45

Danny saltó del autobús y empezó a caminar por Bond Street. Vio una bandera azul que ondeaba en la brisa, exhibiendo en oro el nombre Sotheby’s.

Danny nunca había asistido a una subasta, y empezaba a pensar que habría sido preferible haber ido a una o dos antes de perder la virginidad. El portero uniformado le saludó cuando entró, como si fuera un cliente habitual capaz de gastarse varios millones sin pestañear en un pintor impresionista de segunda fila.

—¿Dónde se celebra la subasta filatélica? —preguntó Danny a la mujer de recepción.

—Subiendo la escalera —dijo, y señaló a su derecha—, la primera puerta. No tiene pérdida. ¿Quiere una paleta? —preguntó. Danny no estaba seguro de a qué se refería—. ¿Va a pujar?

—No —dijo Danny—. A cobrar, espero.

Danny subió la escalera y entró en una amplia sala, bien iluminada, donde había media docena de personas. No estuvo seguro de haber entrado donde debía hasta que vio al señor Blundell hablando con un hombre que vestía un mono verde. La sala estaba llena de hileras e hileras de sillas, aunque solo algunas estaban ocupadas. En la parte de delante, donde se encontraba Blundell, había un podio circular brillante, desde donde supuso que se llevaría a cabo la subasta. Detrás, en la pared, había una pantalla grande que anunciaba los tipos de cambio de diversas divisas, para que los postores extranjeros supieran cuánto iban a pagar, mientras que en el lado derecho de la sala había una fila de teléfonos blancos sobre una larga mesa, separados entre sí por una distancia prudencial.

Danny se quedó al fondo de la sala, mientras entraba más gente y se sentaba. Decidió tomar asiento en el extremo de la última fila, para poder vigilar a todos los que pujaban, así como al subastador. Se sentía más espectador que participante. Danny pasó las páginas del catálogo, aunque ya lo había leído varias veces. Su único interés residía en el lote 37, pero observó que el lote 36, un sello rojo de cuatro peniques del Cabo de Buena Esperanza de 1861 tenía un valor mínimo de cuarenta mil libras y un máximo de sesenta mil, lo cual lo convertía en el lote más caro de la sala.

Levantó la vista y vio al señor Prendergast, de Stanley Gibbons, que entraba en la sala y se reunía con un pequeño grupo de marchantes, que susurraban entre ellos al fondo. Danny empezó a relajarse cuando más y más personas provistas de paletas entraron y ocuparon su asiento. Consultó su reloj (el que el abuelo de Nick le había regalado al cumplir veintiún años); faltaban diez minutos para las diez. Reparó en que un hombre que debía de pesar más de ciento cincuenta kilos entraba anadeando en la sala, con un gran puro sin encender en la mano derecha. Recorrió el pasillo lentamente hasta sentarse en el extremo de la quinta fila, que parecía estar reservado para él.

Cuando Blundell vio al hombre (era difícil que pasara inadvertido), abandonó el grupo con el que estaba y fue a saludarle. Ante la sorpresa de Danny, ambos se volvieron y miraron en su dirección. Blundell levantó el catálogo a modo de saludo y Danny asintió. El hombre del puro sonrió como si reconociera a Danny, y después continuó hablando con el subastador.

Los clientes habituales empezaron a ocupar rápidamente los asientos tan solo momentos antes de que Blundell volviera a la parte delantera de la sala de subastas. Subió la media docena de peldaños del podio, sonrió a sus clientes en ciernes, llenó un vaso de agua y consultó el reloj de pared. Luego dio unos golpecitos en el micrófono.

—Buenos días, damas y caballeros —dijo—. Bienvenidos a nuestra subasta bianual de sellos raros. Lote número uno. Una imagen ampliada del sello exhibido en el catálogo apareció en la pantalla que tenía al lado.

—Hoy empezamos con un sello negro de un penique, fechado en 1841, en estado casi perfecto. ¿Veo una puja inicial de mil libras? —Un marchante del pequeño grupo de Prendergast levantó su paleta—. ¿Mil doscientas?

Esto produjo la reacción inmediata de un postor de la tercera fila, el cual, seis pujas más tarde, acabó adquiriendo el sello por mil ochocientas libras.

