24

La pesada puerta de su celda individual se abrió.

—Tienes un paquete, Leach. Sígueme y date prisa. Leach bajó despacio de la cama, salió al corredor y siguió al guardia.

—Gracias por arreglar lo de la celda individual —gruñó, mientras caminaba por el pasillo.

—Ráscame la espalda, y yo te rascaré la tuya —dijo Hagen.

No volvió a hablar hasta que llegaron al almacén, donde llamó con los nudillos a las puertas dobles. El encargado del almacén abrió.

—¿Nombre?

—Brad Pitt.

—No me tomes el pelo, Leach, o daré parte de ti.

—Leach, 6241.

—Tienes un paquete.

El encargado se dio la vuelta, tomó una caja de la estantería de detrás y la dejó sobre el mostrador.

—Veo que ya la ha abierto, señor Webster.

—Ya conoces las normas, Leach.

—Sí —dijo Leach—. Tiene la obligación de abrir el paquete en mi presencia, para que pueda comprobar que nadie ha quitado o metido algo.

—Adelante —dijo Webster.

Leach levantó la tapa de la caja y apareció un chándal Adidas.

—Muy elegante —opinó Webster—. Alguien se habrá gastado unas cuantas libras. —Leach no hizo comentarios, mientras Webster abría las cremalleras una por una, con el fin de comprobar que no había drogas ni dinero, ni siquiera el acostumbrado billete de cinco libras—. Puedes llevártelo —dijo de mala gana.

Leach recogió el chándal y empezó a alejarse. Apenas había dado un par de pasos, cuando oyó que lo llamaban por su apellido. Dio media vuelta.

—Y la caja, tonto —añadió Webster.

Leach volvió al mostrador, devolvió el chándal a la caja y la sujetó bajo el brazo.

—Supondrá una notable mejoría en tu indumentaria actual —comentó Hagen mientras acompañaba a Leach de vuelta a su celda—. Tal vez debería examinarlo con más detenimiento, porque nunca te he visto en el gimnasio. Claro que, por otra parte, tal vez debería hacer la vista gorda.

Leach sonrió.

—Dejaré su parte en el sitio habitual, señor Hagen —dijo, mientras la puerta de la celda se cerraba a su espalda.

—No puedo seguir viviendo una mentira —afirmó Davenport de forma teatral—. ¿No comprendéis que somos responsables de haber mandado a la cárcel de por vida a un inocente?

Una vez expulsado Davenport de la serie, Craig sabía que no tardaría mucho tiempo en sentir la necesidad de realizar un gesto melodramático. Al fin y al cabo, tendría poco en que pensar mientras estuviera «descansando».

—¿Qué pretendes hacer al respecto? —preguntó Payne, mientras encendía un cigarrillo, fingiendo despreocupación.

—Decir la verdad —contestó Davenport, en un tono algo exagerado—. Pretendo declarar en la apelación de Cartwright y contar lo que pasó en realidad aquella noche. Tal vez no me crean, pero al menos mi conciencia estará tranquila.

—Si haces eso —dijo Craig—, los tres podríamos acabar en la cárcel. —Hizo una pausa—. Durante el resto de nuestras vidas. ¿Estás seguro de que es eso lo que deseas?

—No, pero es el menor de dos males.

—¿No te preocupa que un par de camioneros de ciento veinte kilos te den por el culo en la ducha? —preguntó Craig. Davenport no contestó.

—Por no hablar de la desgracia que caería sobre tu familia —añadió Payne—. Puede que ahora no tengas trabajo, pero te aseguro, Larry, que si decides comparecer en el tribunal, será tu última actuación.

—He tenido mucho tiempo para meditarlo —replicó altivo Davenport—, y ya he tomado una decisión.

—¿Has pensado en Sarah, y en las consecuencias que tendrá esto para su carrera? —preguntó Craig.

—Sí, y cuando vuelva a verla le contaré exactamente qué ocurrió aquella noche, y estoy seguro de que aprobará mi decisión.

—¿Podrías hacerme un pequeño favor, Larry? —preguntó Craig—. En recuerdo de los viejos tiempos.

