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El juez Hackett paseó la vista alrededor de la sala, del mismo modo que el primer bateador comprueba dónde se han situado los fildeadores para agarrar la pelota. Sus ojos se posaron en sir Matthew Redmayne, que jugaba en el segundo turno, a la espera de la primera bola. El juez no temía a ninguno de los demás jugadores, pero sabía que no podría relajarse si sir Matthew entraba en juego.

Devolvió su atención al primer lanzador del equipo de casa, el señor Arnold Pearson, que no solía ser de los primeros en anotarse puntos.

—Señor Pearson, ¿está preparado para su alegato?

—Sí, señoría —contestó Pearson, y se levantó con parsimonia.

Tiró de las solapas de la toga y tocó la parte superior de su vieja peluca, para después colocar su expediente sobre un pequeño atril y empezar a leer la primera página, como si no la hubiera visto nunca.

—Miembros del jurado —empezó, y sonrió a los doce ciudadanos elegidos para llegar a un veredicto—, me llamo Arnold Pearson, y represento a la Corona en este caso. Contaré con la colaboración de mi ayudante, el señor David Simms. Se encargará de la defensa el señor Alex Redmayne, con la colaboración de su ayudante, sir Matthew Redmayne.

Todos los ojos de la sala se volvieron hacia el anciano, que estaba repanchigado en un extremo del banco, al parecer dormido como un tronco.

—Miembros del jurado —continuó Pearson—, sobre el acusado pesan cinco cargos. El primero es que escapó de la cárcel de Belmarsh, un establecimiento de máxima seguridad situado en el sudeste de Londres, mientras cumplía una condena anterior.

»El segundo cargo consiste en que el acusado robó a sir Hugo Moncrieff una finca en Escocia, que incluía una mansión de catorce habitaciones y quinientas hectáreas de tierra cultivable.

»La tercera acusación es que ocupó una casa, en The Boltons, número 12, Londres SW3, que no era legalmente suya.

»La cuarta acusación está relacionada con el robo de una colección de sellos única, y la posterior venta de dicha colección por una cantidad superior a veinticinco millones de libras.

»Y la quinta acusación es que el acusado cobró cheques en una cuenta bancaria de Coutts, en el Strand, Londres, y transfirió dinero de una banca privada de Suiza, ninguna de cuyas cosas tenía derecho a hacer, por lo que de paso obtuvo beneficios.

»La Corona demostrará que las cinco acusaciones están relacionadas entre sí, y fueron cometidas por una sola persona, el acusado, Daniel Cartwright, quien se hizo pasar por sir Nicholas Moncrieff, el beneficiario legítimo y legal del testamento del difunto sir Alexander Moncrieff. Con este fin, miembros del jurado, tendré que llevarles primero a la prisión de Belmarsh, para demostrar cómo el acusado consiguió encaramarse a una posición privilegiada que le permitió cometer estos audaces delitos. A tal efecto, puede que sea necesario mencionar de pasada el delito por el que Cartwright fue condenado.

—No hará tal cosa —interrumpió el juez Hackett con severidad—. El delito original cometido por el acusado no está relacionado con los delitos que se juzgan en este tribunal. No podrá referirse a ese caso anterior a menos que pueda demostrar una relación directa e importante entre aquel y el presente caso. —Sir Matthew anotó las palabras «relación directa e importante»—. ¿Me he expresado con claridad, señor Pearson?

—Desde luego, señoría, y le pido disculpas. Ha sido negligente por mi parte.

Sir Matthew frunció el ceño. Alex tendría que elaborar una argumentación ingeniosa para demostrar que los dos delitos estaban relacionados, si no quería suscitar la ira del juez Hackett y ser silenciado en pleno discurso. Sir Matthew ya había reflexionado ampliamente sobre el asunto.

—Me expresaré con más cautela en el futuro —añadió Pearson, mientras pasaba a la siguiente página de su expediente.

Alex se preguntó si Pearson había sacrificado esta baza en la fase preliminar con la esperanza de que Hackett se abalanzara sobre él, pues sabía muy bien que las decisiones del juez favorecían mucho más a la acusación que a la defensa.