Danny estaba encantado de que el negro de un penique se hubiera vendido por un precio mucho más elevado del estimado, pero a medida que se iban subastando lotes, los precios alcanzados le parecieron incoherentes. Para Danny, era inexplicable que algunos excedieran el valor estimado, mientras otros no llegaban siquiera al mínimo, después de lo cual el subastador decía en voz baja: «No se vende». Danny no quiso pensar en las consecuencias de un «no se vende» cuando llegara el lote 37.

De vez en cuando, Danny miraba al hombre del puro, pero este no había pujado por ningún lote. Confió en que estuviera interesado por el sobre de De Coubertin, de no ser así ¿por qué le habría señalado Blundell?

Cuando el subastador llegó al lote 35, una serie de sellos de la Commonwealth que se liquidó en menos de medio minuto por mil libras, Danny estaba muy nervioso. El lote 36 provocó un rumor de conversaciones, lo cual impulsó a Danny a consultar de nuevo el catálogo; se trataba del sello rojo de cuatro peniques del Cabo de Buena Esperanza de 1861, uno de los únicos seis conocidos en el mundo.

Blundell abrió la puja en treinta mil libras, y después de que algunos marchantes y coleccionistas de segunda desistieran, los únicos dos postores parecían ser el hombre del puro y una anónima postora telefónica. Danny no dejó de mirar al hombre del puro. Aunque no parecía estar pujando, cuando Blundell recibió por fin una negativa de la mujer del teléfono, se volvió hacia él.

—Vendido al señor Hunsacker por setenta y cinco mil libras —dijo.

El hombre sonrió y se quitó el puro de la boca. Danny estaba tan absorto en la guerra de pujas, que se llevó una sorpresa cuando Blundell anunció:

—Lote número treinta y siete, un sobre único con una primera edición de 1896 de un sello emitido por el gobierno francés para celebrar la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos modernos. El sobre está dirigido al fundador de los Juegos, el barón Pierre de Coubertin. ¿Veo una puja inicial de mil libras?

Danny se llevó una decepción al ver que Blundell había empezado la puja con una cantidad tan baja, pero entonces varias personas levantaron sus paletas.

—¿Mil quinientas? Casi las mismas.

—¿Dos mil? No tantas.

—¿Dos mil quinientas?

El señor Hunsacker se llevó el puro apagado a la boca.

—¿Tres mil?

Danny torció el cuello y paseó la vista por la sala, pero no vio de dónde procedía la puja.

—¿Tres mil quinientas? El puro siguió en la boca.

—Cuatro mil. Cuatro mil quinientas. Cinco mil. Cinco mil quinientas. Seis mil. Hunsacker se quitó el puro de la boca y frunció el ceño.

—Vendido al caballero de la primera fila por seis mil libras —dijo el subastador, mientras golpeaba la mesa con el martillo—. Lote treinta y ocho, un raro ejemplar de…

Danny intentó ver quién estaba sentado en la primera fila, pero no pudo discernir quién había comprado su sobre. Quería darle las gracias por triplicar el precio de salida. Alguien le dio un golpecito en el hombro, se volvió y vio al hombre del puro a su lado.

—Me llamo Gene Hunsacker —se presentó, en voz casi tan alta como la del subastador—. Si es tan amable de venir a tomar un café conmigo, sir Nicholas, es posible que podamos hablar de algo que nos interesa a ambos. Soy de Texas —dijo, al tiempo que estrechaba la mano de Danny—, lo cual no creo que le sorprenda, ya que nos conocimos en Washington. Tuve el honor de conocer a su abuelo —añadió, mientras salían de la sala y bajaban juntos la escalera.

Danny no dijo ni una palabra. Nunca des cuartel, había aprendido desde que suplantaba a Nick. Cuando llegaron a la planta baja, Hunsacker le guió hasta el restaurante y se encaminaron a una mesa que estaba a su derecha.

—Dos cafés —dijo a un camarero que pasaba, sin dejar elegir a Nick—. Bien, sir Nicholas, estoy perplejo.

—¿Perplejo? —preguntó Danny, que hablaba por primera vez.

—No puedo entender por qué ha dejado que el Coubertin saliera a subasta, y después ha permitido que su tío me ganara. A menos que usted y él estén conchabados, para obligarme a pujar más alto.

