20
Dos cartas para ti, Cartwright —dijo el señor Pascoe, el funcionario del ala, mientras entregaba un par de sobres a Danny—. Por cierto —continuó—, hemos encontrado un billete de diez libras en una de las cartas. El dinero ha sido ingresado en tu cuenta de la cantina, pero dile a tu novia que, en el futuro, debe enviar un giro postal a la oficina del alcaide, y ellos ingresarán el dinero directamente en tu cuenta.
La pesada puerta se cerró con estrépito.
—Han abierto mis cartas —dijo Danny, contemplando los sobres rotos.
—Siempre lo hacen —apuntó Big Al—. También escuchan tus llamadas telefónicas.
—¿Por qué? —preguntó Danny.
—Con la esperanza de pillar a alguien metido en drogas. La semana pasada, cazaron a dos estúpidos hijoputas que planeaban un robo para el día después de ser puestos en libertad.
Danny extrajo la carta del más pequeño de los dos sobres. Como estaba escrita a mano, supuso que era de Beth. La segunda carta estaba mecanografiada, pero no estaba seguro de quién la había enviado. Siguió tumbado en silencio en su catre, meditando sobre el problema, hasta que se rindió.
—Nick, ¿puedes ayudarme a leer las cartas? —dijo en voz baja.
—Puedo y lo haré —contestó Nick.
Danny le pasó las dos cartas. Nick dejó su bolígrafo, sacó primero la carta escrita a mano y miró la firma al pie de la hoja.
—Esta es de Beth —dijo. Danny asintió.
—«Querido Danny —leyó—, solo ha pasado una semana, pero ya te echo mucho de menos. ¿Cómo pudo el jurado cometer una equivocación tan terrible? ¿Por qué no me creyeron? He rellenado los formularios necesarios e iré a visitarte el domingo que viene por la tarde; será la última oportunidad de verte antes de que nazca nuestro hijo. Ayer hablé por teléfono con una funcionarla y fue extremadamente amable. Tus padres están bien y te envían muchos besos, y también mi madre. Estoy segura de que papá se bajará del burro en su momento, sobre todo después de que ganes la apelación. Te echo muchísimo de menos. Te quiero, te quiero, te quiero. Nos vemos el domingo, Beth xxx».
Nick miró a Danny y vio que estaba contemplando el techo.
—¿Quieres que la lea otra vez?
—No.
Nick desdobló la segunda carta.
—Es de Alex Redmayne —dijo—. Qué extraño…
—¿Qué quieres decir? —preguntó Danny, al tiempo que se incorporaba.
—Los abogados no suelen escribir directamente a sus clientes. Se lo encargan a los abogados instructores. Por lo visto es privado y confidencial. ¿Estás seguro de que quieres que me entere del contenido de esta carta?
—Léela —dijo Danny.
—«Apreciado Danny, solo unas líneas para ponerte al día sobre tu apelación. He terminado todas las solicitudes necesarias y hoy he recibido una carta de la oficina del Lord Canciller, confirmando que tu nombre ha entrado en la lista. Sin embargo, es imposible saber cuánto tiempo durará el procedimiento, y debo advertirte de que podría prolongarse hasta dos años. Aún estoy siguiendo todas las pistas con la esperanza de que desentierren nuevas pruebas. Volveré a escribir cuando tenga algo más tangible de lo que informar. Te saluda atentamente, Alex Redmayne».
Nick guardó las dos cartas en sus sobres y las devolvió a Danny. Recogió su bolígrafo.
—¿Quieres que conteste a alguna de las dos?
—No —dijo Danny con firmeza—. Quiero que me ayudes a hacerlo yo; que me enseñes a leer y escribir con corrección.
Spencer Craig estaba empezando a pensar que había sido imprudente elegir el Dunlop Arms para la reunión mensual de los Mosqueteros. Había convencido a sus compañeros de que con ello demostraría que no tenían nada que ocultar. Pero ya se estaba arrepintiendo de su decisión.
