El juez tomó nota del nombre en la libreta que tenía delante—. También consideramos pertinente, señoría, alegar que mi cliente estuvo fuera del país menos de cuarenta y ocho horas, y regresó a Londres por voluntad propia. La acusación de que no informó a su agente de libertad condicional no es del todo cierta, porque telefoneó a la señora Bennett, y al no recibir respuesta, dejó un mensaje en su buzón de voz. El mensaje quedó grabado y se entregará al tribunal si su señoría lo considera pertinente.

»Señoría, este desliz inusual ha sido la única ocasión en la que mi cliente ha dejado de cumplir estrictamente las condiciones de su libertad condicional, y nunca ha faltado ni ha llegado tarde a una reunión con su agente de la condicional. Yo añadiría —continuó Sarah— que desde que salió en libertad, el comportamiento de mi cliente, con la única excepción de este desliz, ha sido ejemplar. No solo ha cumplido todas las condiciones de la libertad condicional, sino que ha redoblado esfuerzos por proseguir una formación académica. En fecha reciente se le ha concedido una beca en la Universidad de Londres, y confía en aprobar empresariales con matrícula de honor.

»Mi cliente se disculpa sinceramente por cualquier inconveniente creado al tribunal o al servicio de libertad condicional, y me ha asegurado que nunca más volverá a suceder.

»En conclusión, señoría, confío en que después de que haya tomado en consideración estas circunstancias, admitirá que no hay ningún motivo que justifique enviar a este hombre de nuevo a la cárcel.

Sarah cerró el expediente, inclinó la cabeza y volvió a sentarse. El juez siguió escribiendo un rato, y después dejó la pluma sobre la mesa.

—Gracias, señorita Davenport —dijo al fin—. Me gustaría disponer de un poco más de tiempo para reflexionar sobre su alegato antes de dictar sentencia. Quizá podríamos tomarnos un breve descanso y reunimos de nuevo a mediodía.

El tribunal se retiró. Sarah se quedó perpleja. ¿Por qué un juez de la experiencia de Callaghan necesitaba tiempo para llegar a una decisión sobre un asunto de tan poca importancia? Y entonces, lo comprendió.

—¿Podría hablar con el presidente, por favor?

—¿De parte de quién?

—De Fraser Munro.

—Voy a ver si puede recibir su llamada, señor Munro. Munro tamborileó con los dedos sobre el escritorio mientras esperaba.

—Señor Munro, me alegro de volver a hablar con usted —dijo De Coubertin—. ¿En qué puedo ayudarle en esta ocasión?

—Quería informarle de que el asunto que nos concierne a ambos se resolverá el jueves de la semana que viene.

—Sí, estoy enterado de los últimos acontecimientos —confirmó De Coubertin—, ya que también he recibido una llamada del señor Desmond Galbraith. Me aseguró que su cliente ha decidido aceptar el veredicto del tribunal, sea cual sea. Por consiguiente, debo preguntarle si su cliente hará lo mismo.

—Sí —contestó Munro—. Le escribiré más tarde confirmando que esa es nuestra postura.

—Le estoy muy agradecido —dijo De Coubertin—, e informaré de ello a nuestro departamento jurídico. En cuanto sepamos cuál de las dos partes ha ganado, daré instrucciones de depositar los cincuenta y siete millones quinientas mil libras en la cuenta pertinente.

—Gracias por su confianza —dijo Munro. Tosió—. Me pregunto si podría hablar con usted extraoficialmente.

—A los suizos nunca nos ha gustado esa expresión —reconoció De Coubertin.

—En ese caso, y en mi calidad de administrador de los bienes del fallecido sir Alexander Moncrieff, querría pedirle consejo.

—Haré lo que pueda —contestó De Coubertin—, pero bajo ninguna circunstancia violaré la confidencialidad de un cliente. Y eso se aplica tanto si el cliente está vivo como si está muerto.

