75

Arnold Pearson estaba conversando con su ayudante cuando el juez Hackett dijo en voz alta:

—¿Está preparado para llamar a su siguiente testigo, señor Pearson? Pearson se levantó.

—Sí, señoría. Llamo a sir Hugo Moncrieff.

Alex observó con suma atención a sir Hugo cuando entró en la sala. Nunca prejuzgues a un testigo, le había enseñado su padre desde la cuna, pero no cabía duda de que Hugo estaba nervioso. Sacó un pañuelo del bolsillo superior de la chaqueta y se secó la frente incluso antes de llegar al estrado.

El ujier acompañó a sir Hugo hasta el estrado y le entregó la Biblia. El testigo leyó el juramento en la tarjeta que sostenían delante de él, y después miró hacia el público, en busca de la persona que habría deseado que prestara declaración en su lugar. El señor Pearson le dedicó una cordial sonrisa cuando bajó la vista.

Sir Hugo, díganos su nombre y domicilio.

Sir Hugo Moncrieff, Manor House, Dunbroath, Escocia.

—Permítame empezar, sir Hugo, preguntándole cuándo vio por última vez a su sobrino, Nicholas Moncrieff.

—El día que ambos asistimos al funeral de su padre.

—¿Tuvo la oportunidad de hablar con él en dicha ocasión?

—Por desgracia no —dijo Hugo—. Iba acompañado por dos funcionarios de la cárcel que nos impidieron ponernos en contacto con él.

—¿Qué relación mantenía con su sobrino? —preguntó Pearson.

—Cordial. Todos queríamos a Nick. Era un muchacho excelente, y la familia consideraba que le habían tratado mal.

—Por tanto, ni usted ni su hermano sintieron rencor cuando se enteraron de que había heredado el grueso de las propiedades de su padre.

—Por supuesto que no —dijo Hugo—. Nick heredaría automáticamente el título de su padre al fallecer este, junto patrimonio familiar.

—Por tanto, debió de causarle una conmoción terrible descubrir que se había ahorcado en la cárcel, y que un impostor había ocupado su lugar. Hugo agachó la cabeza un momento.

—Fue un golpe terrible para mi esposa, Margaret, y para mí —dijo—, pero gracias a la profesionalidad de la policía y al apoyo de amigos y familiares, poco a poco nos vamos recuperando.

—Se sabe el papel a la perfección —susurró sir Matthew.

—¿Puede confirmar, sir Hugo, que el rey de armas de la Orden de la Jarretera ha confirmado su derecho al título familiar? —preguntó el señor Pearson, sin hacer caso del comentario de sir Matthew.

—Sí, señor Pearson. Me enviaron el título de privilegio hace unas semanas.

—¿Puede también confirmar que la finca de Escocia, junto con la casa de Londres y las cuentas bancaria de Londres y Suiza, han pasado de nuevo a poder de la familia?

—No, señor Pearson.

—¿Y por qué? —preguntó el juez Hackett. Sir Hugo pareció ligeramente desconcertado cuando se volvió hacia el juez.

—Según la política de ambos bancos, no se confirma la titularidad mientras se celebra un juicio, señoría. Me han asegurado que se efectuará la transferencia legal a la parte legítima en cuanto este caso haya concluido y el jurado haya emitido su veredicto.

—No tema —dijo el juez, y le dedicó una sonrisa cordial—. Su terrible experiencia está llegando a su fin. Sir Matthew se puso en pie al instante.

—Lamento interrumpir a su señoría, pero ¿su respuesta al testigo implica que ya ha llegado a una decisión en lo tocante al caso? —preguntó con una plácida sonrisa. Ahora fue el juez quien pareció confuso.

—No, por supuesto, sir Matthew —contestó—. Solo estaba diciendo que, sea cual sea el desenlace del juicio, la larga espera de sir Hugo está llegando a su fin.

—Se lo agradezco, señoría. Es un gran alivio descubrir que no ha tomado una decisión antes de que la defensa haya tenido la oportunidad de presentar su caso. —Volvió a sentarse.

Pearson fulminó con la mirada a sir Matthew, pero el anciano ya había cerrado los ojos. Se volvió hacia el testigo.

—Lamento, sir Hugo, que haya padecido esta desagradable situación, de la cual usted es inocente. Pero ha sido importante para el jurado saber qué angustias y estragos ha provocado el acusado, Daniel Cartwright, a su familia. Tal como su señoría ha manifestado, este calvario toca a su fin.

—Yo no estaría tan seguro —dijo sir Matthew. Pearson hizo caso omiso de la interrupción.

—No hay más preguntas, señoría —dijo, antes de volver a sentarse.