Lawrence Davenport había esgrimido una pobre excusa para no asistir, afirmando que debía presentarse en una ceremonia de entrega de premios porque le habían nominado mejor actor en una serie.
A Craig no le sorprendió que Toby Mortimer no hiciera acto de presencia. Debía de estar tendido en alguna cuneta, con una aguja hundida en el brazo.
Al menos, Gerald Payne sí apareció, aunque tarde. De haber existido un orden del día de esta reunión, la disolución de los Mosqueteros habría sido probablemente el punto número uno.
Craig vació los restos de la primera botella de Chablis en la copa de Payne y pidió otra.
—Salud —dijo, y alzó su copa.
Payne asintió, menos entusiasta. Ninguno de los dos habló durante un rato.
—¿Tienes idea de cuándo será la apelación de Cartwright? —preguntó Payne por fin.
—No —contestó Craig—. Compruebo las listas, pero no puedo correr el riesgo de llamar a la Oficina de Apelación Penal, por motivos obvios. En cuanto me entere de algo, tú serás el primero en saberlo.
—¿Estás preocupado por Toby? —preguntó Payne.
—No, es el menor de nuestros problemas. Cuando se vea la apelación, ten por seguro que no se encontrará en condiciones de prestar declaración. Nuestro problema es Larry. Cada vez está más raro, pero la perspectiva de acabar en la cárcel debería mantenerle a raya.
—¿Y su hermana? —preguntó Payne.
—¿Sarah? —dijo Craig—. ¿Qué tiene que ver ella con esto?
—Nada, pero si alguna vez descubriera lo que sucedió en realidad aquella noche, tal vez intentaría convencer a Larry de que su deber es confesar en la vista de la apelación. Al fin y al cabo, es abogada. —Payne tomó un sorbo de vino—. ¿No tuvisteis un idilio en Cambridge?
—Yo no lo llamaría un idilio —dijo Craig—. No es mi tipo. Demasiado estrecha.
—No es eso lo que he oído —repuso Payne, como sin darle importancia.
—¿Qué has oído? —preguntó Craig a la defensiva.
—Que ella tiró la toalla porque tenías unas costumbres bastante raras en la cama.
Craig no hizo comentarios, y vació la segunda botella.
—Otra botella, camarero —pidió.
—¿Del noventa y cinco, señor Craig?
—Por supuesto —dijo Craig—. Solo lo mejor para mi amigo.
—No hace falta que desperdicies tu dinero conmigo, colega —dijo Payne.
Craig no se molestó en decirle que daba igual lo que pusiera en la etiqueta, porque el camarero ya había decidido cuánto iba a cobrar por «mantener el pico cerrado», como él decía.
Big Al estaba roncando, emitiendo un sonido que Nick había descrito en su diario como una mezcla entre el de un elefante bebiendo y el de la sirena de niebla de un barco. Nick conseguía dormir pese a la música rap que llegaba desde las celdas cercanas, pero aún no había conseguido acostumbrarse a los ronquidos de Big Al.
Estaba despierto, pensando en la decisión de Danny de abandonar la cadena de presos y sumarse a educación con él. No había tardado mucho tiempo en darse cuenta de que, si bien Danny poseía escasos estudios, era el alumno más brillante que había tenido durante los últimos dos años.
Danny se mostraba voraz ante su nuevo desafío, aunque no tuviera ni idea del significado de esa palabra. No desperdiciaba un momento, siempre haciendo preguntas y pocas veces satisfecho con las respuestas. Nick había leído acerca de profesores que descubrían que sus alumnos eran más inteligentes que ellos, pero no había esperado encontrarse con ese problema en la cárcel. Además, Danny no le permitía relajarse al acabar el día. En cuanto la puerta de la celda se cerraba por la noche, ya estaba sentado en el extremo de la litera de Nick, pidiendo más respuestas a sus preguntas. Particularmente en dos materias, matemáticas y deportes, Nick descubrió enseguida que Danny ya sabía más que él. Poseía una memoria enciclopédica, de modo que Nick no necesitaba consultar el Wisden[4] ni el Manual de la Asociación de Fútbol. Tal vez no fuera culto, pero contaba con conocimientos muy básicos de aritmética, y tenía un dominio de los números que Nick jamás podría alcanzar.