—¿Qué favor? —preguntó Davenport con suspicacia.

—Espera una semana para contárselo a tu hermana.

Davenport vaciló.

—De acuerdo, una semana. Pero ni un día más.

Leach esperó a que apagaran las luces a las diez para bajar de su litera. Cogió un tenedor de plástico de la mesa y se acercó al váter, situado en un rincón de la celda, el único lugar que los guardias no podían ver por la mirilla cuando hacían la ronda cada hora y vigilaban que estuvieran acostados.

Se quitó los pantalones del chándal nuevo y se sentó sobre la tapa del inodoro. Asió con firmeza el tenedor en la mano derecha y empezó a romper las puntadas de la raya blanca central de las tres que corrían a lo largo de la pernera, un procedimiento laborioso que duró cuarenta minutos. Por fin, pudo extraer un largo paquete de celofán, delgado como una oblea. Dentro había suficientes polvillos blancos para satisfacer a un adicto durante un mes. Sonrió, cosa que sucedía rara vez, al pensar que aún quedaban otras cinco rayas por romper, las cuales le aportarían sus beneficios, así como la parte de Hagen.

—Mortimer debe de sacar el caballo de algún sitio —dijo Big Al.

—¿Por qué lo dices? —preguntó Danny.

—Aparecía en la enfermería cada mañana sin falta. El doctor había empezado con él un programa de desintoxicación. Pero un día, ya no volvimos a verle.

—Lo cual solo puede significar que ha encontrado otra fuente —corroboró Nick.

—No es uno de los camellos habituales, te lo aseguro —dijo Big Al—. He preguntado por ahí y no he sacado nada en limpio. —Danny se derrumbó en su catre, víctima del síndrome de los condenados a cadena perpetua—. No te fallaré, Danny. Volverá. Siempre vuelven.

—¡Visitas! —gritó una voz conocida, y un momento después la puerta se abrió para que Danny se uniera a los presos que habían esperado visita toda la mañana.

Había abrigado la esperanza de poder decirle a Beth que había encontrado las nuevas pruebas que el señor Redmayne necesitaba con tanta desesperación para ganar la apelación. Ahora, solo podía confiar en el convencimiento de Big Al de que Mortimer no tardaría en volver a la enfermería de la prisión.

En la cárcel, un condenado a cadena perpetua se aferra a la esperanza como un marinero que se está ahogando lo hace a un madero flotante. Danny apretó el puño mientras se encaminaba a la zona de visitas, decidido a que Beth no sospechara ni por un momento que algo iba mal. Nunca bajaba la guardia cuando estaba con ella. Pese a todo lo que estaba soportando, necesitaba que Beth creyera que aún había esperanza.

Se quedó sorprendido cuando oyó que la llave giraba en la cerradura; nunca recibía visitas. Tres guardias irrumpieron en la celda. Dos le agarraron por los hombros y le sacaron de la cama. Cuando cayó, asió la corbata de un guardia. Se quedó en su mano. Había olvidado que los maderos llevaban corbatas de clip para que no les estrangularan con ellas. Uno de ellos le sujetó los brazos a la espalda, mientras otro le propinaba una patada detrás de la rodilla, lo cual permitió que el tercero le esposara. Cuando cayó sobre el suelo de piedra, el primer madero le agarró del pelo y tiró su cabeza hacia atrás. En menos de treinta segundos estaba amarrado e inmovilizado; después, le sacaron a rastras al corredor.

—¿Qué estáis haciendo, hijos de puta? —preguntó en cuanto recuperó el aliento.

—Vas camino de incomunicación, Leach —dijo el primer guardia—. No verás la luz del sol hasta dentro de treinta días —añadió, mientras le bajaban a rastras por la escalera de caracol. Sus rodillas iban golpeando en cada peldaño.

—¿De qué se me acusa?

—Suministro —dijo el segundo guardia, mientras avanzaban casi corriendo por el pasillo púrpura, el que ningún preso quería ver jamás.

—Nunca he tocado las drogas, jefe, y lo sabe —protestó Leach.

—Eso no es lo que significa suministro —dijo el tercer guardia en cuanto llegaron al sótano—, y tú lo sabes.