—Han ensayado hasta la última palabra —susurró sir Matthew, con los ojos todavía cerrados—. Conduce a ese maldito hombre por un largo y oscuro sendero, y cuando menos se lo espere, húndele un cuchillo en el corazón. Te prometo, Alex, que no manará sangre, ni azul ni roja.

—Señor Redmayne, lamento interrumpirle —dijo el juez—, pero ¿tiene la intención de interrogar al testigo?

—Sí, señoría.

—Impón tú el ritmo, hijo mío. No olvides que es él quien quiere acabar de una vez por todas —susurró sir Matthew, mientras se dejaba caer en el asiento.

Sir Hugo —empezó Alex—, ha dicho al tribunal que su relación con su sobrino, Nicholas Moncrieff, era estrecha (creo que utilizó la palabra «cordial»), y que habría conversado con él durante el funeral de su padre si los funcionarios de prisiones no se lo hubieran impedido.

—Sí, exacto —dijo sir Hugo.

—Permítame preguntarle cuándo descubrió que su sobrino estaba muerto, y no viviendo, tal como usted creía, en su casa de The Boltons.

—Unos días antes de que detuvieran a Cartwright —dijo Hugo.

—Eso debió de ser un año y medio después del funeral en el que no le permitieron ponerse en contacto con su sobrino.

—Sí, supongo.

—En este caso, debo preguntarle, sir Hugo, cuántas veces, durante ese período de dieciocho meses, se encontraron o habló por teléfono con su sobrino, con el que supuestamente mantenía una relación tan estrecha.

—Pero la cuestión es que no era Nick —dijo Hugo, complacido consigo mismo.

—No, no lo era —admitió Alex—, pero acaba de decir al tribunal que no tuvo conocimiento de ello hasta tres días antes de que mi cliente fuera detenido.

Hugo alzó la vista hacia el público en busca de inspiración. Esta no era una de las preguntas que Margaret había previsto y cuya respuesta le había obligado a ensayar.

—Bien, los dos estábamos muy ocupados —dijo, intentando improvisar—. Él vivía en Londres, y yo pasaba casi todo el tiempo en Escocia.

—Tengo entendido que ahora hay teléfonos en Escocia —dijo Alex. Una oleada de carcajadas recorrió la sala.

—Fue un escocés quien inventó el teléfono, señor —dijo Hugo con sarcasmo.

—Razón de más para utilizarlo —ironizó Alex.

—¿Qué está insinuando? —preguntó Hugo.

—No estoy insinuando nada —replicó Alex—. Pero no puede negar que, cuando ambos asistieron a una subasta de sellos en Sotheby’s, en Londres, en septiembre de 2002, y pasaron los días siguientes en el mismo hotel de Ginebra, usted no llevó a cabo el menor intento de hablar con su supuesto sobrino.

—Él podría haberme dirigido la palabra —dijo Hugo, en voz más alta—. Hacen falta dos para bailar el tango, ¿no?

—Tal vez mi cliente no quería hablar con usted, pues sabía muy bien qué tipo de relación mantenía usted con su sobrino. Tal vez sabía que usted no le había escrito ni hablado ni una sola vez durante los últimos diez años. Tal vez sabía que su sobrino le detestaba, y que el padre de usted, su abuelo, le había excluido de su testamento.

—Veo que está decidido a aceptar la palabra de un delincuente antes que la de un miembro de la familia.

—No, sir Hugo. Todo esto me lo contó un miembro de la familia.

—¿Quién? —preguntó Hugo en tono desafiante.

—Su sobrino, Nicholas Moncrieff —replicó Alex.

—Pero si ni siquiera le conocía.

—No —admitió Alex—, pero mientras estaba en la cárcel, donde usted no fue a verle ni le escribió una carta durante cuatro años, llevaba un diario, que ha resultado ser de lo más revelador.

Pearson se levantó de un brinco.

—Señoría, debo protestar. Estos diarios a los que se refiere mi distinguido colega fueron añadidos al sumario hace una semana, y si bien mi ayudante se ha esforzado por examinarlos línea a línea, ocupan más de mil páginas.

—Señoría —dijo Alex—, mi ayudante ha leído cada palabra de esos diarios, y para comodidad del tribunal ha subrayado todos los párrafos sobre los que tal vez deseemos llamar la atención del jurado. No puede existir duda de que son admisibles.

—Puede que sean admisibles —dijo el juez Hackett—, pero yo no considero que sean relevantes. No estamos juzgando a sir Hugo, y su relación con su sobrino no constituye el meollo del caso, así que le aconsejo que continúe, señor Redmayne.

Sir Matthew tiró de la toga de su hijo.

—¿Puedo hablar un momento con mi ayudante? —preguntó Alex al juez.

Si es realmente necesario —replicó el juez Hackett, aún escocido por su última enganchada con sir Matthew—. Pero dese prisa.

Alex se sentó.

