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Cuando llegaron a su celda, el daño ya estaba hecho. La mesa había quedado reducida a astillas, los colchones estaban destrozados, las sábanas hechas pedazos y el pequeño espejo de acero había sido arrancado de la pared. Cuando el señor Hagen abrió la puerta, descubrió a Danny intentando arrancar el lavabo. Tres guardias se abalanzaron sobre él, pero Danny lanzó un puñetazo a Hagen. De haberle alcanzado, habría sido un golpe de campeón de los pesos medios, pero Hagen se agachó a tiempo. El segundo guardia agarró a Danny por el brazo, mientras el tercero le propinaba una fuerte patada en la parte posterior de la rodilla, lo cual concedió a Hagen el tiempo suficiente para recuperarse y encadenarle los brazos y las piernas, mientras sus compañeros le sujetaban.

Le sacaron a rastras de la celda y le bajaron por la escalera de hierro, sin dejar de correr hasta llegar al pasillo púrpura, que conducía a la unidad de incomunicación. Se detuvieron ante una celda sin número. Hagen abrió la puerta y los otros dos le arrojaron al interior.

Danny se quedó tendido sobre el frío suelo de piedra durante mucho rato. Si hubiera tenido un espejo en la celda, habría podido admirar su ojo morado y el mosaico de contusiones que cubría su cuerpo. Le daba igual. Es lo que ocurre cuando has perdido la esperanza y te quedan otros veinte años para pensar en ello.

—Me llamo Malcolm Hurst —dijo el representante de la Junta de Libertad Condicional—. Haga el favor de sentarse, señor Moncrieff.

Hurst había dedicado cierto tiempo a pensar cómo iba a dirigirse al preso.

—Señor Moncrieff, ha solicitado la libertad condicional —empezó—, y es mi responsabilidad redactar un informe para presentarlo a la consideración de la junta. He leído su historial, por supuesto, en el que consta un informe completo sobre cuál ha sido su conducta durante su estancia en la cárcel; su responsable de ala, el señor Pascoe, ha descrito su comportamiento como ejemplar.

Nick siguió en silencio.

—También he observado que es usted un recluso avanzado, que trabaja en la biblioteca y colabora con el personal docente de la prisión en las materias de Inglés e Historia. Da la impresión de que ha conseguido un éxito notable con sus compañeros de cárcel, que han logrado el certificado para acceder a educación secundaria, y uno en particular está preparando tres asignaturas de bachillerato.

Nick asintió con tristeza. Pascoe le había chivado que Danny había perdido la apelación y estaba a punto de volver del Old Bailey. Habría querido estar en la celda cuando Danny llegara, pero por desgracia la Junta de Libertad Condicional había fijado la fecha de la entrevista unas semanas atrás.

Nick ya había decidido ponerse en contacto con Alex Redmayne en cuanto saliera en libertad, con el fin de ofrecerle su ayuda en todo lo posible. No entendía por qué el juez había prohibido que se reprodujera la cinta. No dudaba de que Danny le explicaría el motivo en cuanto regresara a la celda. Intentó concentrarse en lo que estaba diciendo el representante de la Junta de Libertad Condicional.

—Veo que durante su estancia en la cárcel, señor Moncrieff, se ha licenciado en Inglés por la Universidad Abierta con notas excelentes. —Nick asintió—. Si bien su comportamiento en la cárcel es digno de alabanza, estoy seguro de que comprenderá que debo hacerle unas preguntas antes de terminar mi informe.

Pascoe ya había avisado a Nick de cuáles serían esas preguntas.

—Por supuesto —dijo.

—Un consejo de guerra le condenó por conducta imprudente y negligente en el cumplimiento de su deber, de lo cual se declaró culpable. El consejo le echó del ejército y le sentenció a ocho años de cárcel. ¿Estoy en lo cierto?

—Sí, señor Hurst.

Hurst marcó la primera casilla.

—Su pelotón estaba custodiando a un grupo de prisioneros serbios, cuando unos milicianos albanos pasaron por delante del recinto disparando sus Kalashnikov al aire.

—Exacto.

—Su sargento respondió.

—Disparos de advertencia —precisó Nick—, después de que yo diera claramente a los insurgentes la orden de dejar de disparar.

—Pero dos observadores de Naciones Unidas que presenciaron todo el incidente prestaron declaración en su juicio, e insinuaron que los albanos solo dispararon sus fusiles al aire. —Nick no intentó defenderse—. Y aunque usted no disparó ni un solo tiro, era el oficial de guardia en ese momento.

—Sí.

—Y acepta que la sentencia fue justa.

—Sí.

Hurst tomó otra nota.

—Si la junta recomendara su puesta en libertad, después de haber cumplido tan solo la mitad de su condena, ¿cuáles serían sus planes para el futuro inmediato?

—Pretendo regresar a Escocia, donde trabajaría de profesor en cualquier colegio que quisiera contratarme.

Hurst marcó otra casilla antes de formular su siguiente pregunta.

—¿Tiene problemas económicos que podrían impedirle aceptar un puesto de docente?

