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Danny Cartwright estaba sentado en una pequeña silla de madera, en el banquillo de los acusados, y esperaba a que el reloj diera las diez para que el juicio empezara. Bajó la vista hacia el estrado del tribunal y vio a sus dos abogados conversando, mientras esperaban a que el juez apareciera.

Danny había pasado una hora con Alex Redmayne y su ayudante en una sala de interrogatorios situada bajo la sala del tribunal, a primera hora de la mañana. Habían hecho lo posible por tranquilizarle, pero sabía demasiado bien que, si bien era inocente del asesinato de Bernie, era culpable de las acusaciones de estafa, robo, engaño y huida de la prisión. Una condena de entre ocho y diez años parecía ser la opinión generalizada, desde los deslenguados de Belmarsh a los eminentes letrados que ejercían su profesión en el Old Bailey.

Nadie necesitaba decirle a Danny que, si a esta sentencia se añadía su primera condena, la siguiente vez que saliera de Belmarsh sería para asistir a su propio funeral.

Los bancos de la prensa que había a la izquierda de Danny estaban abarrotados de reporteros, con las libretas abiertas y los bolígrafos preparados, mientras esperaban seguir engrosando el número de columnas escritas durante los últimos seis meses: la historia de Danny Cartwright, el único hombre que había escapado de una cárcel de máxima seguridad de Inglaterra, que había robado más de cincuenta millones de dólares a un banco suizo, después de vender una colección de sellos que no le pertenecía, y había acabado detenido en The Boltons de madrugada en brazos de su prometida (The Times), o su sexy amor de la infancia (The Sun). La prensa no acababa de decidir si Danny era la Pimpinela Escarlata o Jack el Destripador. La historia había fascinado al público durante meses, y el primer día del juicio estaba adquiriendo el protagonismo de una noche de estreno en el West End; las colas empezaron a formarse ante el Old Bailey a las cuatro de la madrugada, para entrar en un teatro con menos de cien localidades y que raras veces se llenaba. Casi todo el mundo estaba de acuerdo en que lo más probable era que Danny Cartwright pasara el resto de sus días en Belmarsh antes que en The Boltons.

Alex Redmayne y su ayudante, el honorable sir Matthew Redmayne KCMG QC[18], habían hecho todo lo posible para ayudar a Danny durante los últimos seis meses, mientras estaba encarcelado de nuevo en una celda algo mayor que el armario de los artículos de limpieza de Molly. Ambos se habían negado a cobrar ni un solo penique por sus servicios, si bien sir Matthew había advertido a Danny de que, si eran capaces de convencer al jurado de que los beneficios acumulados durante los últimos dos años le pertenecían a él y no a sir Hugo Moncrieff, le presentarían una voluminosa minuta más gastos por lo que él llamaba honorarios suplementarios. Fue una de las pocas ocasiones en la que los tres se pusieron a reír.

Beth había sido puesta en libertad bajo fianza a la mañana siguiente de la detención, pero nadie se sorprendió cuando ni a Danny ni a Big Al se les concedió la misma medida de gracia.

El señor Jenkins estaba esperando para recibirles en la recepción de Belmarsh, y el señor Pascoe se encargó de que acabaran compartiendo la misma celda. Al cabo de un mes, Danny había regresado a su puesto de bibliotecario de la cárcel, tal como había anticipado a la señorita Bennett. Big Al fue enviado a la cocina, y si bien los guisos no podían compararse con los de Molly, al menos habían terminado gozando de lo mejor de lo peor.

Alex Redmayne no había recordado a Danny en ningún momento que, si hubiera seguido su consejo y se hubiera declarado culpable de homicidio en el primer juicio, ahora sería un hombre libre, sería el dueño del taller Wilson, se habría casado con Beth y la ayudaría a criar a su familia. Pero un hombre libre ¿en qué sentido?, imaginaba Alex que preguntaría.

También habían disfrutado de momentos de triunfo en medio del desastre. Los dioses lo prefieren así. Alex Redmayne había sido capaz de convencer al tribunal de que, aunque Beth era técnicamente culpable del delito del que la habían acusado, solo había sabido que Danny estaba vivo durante cuatro días, además de que ya habían concertado una cita con Alex en su despacho la mañana en que fue detenida. El juez había condenado a Beth a seis meses de libertad condicional. Desde entonces, había ido a ver a Danny el primer domingo de cada mes.

El juez no había sido tan indulgente respecto al papel de Big Al en la conspiración. Alex había señalado en su alegato que su cliente, Albert Crann, no había obtenido beneficios económicos de la fortuna de los Moncrieff, salvo la paga de chófer que le había concedido Danny y permiso para dormir en una pequeña habitación del último piso de la casa de The Boltons. El señor Arnold Pearson, representante de la Corona, lanzó entonces una bomba que Alex no había visto venir.

—¿Puede el señor Crann explicar la cantidad de diez mil libras depositada en su cuenta corriente tan solo unos días después de haber salido de la cárcel? Big Al no tenía explicación, y aunque la tuviera, no estaba dispuesto a iluminar a Pearson sobre la procedencia del dinero.

El jurado no quedó impresionado.

El juez condenó a Big Al a cumplir cinco años más en Belmarsh; el resto de su primera sentencia. Danny se encargó de que le avanzaran cuanto antes, y de que se comportara de manera impecable durante su período de encarcelamiento. Con los excelentes informes del guardia de más antigüedad, Ray Pascoe, confirmados por el alcaide, lograrían que Big Al saliera libre en menos de un año. Danny le echaría de menos, aunque sabía que si llegaba a insinuárselo, Big Al causaría suficientes problemas para quedarse en Belmarsh hasta que Danny fuera puesto por fin en libertad.