—Miembros del jurado —continuó Pearson—, quiero que no olviden los cinco delitos, pues demostraré que están relacionados, y por tanto solo pudieron ser cometidos por una única persona: el acusado, Daniel Cartwright. —Pearson se tiró otra vez de la toga antes de continuar—. El 7 de junio de 2002 es un día que tal vez esté grabado en su memoria, pues fue el día en el que Inglaterra venció a Argentina en el Mundial de fútbol. —Le satisfizo ver que muchos miembros del jurado sonreían al recordar dicha ocasión—. Aquel día, una tragedia tuvo lugar en la prisión de Belmarsh, y ese es el motivo de que estemos hoy aquí. Mientras la inmensa mayoría de los reclusos estaban en la planta baja, viendo el partido de fútbol por televisión, un preso eligió aquel momento para quitarse la vida. Aquel hombre era Nicholas Moncrieff, que a la una y cuarto de la tarde se ahorcó en las duchas de la cárcel. Durante los dos años anteriores, Nicholas Moncrieff había compartido celda con otros dos reclusos, uno de los cuales era el acusado, Daniel Cartwright.

»Los dos hombres eran más o menos de la misma estatura, y solo se llevaban unos meses de edad. De hecho, eran tan parecidos que, con el uniforme de la cárcel, les tomaban por hermanos con frecuencia. Señoría, con su permiso distribuiré en este momento entre los miembros del jurado fotografías de Moncrieff y de Cartwright, para que comprueben por sí mismos el parecido entre ambos.

El juez asintió, y el ayudante de Pearson entregó al secretario del tribunal un puñado de fotografías. El secretario dio dos al juez, antes de distribuir las restantes entre el jurado. Pearson se reclinó en su silla y esperó, para conceder tiempo a todos los miembros del jurado de examinar las fotografías.

—Ahora —continuó cuando terminaron—, describiré cómo Cartwright se aprovechó de este parecido, se cortó el pelo y cambió su acento, para sacar provecho de la trágica muerte de Nicholas Moncrieff. Y sacar provecho es lo que hizo, literalmente. Sin embargo, como en todos los delitos audaces, hacía falta un poco de suerte.

»El primer golpe de suerte fue que Moncrieff pidiera a Cartwright que le cuidara una cadena de plata con una llave, un anillo de sello con el escudo de armas de la familia y un reloj con sus iniciales grabadas, objetos que llevaba siempre encima, excepto cuando iba a la ducha. El segundo golpe de suerte fue que Cartwright tenía un cómplice, que estaba en el lugar apropiado en el momento oportuno.

»Ahora, miembros del jurado, tal vez se pregunten cómo es posible que Cartwright, que cumplía una condena de veintidós años por… Alex se puso en pie, a punto de protestar, cuando intervino el juez.

—No siga por ese camino, señor Pearson, a menos que desee poner a prueba mi paciencia.

—Pido disculpas, señoría —dijo Pearson, consciente de que cualquier miembro del jurado que no hubiera seguido la extensa información periodística del caso durante los anteriores seis meses, ya habría deducido a esas alturas el delito por el que Cartwright había sido condenado—. Como estaba diciendo, tal vez se pregunten cómo es posible que Cartwright, condenado a una sentencia de veintidós años, pudiera cambiar su identidad por la de otro preso que solo había sido condenado a ocho años, y que, y eso es lo más importante, iba a ser puesto en libertad al cabo de seis semanas. Su ADN no podía coincidir, su grupo sanguíneo debía de ser diferente, como también el historial dental. Fue entonces cuando tuvo lugar el segundo golpe de suerte —dijo Pearson—, porque nada de esto habría sido posible si Cartwright no hubiera tenido un cómplice que trabajaba de celador en la enfermería de la cárcel. Ese cómplice era Albert Crann, el tercer hombre que compartía celda con Moncrieff y Cartwright. Cuando se enteró del ahorcamiento en la ducha, cambió los nombres de los historiales médicos de la enfermería, para que cuando el médico examinara el cadáver creyera que era Cartwright quien se había suicidado, no Moncrieff.