Los cuatro se detuvieron ante una celda sin número. Uno de los guardias seleccionó una llave que pocas veces se utilizaba, mientras los otros dos sujetaban con firmeza a Leach por los brazos. En cuanto se abrió la puerta, le arrojaron de cabeza al interior de la celda; comparado con aquello su alojamiento de arriba parecía un motel. Un delgado colchón de crin de caballo estaba en mitad del suelo de piedra. Había un lavabo de acero fijo a la pared, un inodoro de acero sin cadena, una sábana y una manta, pero sin almohada ni espejo.

—Cuando salgas, Leach, descubrirás que tus ingresos mensuales se han agotado. Nadie de la planta superior cree que tengas una tía Maisie. La puerta se cerró de golpe.

—Felicidades —fue la primera palabra de Beth cuando Danny la tomó en sus brazos. Su expresión era de perplejidad—. Por tus seis calificaciones, tonto —añadió—. Con matrícula de honor, como Nick había vaticinado. —Danny sonrió. Se le antojó que había pasado mucho tiempo, aunque no podía ser más de un mes (una eternidad en la cárcel); en cualquier caso, había cumplido su promesa a Beth y se había matriculado en tres asignaturas—. ¿Qué materias elegiste? —preguntó ella, como si pudiera leer su mente.

—Inglés, matemáticas y empresariales —contestó Danny—. Pero me he topado con un problema. —Beth le miró, angustiada—. Ya soy mejor en matemáticas que Nick, de modo que han traído una profesora de fuera, pero solo puedo verla una vez al mes.

—¿Profesora? —preguntó Beth con suspicacia. Danny rio.

—La señorita Lovett tiene más de sesenta años y está jubilada, pero es buena en lo suyo. Dice que si persevero, me recomendará para obtener una plaza en la Universidad Abierta. Piensa que, si gano la apelación, no tendré tiempo…

—Cuando ganes la apelación —rectificó Beth—, tendrás que continuar con tus tres asignaturas de bachillerato, de lo contrario la señorita Lovett y Nick habrán perdido el tiempo.

—Pero estaré al frente del taller todo el día, y ya se me han ocurrido algunas ideas para obtener beneficios. —Beth guardó silencio—. ¿Qué pasa?

Beth vaciló. Su padre le había dicho que no hablara de ello.

—El taller no va bien en este momento —admitió por fin—. De hecho, apenas cubrimos gastos.

—¿Por qué? —preguntó Danny.

—Sin ti y sin Bernie, la competencia de Monty Hugues, el de la acera de enfrente, ha empezado a hacer mella en el negocio.

—No te preocupes, cariño —dijo Danny—. Todo eso cambiará en cuanto salga de aquí. De hecho, hasta tengo planes para comprar el taller de Monty Hugues. Debe de tener ya sesenta y cinco años.

El optimismo de Danny hizo que Beth sonriera.

—¿Significa eso que has encontrado las nuevas pruebas que el señor Redmayne necesita?

—Es posible, aunque no puedo hablar demasiado en este momento —dijo Danny, al tiempo que echaba un vistazo a las camamas de circuito cerrado—. Pero uno de los amigos de Craig, que se encontraba en el bar aquella noche, está aquí. —Miró a los guardias de la galería. Big Al le había advertido de que sabían leer los labios—. No diré su nombre.

—¿Cuál es el motivo de su condena? —preguntó Beth.

—No puedo decirlo. Confía en mí.

—¿Se lo has dicho al señor Redmayne?

—Le escribí la semana pasada. Procedí con cautela, porque los maderos abren las cartas y las leen. Los guardias —se corrigió.

—¿Guardias? —preguntó Beth.

—Nick dice que no debo acostumbrarme a utilizar la jerga de la cárcel, si quiero empezar una vida nueva fuera de aquí.

—Por tanto, Nick debe creer que eres inocente —dijo Beth.

—Sí. Y también Big Al, y hasta algunos de los guardias. Ya no estamos solos, Beth —dijo, y tomó su mano.

—¿Cuándo saldrá en libertad Nick? —preguntó Beth.

—Dentro de cinco o seis meses.