Beth le dio una buena noticia a Danny el domingo que fue a verle.

—Estoy embarazada.

—Dios, si solo pasamos cuatro noches juntos —dijo Danny, mientras la estrechaba entre sus brazos.

—Creo que no fue debido al número de veces que hicimos el amor —dijo Beth—. Confiemos en que sea un hermanito para Christy —añadió.

—Si lo es, lo llamaremos Bernie.

—No —dijo Beth—, le llamaremos… La sirena indicó el fin de la hora de las visitas y ahogó sus palabras.

—¿Puedo hacerle una pregunta? —dijo Danny cuando Pascoe le acompañó de vuelta a su celda.

—Por supuesto —contestó Pascoe—. Pero eso no significa que vaya a contestarla.

—Siempre lo supo, ¿verdad? —Pascoe sonrió, pero no contestó—. ¿Por qué estaba tan seguro de que yo no era Nick? —preguntó Danny cuando llegaron a la celda.

Pascoe giró la llave en la cerradura y abrió la pesada puerta. Danny entró, suponiendo que el hombre no iba a responder a su pregunta, pero entonces Pascoe indicó con un cabeceo la fotografía de Beth que Danny había pegado con celo a la pared de la celda.

—Oh, Dios mío —dijo Danny, y sacudió la cabeza—. No me acordé de sacar la foto de la pared. Pascoe sonrió, salió al pasillo y cerró la puerta de la celda.

Danny alzó la vista hacia la zona del público y vio a Beth, ahora embarazada de seis meses, que le miraba con la misma sonrisa que recordaba tan bien del patio de recreo del colegio Clement Attlee, y que sabía que no desaparecería hasta el fin de sus días, por larga que fuera la sentencia a la que le condenara el juez.

Las madres de Danny y de Beth estaban sentadas a cada lado de ella, un apoyo constante. También estaban presentes muchos amigos y partidarios de Danny del East End, que irían a la tumba proclamando su inocencia. Los ojos de Danny se posaron en el profesor Amirkhan Mori, un amigo incondicional; luego se fijó en alguien sentado en el extremo de la fila, alguien a quien no había esperado volver a ver. Sarah Davenport estaba inclinada sobre la barandilla, y le sonrió.

En el estrado del tribunal, Alex y su padre estaban conversando. The Times había dedicado toda una página al padre y al hijo que pronto aparecerían juntos como abogados defensores en el caso. Era la segunda vez en la historia que un juez del Tribunal Supremo regresaba al papel de abogado, y desde luego era la primera vez que un hijo tenía como ayudante a su padre.

Danny y Alex habían renovado su amistad durante los últimos seis meses, y sabía que seguirían siendo íntimos durante el resto de su vida. El padre de Alex estaba hecho de la misma pasta que el profesor Mori. Los dos hombres eran unos apasionados: el profesor Mori del conocimiento, sir Matthew de la justicia. La presencia del anciano juez en el tribunal había conseguido que incluso abogados avezados y periodistas cínicos se hicieran preguntas acerca del caso, pero estaban intrigados por saber qué le había convencido de que Danny Cartwright podía ser inocente.

El señor Arnold Pearson y su subalterno estaban sentados en el otro extremo del banco, repasando su alegato línea a línea, e introduciendo alguna pequeña modificación aquí y allá. Danny estaba preparado para el estallido de veneno y bilis que soltaría Pearson cuando se levantara y anunciara al tribunal que no solo el acusado era un criminal malvado y peligroso, sino que únicamente había un lugar al que el jurado debería enviarle para el resto de su vida.

Alex Redmayne había explicado a Danny que esperaban solo a tres testigos: el inspector jefe Fuller, sir Hugo Moncrieff y Fraser Munro. No obstante, Alex y su padre ya habían tomado medidas para que se llamara a un cuarto testigo. Alex había avisado a Danny de que, fuera cual fuese el juez nombrado para el caso haría todo cuanto estuviera en su mano para impedirlo.

A sir Matthew no le sorprendió que el juez Hackett llamara a ambos letrados a su despacho antes de que empezara el juicio, con el fin de advertirles que se abstuvieran de cualquier referencia al primer juicio por asesinato, cuyo veredicto había sido emitido por un jurado y respaldado posteriormente por tres jueces en el tribunal de apelación. A continuación, dejó bien claro que, si alguna de las partes intentaba sacar a colación el contenido de determinada grabación como prueba, o mencionaba los nombres de Spencer Craig, ahora un eminente QC, Gerald Payne, que había sido elegido diputado, o del famoso actor Lawrence Davenport, se enfrentarían a su ira.

En los círculos jurídicos todo el mundo sabía que el juez Hackett y sir Matthew Redmayne no se hablaban desde hacía treinta años. Sir Matthew había ganado demasiados casos en los tribunales inferiores, cuando ambos eran abogados bisoños, para que a alguien le cupiera alguna duda sobre cuál de ellos era mejor letrado. La prensa esperaba que su rivalidad se reavivara en cuanto el juicio empezara.

El jurado había sido elegido el día anterior, y ahora esperaba a ser llamado a la sala para poder escuchar las pruebas, antes de emitir el veredicto definitivo en el caso de la Corona contra Daniel Arthur Cartwright.