»Pocos días después, tuvo lugar el funeral en la iglesia de St. Mary, en Bow. La familia más cercana del acusado, incluida la madre de su hija, estaba convencida de que el cadáver que iban a enterrar era el de Daniel Cartwright.

»¿Qué tipo de hombre, se preguntarán, engañaría a su propia familia? Les diré qué tipo de hombre: este hombre —dijo, y señaló a Danny— tuvo la osadía de asistir al funeral haciéndose pasar por Nicholas Moncrieff, para ser testigo de su propio entierro y asegurarse de que iba a salirse con la suya.

Una vez más, Pearson se reclinó en su asiento, para que los miembros del jurado asimilaran el significado de sus palabras.

—Desde el día de la muerte de Moncrieff —continuó—, Cartwright siempre llevó el reloj, el anillo de sello y la cadena con la llave de Moncrieff, con el fin de convencer tanto a los guardias de la cárcel como a los reclusos de que era Nicholas Moncrieff, a quien solo le quedaban seis semanas de reclusión.

»El 7 de julio de 2002, Daniel Cartwright salió en libertad de la prisión de Belmarsh, pese a que le quedaban por cumplir todavía veinte años de condena. ¿Tuvo suficiente con escapar? No. Tomó de inmediato el primer tren a Escocia, para poder reclamar la propiedad de la familia Moncrieff, y después regresó a Londres para instalarse en la casa de The Boltons de sir Nicholas Moncrieff.

»Pero no se detuvo ahí, miembros del jurado. A continuación, Cartwright tuvo la audacia de empezar a sacar dinero de la cuenta bancaria de sir Nicholas, en Coutts, del Strand. Tal vez crean que entonces ya tuvo bastante, pero tampoco. Después, voló a Ginebra para reunirse con el presidente de Coubertin & Co., un importante banco suizo, a quien entregó la llave de plata, junto con el pasaporte de Moncrieff. Eso le permitió acceder a una cámara acorazada que contenía la legendaria colección de sellos del difunto abuelo de Nicholas Moncrieff, sir Alexander Moncrieff. ¿Qué hizo Cartwright cuando se apoderó de esta herencia familiar, que sir Alexander Moncrieff había tardado más de setenta años en reunir? La vendió al día siguiente al primer postor que apareció, lo cual le reportó la friolera de veinticinco millones de libras.

Sir Matthew enarcó una ceja. La palabra «friolera» era impropia de Arnold Pearson.

—Ahora que Cartwright era multimillonario —continuó Pearson—, tal vez se pregunten qué hizo a continuación. Yo se lo diré. Volvió en avión a Londres, se compró un BMW último modelo, contrató a un chófer y a un ama de llaves, se estableció en The Boltons y siguió alimentando el mito de que era sir Nicholas Moncrieff. Y, miembros del jurado, aún estaría viviendo esa mentira de no ser por la profesionalidad del inspector jefe Fuller, el hombre que detuvo a Cartwright por su primer delito en 1999, y que ahora, sin ayuda de nadie —sir Matthew anotó estas palabras—, siguió su pista, le detuvo y le llevó ante la justicia. Este, miembros del jurado, es el caso de la acusación. Pero más adelante presentaré a un testigo que despejará cualquier duda sobre el hecho de que el acusado, Daniel Cartwright, es culpable de los cinco cargos de la acusación.

Cuando Pearson se sentó, sir Matthew miró a su viejo adversario y se tocó la frente, como si levantara un sombrero invisible.

Chapeau —dijo.

—Gracias, Matthew —contestó Pearson.

—Caballeros —dijo el juez, al tiempo que consultaba su reloj—, creo que es el momento indicado para ir a comer.

—Se levanta la sesión —gritó el ujier, y todos los funcionarios se levantaron al unísono e inclinaron la cabeza. El juez Hackett devolvió la inclinación y salió de la sala.

—No lo ha hecho mal —admitió Alex a su padre.

—Estoy de acuerdo, aunque el querido Arnold ha cometido una equivocación que tal vez lamentará toda su vida.

—¿Cuál? —preguntó Alex.

Sir Matthew pasó a su hijo una hoja de papel, en la que había anotado las palabras «sin ayuda de nadie».