—Comprendo perfectamente su postura —dijo Munro—. Tengo motivos para creer que recibió una visita del señor Hugo Moncrieff antes de ver a sir Nicholas, y que por tanto habrá reflexionado sobre los documentos que constituyen las pruebas de este caso. —De Coubertin no opinó—. Deduzco de su silencio que es así. —De Coubertin continuó en silencio—. Entre esos documentos debía de haber copias de los dos testamentos de sir Alexander, cuya legitimidad decidirá el desenlace de este caso. —De Coubertin tampoco dijo nada, y Munro incluso se preguntó si la línea se habría cortado—. ¿Sigue ahí, presidente? —preguntó.

—Sí —contestó De Coubertin.

—Como accedió a recibir a sir Nicholas después de su entrevista con el señor Hugo Moncrieff, debo deducir que el motivo de que rechazara la reclamación de su tío fue que el banco, al igual que yo, no está convencido de que el segundo testamento sea válido. Para que no haya malentendidos entre nosotros —añadió Munro—, su banco llegó a la conclusión de que era una falsificación. —Munro oyó respirar al presidente—. En nombre de la justicia, señor, debo preguntarle qué le convenció de que el segundo testamento no era válido, dado que yo no acabo de identificarlo.

—Temo que no puedo ayudarle, señor Munro, pues eso supondría violar la confidencialidad de mi cliente.

—¿Hay alguna otra persona a la que pueda consultar sobre este asunto? —insistió Munro. Siguió un largo silencio.

—De acuerdo con la política del banco —dijo por fin De Coubertin—, solicitamos una segunda opinión de una fuente externa.

—¿Puede divulgar el nombre de su fuente?

—No —contestó De Coubertin—. Por más que quisiera, también sería contrario a la política del banco sobre dichos asuntos.

—Pero… —empezó Munro.

—No obstante —continuó De Coubertin, sin hacer caso de la interrupción—, el caballero que nos asesoró es sin la menor duda la principal autoridad en su especialidad, y aún no se ha ido de Ginebra para regresar a su país.

—Todo el mundo en pie —dijo el ujier, cuando dieron las doce y el juez Callaghan volvió a entrar en la sala.

Sarah se volvió para dirigir una sonrisa animosa a Danny, que estaba de pie en el banquillo de los acusados, con una expresión resignada en la cara. En cuanto el juez se hubo sentado, miró a la abogada defensora.

—He reflexionado mucho sobre su alegato, señorita Davenport. Sin embargo, debe comprender que mi responsabilidad consiste en asegurar que los presos sean muy conscientes de que, mientras se hallan en libertad condicional, aún están cumpliendo parte de su sentencia, y que si incumplen las condiciones fijadas en su orden de libertad vigilada, están infringiendo la ley.

»Por supuesto —continuó—, he tomado en consideración el comportamiento general de su cliente desde su puesta en libertad, incluidos sus esfuerzos por proseguir su formación académica. Eso es muy meritorio, pero no altera el hecho de que ha abusado de su posición de confianza. Por tanto, debe ser castigado como corresponde. —Danny inclinó la cabeza—. Moncrieff —dijo el juez—, hoy mismo firmaré una orden para que sea encerrado durante otros cuatro años si vuelve a infringir las condiciones de su libertad condicional en el futuro. Durante el período de libertad vigilada no debe viajar al extranjero bajo ninguna circunstancia, y seguirá presentándose a su agente de la condicional una vez al mes.

Se quitó las gafas.

—Moncrieff, ha sido muy afortunado en esta ocasión, y lo que ha inclinado la balanza en su favor ha sido que fuera acompañado, durante su imprudente excursión al extranjero, por un distinguido miembro de la abogacía escocesa; un hombre de reputación intachable a ambos lados de la frontera. —Sarah sonrió. El juez Callaghan había tenido que hacer un par de llamadas telefónicas para confirmar algo que Sarah ya sabía—. Puede abandonar el tribunal —fueron las palabras finales del juez Callaghan.

El juez se levantó, hizo una inclinación y salió de la sala. Danny se quedó en el banquillo de los acusados, pese a que los dos policías que le habían estado custodiando ya habían desaparecido escaleras abajo. Sarah se acercó cuando el ujier abrió la puerta para dejarle salir del banquillo.

—¿Podemos comer juntos? —preguntó Danny.

—No —dijo Sarah, al tiempo que apagaba el móvil—. El señor Munro acaba de llamar para decir que debes tomar el siguiente vuelo a Edimburgo, y que le llames camino del aeropuerto.