—Has dejado claro lo que querías decir, hijo mío —susurró sir Matthew—, y en cualquier caso, habría que reservar las palabras más significativas de los diarios para el siguiente testigo. Además, el viejo Hackett se está preguntando si ha ido demasiado lejos y nos ha facilitado munición suficiente para solicitar un nuevo juicio. Intentará impedírnoslo a toda costa. Esta será su última actuación en el Tribunal Supremo antes de que se jubile, y no le gustaría que le recordaran por haber facilitado un nuevo juicio. De modo que, cuando reanudes el interrogatorio, di que aceptas sin vacilar la decisión de su señoría, pero como cabe la posibilidad de que tengas que referirte a ciertos pasajes del diario en alguna ocasión posterior, esperas que tu distinguido colega encuentre tiempo para examinar las pocas anotaciones que tu ayudante ha subrayado para su comodidad.

Alex se levantó.

—Acepto sin vacilar la decisión de su señoría, pero como es posible que deba referirme a ciertos párrafos de los diarios más adelante, espero que mi distinguido colega encuentre tiempo suficiente para leer las pocas líneas que han sido subrayadas para que pueda tomarlas en consideración.

Sir Matthew sonrió. El juez frunció el ceño, y sir Hugo compuso una expresión de perplejidad.

Sir Hugo, ¿puedo confirmar que era deseo de su padre, tal como dejó constancia en su testamento, que la finca de Dunbroath fuera donada al National Trust for Scotland, con una cantidad de dinero suficiente reservada para su mantenimiento?

—Eso tengo entendido —admitió sir Hugo.

—Entonces, ¿puede confirmar también que Daniel Cartwright accedió a tales deseos, y que la finca se halla ahora en manos del National Trust for Scotland?

—Sí, puedo confirmarlo —replicó Hugo, a regañadientes.

—¿Ha encontrado tiempo en fecha reciente para visitar el número doce de The Boltons y ver en qué estado se halla la propiedad?

—Sí. No advertí gran diferencia de como estaba antes.

Sir Hugo, ¿quiere que llame al ama de llaves del señor Cartwright, con el fin de que pueda explicar al tribunal con todo lujo de detalles en qué estado encontró la casa cuando fue contratada?

—Eso no será necesario —dijo Hugo—. Puede que estuviera algo descuidada, pero como ya he dejado claro, paso casi todo el tiempo en Escocia, y pocas veces me desplazo a Londres.

—En ese caso, sir Hugo, pasemos a hablar de las cuentas de su sobrino en la banca Coutts del Strand. ¿Puede decir al tribunal cuánto dinero había en dicha cuenta en el momento de su trágica muerte?

—¿Cómo podría saberlo? —replicó Hugo con aspereza.

—Permítame que le ilumine, sir Hugo —dijo Alex, al tiempo que sacaba un extracto de cuenta de una carpeta—. Poco más de siete mil libras.

—Pero lo que importa es cuánto hay en esa cuenta en este momento —replicó sir Hugo en tono triunfal.

—No podría estar más de acuerdo con usted —dijo Alex, y sacó un segundo extracto bancario—. Cuando cerraron las oficinas ayer, la cuenta ascendía a poco más de cuarenta y dos mil libras. —Hugo seguía mirando hacia el público, mientras se secaba la frente—. A continuación, deberíamos tener en cuenta la colección de sellos que su padre, sir Alexander, legó a su nieto Nicholas.

—Cartwright la vendió a mis espaldas.

—Yo diría, sir Hugo, que la vendió delante de sus narices.

—Jamás habría accedido a desprenderme de algo que la familia siempre ha considerado una herencia de incalculable valor.

—Me pregunto si desea un poco de tiempo para reconsiderar lo que acaba de decir —le aconsejó Alex—. Estoy en posesión de un documento legal redactado por su abogado, el señor Desmond Galbraith, en el cual accede a vender la colección de sellos de su padre a un tal señor Gene Hunsacker, de Austin, Texas, por la cantidad de cincuenta millones de dólares.

Aunque eso fuera cierto —se revolvió Hugo—. Jamás vi ni un penique de esa suma, porque fue Cartwright quien acabó vendiendo la colección a Hunsacker.

—En efecto —dijo Alex—, por una cantidad de cincuenta y siete millones y medio de dólares, siete millones y medio más de lo que usted logró negociar.

—¿Adónde conduce todo esto, señor Redmayne? —preguntó el juez—. Por muy bien que su cliente administrara el legado Moncrieff, sigue siendo él quien lo robó. ¿Está intentando insinuar que siempre abrigó la intención de devolver los bienes a sus legítimos propietarios?