—¿Estás despierto? —preguntó Danny, interrumpiendo los pensamientos de Nick.
—Big Al siempre logra que nadie duerma en tres celdas a la redonda —respondió Nick.
—Estaba pensando que, desde que me apunté a educación, he hablado muchas cosas de mí, pero no sé casi bastante de ti.
—He «contado», y no sé casi «nada». No lo olvides.
—Contado. Nada —repitió Danny.
—¿Qué quieres saber? —preguntó Nick.
—Para empezar, ¿cómo ha acabado en la cárcel alguien como tú? —Nick no contestó de inmediato—. No me lo digas si no quieres —añadió Danny.
—Fui sometido a un consejo de guerra mientras mi regimiento estaba sirviendo con las fuerzas de la OTAN en Kosovo.
—¿Mataste a alguien?
—No, pero un albano murió y otro resultó herido debido a un error de juicio por mi parte. —Esta vez fue Danny quien guardó silencio—. Ordenaron a mi pelotón que protegiera a un grupo de serbios acusados de llevar a cabo acciones de limpieza étnica. Durante mi guardia, un grupo de guerrilleros albaneses pasó por delante del recinto disparando al aire sus Kalashnikov, para celebrar la captura de unos serbios. Cuando un coche lleno de guerrilleros se acercó peligrosamente al recinto, advertí a su líder que dejaran de disparar. No me hizo caso, de modo que mi sargento disparó algunos tiros de advertencia; el resultado fue que dos de ellos acabaran con heridas de bala. Más tarde, uno murió en el hospital.
—Pero tú no mataste a nadie —dijo Danny.
—No, pero era el oficial al mando.
—¿Y te cayeron ocho años por eso? —Nick no hizo comentarios—. Una vez pensé en alistarme en el ejército —dijo Danny.
—Habrías sido un gran soldado.
—Pero Beth se opuso. —Nick sonrió—. Dijo que no le gustaría que pasara en el extranjero tanto tiempo; además, ella siempre se preocupa por mi seguridad. Muy irónico.
—Buen uso de la palabra «irónico» —aprobó Nick.
—¿Cómo es que no te embían cartas?
—¿Cartas? No, no me las envían.
—¿Por qué no te embían cartas? —preguntó Danny.
—¿Cómo deletreas «envían»?
—E-m-b-í-a-n.
—No —dijo Nick—. Intenta recordar, aparte de que va con «v», delante de la «v» siempre va «n». Pero esta noche no te daré más lecciones. —Siguió otro largo silencio antes de que Nick contestara a la pregunta de Danny—. No he hecho el menor esfuerzo por ponerme en contacto con mi familia desde el consejo de guerra, y ellos no han hecho ningún esfuerzo por ponerse en contacto conmigo.
—¿Ni siquiera tus padres? —preguntó Danny.
—Mi madre murió al dar a luz.
—Lo siento. ¿Tu padre vive todavía?
—Por lo que yo sé, sí, pero era coronel en el mismo regimiento donde yo servía. No me ha dirigido la palabra desde el consejo de guerra.
—Es un poco exagerado, ¿no?
—No creas. El regimiento es toda su vida. Yo debía seguir sus pasos y acabar siendo comandante, no en un consejo de guerra.
—¿Hermanos o hermanas?
—No.
—¿Tíos y tías?
—Un tío, dos tías. El hermano menor de mi padre y su esposa, que viven en Escocia, y otra tía en Canadá, pero ni siquiera la conozco.
—¿Ninguna otra relación?
—Parientes es una palabra más indicada. Relaciones tiene doble significado.
—Parientes.