—No —respondió Nick—, al contrario. Mi abuelo me legó lo bastante para no tener que volver a trabajar. Hurst marcó otra casilla.

—¿Está casado, señor Moncrieff?

—No —dijo Nick.

—¿Tiene hijos u otras personas que dependan de usted?

—No.

—¿Toma alguna medicación en la actualidad?

—No.

—Si le pusieran en libertad, ¿tiene alguna casa adónde ir?

—Sí, tengo una casa en Londres y otra en Escocia.

—¿Tiene familia que le pueda ayudar en caso de ser puesto en libertad?

—No —dijo Nick. Hurst levantó la vista. Era la primera casilla que no marcaba—. Mis padres murieron, y no tengo hermanos ni hermanas.

—¿Tíos o tías?

—Un tío y una tía que viven en Escocia, con quienes apenas me relaciono, y otra tía materna que vive en Canadá, con la que he mantenido correspondencia aunque no la conozco en persona.

—Comprendo —dijo Hurst—. Una última pregunta, señor Moncrieff. Puede que le parezca un poco extraña, dadas las circunstancias, pero debo hacerla. ¿Se le ocurre algún motivo que podría empujarle a cometer de nuevo el mismo delito?

—Como no puedo reanudar mi carrera militar, y además no albergo el menor deseo de ello, la respuesta a su pregunta es que no.

—Lo comprendo muy bien —convino Hurst, y marcó la última casilla—. Finalmente, ¿quiere hacerme alguna pregunta?

—Solo cuándo se me informará de la decisión de la junta.

—Tardaré unos días en redactar mi informe, antes de entregarlo a la junta —anunció Hurst—, pero en cuanto lo hayan recibido, no deberían pasar más de dos semanas antes de que se pusieran en contacto con usted.

—Gracias, señor Hurst.

—Gracias, sir Nicholas.

—No tuvimos otra alternativa, señor —reconoció Pascoe.

—Estoy seguro de que actuasteis bien, Ray —dijo el alcaide, pero creo que este preso en particular exige un poco de comprensión.

—¿Cuál es su opinión, señor? —preguntó Pascoe—. Al fin y al cabo, destrozó su celda.

—Lo sé, Ray, pero todos sabemos cómo reaccionan los sentenciados a cadena perpetua si se les rechaza su apelación. Se convierten en solitarios silenciosos, o destrozan lo que tienen a su alcance.

—Algunos días en aislamiento le devolverán a Cartwright la razón —opinó Pascoe.

—Esperemos —dijo Barton—, porque me gustaría que se estabilizara lo antes posible. Es un chico brillante. Había confiado en que sería el sucesor natural de Moncrieff.

—Una elección evidente, aunque perderá automáticamente su condición de avanzado y tendrá que volver a básico.

—Eso solo será durante un mes —señaló el alcaide.

—Entretanto, señor, ¿qué hago con su categoría laboral? ¿Le saco de educación y le devuelvo a la cadena de presos?

—Dios no lo permita —dijo Barton—. Eso nos castigaría más a nosotros que a él.

—¿Y sus derechos de cantina?

—Paga y cantina suspendidas durante cuatro semanas.

—De acuerdo, señor —dijo Pascoe.

—Y hable con Moncrieff. Es el amigo más íntimo de Cartwright. A ver si puede meterle un poco de sentido común en la cabeza, y apoyarle durante las próximas semanas.

—Lo haré, señor.

—¿Quién es el siguiente?

—Leach, señor.

—¿Cuál es la acusación esta vez?

—No devolver un libro a la biblioteca.

—¿No puede ocuparse de algo tan insignificante sin molestarme a mí? —preguntó el alcaide.

—En circunstancias normales, sí, señor, pero en este caso se trataba de un valioso ejemplar encuadernado en piel de la Law Review, que Leach no devolvió pese a varias advertencias verbales y por escrito.

—Aún no acabo de entender por qué tiene que presentarse ante mí —dijo Barton.

—Porque cuando por fin encontramos el libro en un contenedor de basura, en la parte posterior del bloque, estaba destrozado.

—¿Por qué lo haría?

—Tengo mis sospechas, señor, pero no pruebas.

—¿Otra forma de introducir drogas?

—Como ya he dicho, señor, no tengo pruebas, pero Leach ha vuelto a incomunicación durante otro mes, no sea que le entren ganas de destrozar toda la biblioteca. —Pascoe vaciló—. Tenemos otro problema.

—¿A saber?

—Uno de mis informantes me ha dicho que oyó a Leach decir que iba a vengarse de Cartwright, aunque fuera lo último que hiciera.

—¿Porque es el bibliotecario?

—No, algo relacionado con una cinta —contestó Pascoe—, pero no he logrado llegar al fondo del asunto.

—Eso es todo cuanto necesito —afirmó el alcaide—. Será mejor que los tenga vigilados las veinticuatro horas.

—Vamos cortos de personal en este momento —dijo Pascoe.

—Pues haga lo que pueda. No quiero que se repita lo que le pasó a aquel pobre hijo de puta de Garside, cuando su único pecado fue hacer el signo de la victoria a Leach.