—¿Seguirás en contacto con él?

—Lo intentaré, pero se irá a Escocia a dar clases.

—Me gustaría conocerle —dijo Beth, y apoyó la otra mano sobre la mejilla de Danny—. Ha resultado ser un verdadero compañero.

—Amigo —corrigió Danny—. Y ya nos ha invitado a cenar. Christy cayó al suelo después de intentar dar un paso hacia su padre. Se puso a llorar, y Danny la tomó en brazos.

—No te estábamos haciendo caso, ¿verdad, pequeña? —dijo, pero la niña no paraba de llorar.

—Pásamela —pidió Beth—. Por lo visto, hemos descubierto algo que Nick no ha sido capaz de enseñarte.

—Yo no lo llamaría coincidencia —dijo Big Al, contento de poder hablar en privado con el capitán mientras Danny se duchaba. Nick dejó de escribir.

—¿No es una coincidencia?

—Encierran a Leach en incomunicación, y a la mañana siguiente Mortimer vuelve, desesperado por ver al médico.

—¿Crees que Leach era su camello?

—Como ya he dicho, yo no lo llamaría coincidencia. —Nick dejó el bolígrafo—. Tiene temblores —continuó Big Al—, pero eso siempre ocurre cuando inicias la desintoxicación. Por lo visto, el doctor cree que esta vez está decidido a dejar la droga. De todos modos, pronto averiguaremos si Leach está en el ajo.

—¿Cómo? —preguntó Nick.

—Saldrá de confinamiento dentro de un par de semanas. Si Mortimer deja de aparecer en el hospital para seguir el tratamiento cuando Leach vuelva al bloque, sabremos quién es el camello.

—De modo que solo nos quedan quince días para reunir las pruebas que necesitamos —dijo Nick.

—A menos que sea una coincidencia.

—No podemos correr ese riesgo —señaló Nick—. Toma prestada la grabadora de Danny y amaña una entrevista lo antes posible.

—Sí, señor —dijo Big Al, al tiempo que se ponía firmes junto a la cama—. ¿Le hablo a Danny de esto, o mantengo la boca cerrada?

—Cuéntaselo todo, para que transmita la información a su abogado. En cualquier caso, tres cerebros son mejor que dos.

—¿Es muy listo? —preguntó Big Al mientras volvía a sentarse en su litera.

—Es más inteligente que yo —admitió Nick—. Pero no se lo digas, porque con un poco de suerte estaré fuera de aquí antes de que lo descubra.

—¿Ha llegado el momento de que le digamos la verdad sobre nosotros?

—Todavía no —contestó Nick con firmeza.

—Cartas —anunció el guardia—. Dos para Cartwright y una para ti, Moncrieff. Entregó solo una carta a Danny, que comprobó el nombre en el sobre.

—No, yo soy Cartwright —replicó Danny—. Él es Moncrieff. El guardia frunció el ceño y entregó la carta a Nick, y las otras dos a Danny.

—Yo soy Big Al.

—Vete a tomar por el culo —farfulló el guardia, y cerró la puerta de golpe.

Danny se puso a reír, pero entonces miró a Nick y vio que había palidecido. Sostenía el sobre en la mano, y estaba temblando. Danny no recordaba la última vez que Nick había recibido una carta.

—¿Quieres que la lea yo antes? —preguntó. Nick negó con la cabeza, desdobló la carta y empezó a leer, Big Al se sentó, pero no dijo nada. En la cárcel casi nunca ocurría algo fuera de lo normal. Mientras Nick leía, sus ojos se llenaron de lágrimas. Se pasó la manga de la camisa por la cara, y después alargó la carta a Danny.

Estimado sir Nicholas:

Lamento informarle de que su padre ha fallecido. Murió de un paro cardíaco ayer por la mañana, pero el médico me ha asegurado que apenas sufrió dolor. Con su venia, formularé una petición de permiso por motivos familiares para que pueda asistir al funeral.

Le saluda atentamente,

Fraser Munro, abogado

Danny levantó la vista y vio que Big Al abrazaba a Nick.

—Su padre ha muerto, ¿verdad? —fue lo único que dijo Big Al.