—No. La única persona a la que quería era mi abuelo, pero murió hace unos años.
—¿Tu abuelo era también oficial del ejército?
—No —rio Nick—. Era pirata.
Danny no rio.
—¿Qué tipo de pirata?
—Vendió armamento a los norteamericanos durante la Segunda Guerra Mundial. Amasó una fortuna, lo suficiente para jubilarse, comprar una enorme finca en Escocia y establecerse como «laird».
—¿«Laird»?
—Líder del clan, amo y señor de todo lo que contempla.
—¿Significa eso que eres rico?
—Por desgracia no —contestó Nick—. Mi padre consiguió despilfarrar casi toda su herencia mientras era coronel del regimiento. «Hay que mantener las apariencias, muchacho», decía a menudo. Lo que quedó se destinó al mantenimiento de la propiedad.
—¿Así que estás sin un penique? ¿Eres como yo?
—No —dijo Nick—. No soy como tú. Tú eres más como mi abuelo. Y tú no habrías cometido la misma equivocación que yo.
—Pero acabé aquí con una condena de veintidós tacos.
—Años. Habla con propiedad.
—Años —repitió Danny.
—Pero al contrario que yo, no deberías estar aquí —dijo Nick sin alzar la voz.
—¿Lo crees así? —dijo Danny, incapaz de disimular su sorpresa.
—No lo creía hasta leer la carta de Beth, y es evidente que el señor Redmayne piensa que el jurado se equivocó.
—¿Qué cuelga de esa cadena que llevas alrededor del cuello? —preguntó Danny.
Big Al despertó sobresaltado, gruñó, bajó de la cama, se bajó los calzoncillos y se sentó en el váter. Cuando tiró de la cadena, Danny y Nick intentaron dormirse antes de que volviera a roncar.
Beth iba en autobús cuando sintió los primeros dolores. El niño no debía nacer hasta dentro de tres semanas, pero supo al instante que debía llegar al hospital más cercano si no quería que su primer hijo naciera en el 25.
—Ayúdenme —gimió, cuando notó la siguiente oleada de dolor.
Intentó levantarse cuando el autobús paró en un semáforo en rojo. Dos mujeres entradas en años sentadas delante de ella se volvieron.
—¿Es lo que yo creo? —preguntó la primera.
—No me cabe la menor duda —dijo la segunda—. Pulsa el timbre, yo la bajaré del autobús.
Nick entregó a Louis diez cigarrillos después de que terminara de sacudir el pelo de sus hombros.
—Gracias, Louis —dijo Nick, como si estuviera hablando a su barbero habitual de Trumper’s, en Curzon Street.
—Siempre un placer, caballero —dijo Louis, mientras colocaba una sábana alrededor de su siguiente cliente—. ¿Qué se le ofrece, joven? —preguntó, y pasó los dedos entre el pelo abundante y corto de Danny.
—De entrada, puedes cortar el rollo —dijo Danny, y apartó la mano de Louis—. Después, un corte de pelo normal.
—Como guste —dijo Louis, al tiempo que levantaba la maquinilla y estudiaba el pelo de Danny con más detenimiento. Ocho minutos después, Louis bajaba las tijeras y alzaba un espejo para que Danny se viera la nuca.
—No está mal —admitió Danny.
—Volved a vuestras celdas —gritó una voz—. La Asociación ha terminado.
Danny entregó cinco cigarrillos a Louis, mientras un guardia corría hacia ellos.
—¿Qué va a ser, jefe? ¿Un corte de pelo normal? —preguntó Danny, mientras miraba la cabeza calva del señor Hagen.
—No seas descarado, Cartwright. Vuelve a tu celda y pórtate bien, no sea que presente una queja.
El señor Hagen depositó tijeras, navaja, maquinilla, cepillo y diversos peines en una caja, que cerró con llave y se llevó.
—Hasta dentro de un mes —dijo Louis a Danny, mientras este regresaba a toda prisa a su celda.