—No, señoría. Estoy intentando demostrar que tal vez Danny Cartwright no es el malvado villano que la acusación quiere hacernos creer. De hecho, gracias a su administración, sir Hugo vivirá mucho mejor de lo que jamás había esperado. Sir Matthew elevó una oración en silencio.

—¡Eso no es verdad! —dijo sir Hugo—. Viviré peor. Los ojos de sir Matthew se abrieron y se sentó muy tieso.

—Después de todo, hay un Dios en los cielos —susurró—. Bien hecho, hijo mío.

—Ahora sí que me he perdido —dijo el juez Hackett—. Si hay siete millones y medio de dólares más de lo que usted esperaba en la cuenta bancaria, sir Hugo, ¿cómo es posible que viva peor?

—Porque hace poco firmé un contrato legal con una tercera parte, que no quería revelar los detalles de lo sucedido a mi sobrino a menos que accediera a desprenderme del veinticinco por ciento de mi herencia.

—Siéntate y no digas nada —murmuró sir Matthew. El juez llamó al orden, y Alex no formuló su siguiente pregunta hasta que el silencio se restableció.

—¿Cuándo firmó este acuerdo, sir Hugo?

Hugo extrajo una pequeña agenda del bolsillo interior y pasó las páginas, hasta llegar a la anotación que estaba buscando.

—El 22 de octubre del año pasado —dijo.

Alex consultó sus notas.

—El día antes de que cierto caballero profesional se pusiera en contacto con el inspector jefe Fuller para concertar una cita en un lugar desconocido.

—No tengo ni idea de qué está hablando —dijo Hugo.

—Pues claro que no —dijo Alex—. No tenía forma de saber lo que se estaba cociendo a sus espaldas. No obstante, sir Hugo, debo hacerle una pregunta: una vez firmado ese contrato legal en el que accedía a entregar millones de libras si le devolvían la fortuna familiar, ¿qué le ofreció ese caballero profesional a cambio de su firma?

—Me dijo que mi sobrino llevaba muerto un año, y que su identidad había sido usurpada por el hombre que está sentado en el banquillo de los acusados.

—¿Cuál fue su reacción ante esta noticia increíble?

—Al principio no le creí —dijo Hugo—, pero después me enseñó diversas fotografías de Cartwright y de Nick, y tuve que admitir que se parecían.

—Me cuesta creer, sir Hugo, que eso fuera prueba suficiente para que un hombre astuto como usted accediera a desprenderse del veinticinco por ciento de la fortuna familiar.

—No, no fue suficiente. También me proporcionó otras fotografías que apoyaban su afirmación.

—¿Otras fotografías? —preguntó Alex esperanzado.

—Sí. Una de ellas era de la pierna izquierda del acusado, en la que se veía una cicatriz por encima de su rodilla, lo cual demostraba que era Cartwright y no mi sobrino.

—Cambia de tema —susurró sir Matthew.

—Ha dicho al tribunal, sir Hugo, que la persona que, a cambio de esta información, le pidió el veinticinco por ciento de lo que le pertenecía a usted por derecho propio, era un caballero.

—Sí, desde luego —afirmó Hugo.

—Tal vez ha llegado el momento, sir Hugo, de que nos diga el nombre de ese caballero.

—No puedo hacerlo —dijo sir Hugo.

Una vez más, Alex tuvo que esperar a que el juez restableciera el orden en la sala para formular su siguiente pregunta.

—¿Por qué no? —preguntó el juez.

—Deja que Hackett continúe —susurró sir Matthew—, y reza para que no deduzca él mismo quién es el caballero.

—Porque una de las cláusulas del acuerdo era que, bajo ninguna circunstancia, debía revelar su nombre —dijo Hugo, mientras se secaba el sudor de la frente. El juez Hackett dejó la pluma sobre la mesa.

—Escúcheme bien, sir Hugo. Si no quiere que le acuse de desacato al tribunal, y que una noche en una celda le refresque la memoria, le aconsejo que conteste a la pregunta del señor Redmayne y diga al tribunal el nombre de ese caballero, que le pidió el veinticinco por ciento de sus bienes antes de revelar que el acusado era un estafador. ¿Me he expresado con claridad?

Hugo se puso a temblar de manera incontrolable. Miró hacia el público y vio que Margaret asentía. Se volvió hacia el juez.

—El señor Spencer Craig —dijo. Todo el mundo en la sala se puso a hablar a la vez.

—Ya puedes sentarte, hijo mío —dijo sir Matthew—, porque creo que eso es lo que en el círculo de Danny llaman estar entre la espada y la pared. Ahora, nuestro estimado juez no tiene otra alternativa que permitirte citar judicialmente a Spencer Craig, a menos que desee un nuevo juicio, por supuesto.

Sir Matthew vio que Arnold Pearson estaba mirando a su hijo. Inclinó un sombrero imaginario.

Chapeau, Alex —dijo.