—Mi tío y yo no nos hablamos —dijo Danny, eligiendo las palabras con cautela.

—Eso es algo que tiene en común con su fallecido abuelo —confirmó Hunsacker.

—¿Era usted amigo de mi abuelo? —preguntó Danny.

—Considerarme su amigo sería presuntuoso —señaló el texano—. Alumno y seguidor estaría más cerca de la verdad. En una ocasión me quitó de las manos un raro sello azul de dos peniques, en 1977, cuando yo todavía era un coleccionista principiante, pero aprendí rápido de él y, para ser justos, era un profesor generoso. La prensa siempre dice que poseo la mejor colección de sellos del mundo, pero eso no es cierto. Ese honor corresponde a su abuelo. —Hunsacker bebió su café—. Hace muchos años, me confió que legaría la colección a su nieto, pero a ninguno de sus hijos.

—Mi padre ha muerto —dijo Danny. Hunsacker le miró sorprendido.

—Lo sé. Estuve en su funeral. Creo que usted me vio.

—Así es —reconoció Danny, y recordó la descripción de Nick del «descomunal norteamericano» en su diario—, pero solo me dejaron hablar con mi abogado —añadió a toda prisa.

—Sí, lo sé —dijo Hunsacker—, pero conseguí hablar con su tío y le informé de que estaría dispuesto a comprar si usted deseaba deshacerse de la colección alguna vez. Prometió que nos mantendríamos en contacto. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que él no la había heredado, y de que su abuelo debió de cumplir su palabra y dejarle la colección a usted. De modo que, cuando el señor Blundell me telefoneó para decirme que usted había sacado a la venta el Coubertin, crucé el charco con la esperanza de que nos reuniéramos.

—Ni siquiera sé dónde está la colección —admitió Danny.

—Tal vez eso explica por qué Hugo estaba dispuesto a pagar tanto por su sobre —dijo el texano—, porque los sellos no le interesan en absoluto. Ahí lo tiene.

Hunsacker señaló con el puro a un hombre que se hallaba ante el mostrador de recepción. Así que ese es el tío Hugo, pensó Danny, al tiempo que lo examinaba con detenimiento. Le tenía intrigado por qué le interesaba el sobre hasta el punto de pagar el triple de su valor estimado. Danny vio que Hugo entregaba un cheque al señor Blundell, quien le dio el sobre a cambio.

—Eres un idiota —masculló Danny, al tiempo que se levantaba repentinamente.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Hunsacker, y el puro se le cayó de la boca.

—Yo, no usted —se apresuró a decir Danny—. Lo he tenido delante de las narices durante los dos últimos meses. Es la dirección lo que le interesa, no el sobre, porque ahí es donde está la colección de sir Alexander.

Gene parecía estupefacto. ¿Por qué Nick se refería a su abuelo como sir Alexander?

—Debo irme, señor Hunsacker. Discúlpeme. Jamás habría tenido que vender el sobre.

—Ojalá supiera de qué demonios está usted hablando —admitió Hunsacker, mientras sacaba la cartera de un bolsillo interior. Le dio una tarjeta a Danny—. Si alguna vez decide vender la colección, al menos concédame la primera opción. Le ofrecería un precio justo sin la deducción del diez por ciento.

—Ni el recargo del veinte por ciento —dijo Danny con una sonrisa.

—De tal palo tal astilla —concluyó Gene—. Su abuelo era un caballero brillante y lleno de recursos, al contrario que su tío Hugo, como estoy seguro de que usted ya sabrá.

—Adiós, señor Hunsacker —se despidió Danny, mientras guardaba la tarjeta en la cartera de Nick.

Sus ojos no se habían apartado ni un momento de Hugo Moncrieff, que acababa de guardar el sobre en un maletín. Atravesó el vestíbulo y se reunió con una mujer en la que Danny no había reparado hasta ese momento. Enlazó su brazo con el de él y ambos salieron del edificio a toda prisa.

Danny esperó unos segundos antes de seguirles. En cuanto pisó Bond Street, miró a derecha e izquierda; cuando los divisó se quedó sorprendido de la distancia que ya habían recorrido. Estaba claro que tenían mucha prisa. Doblaron a la derecha después de dejar atrás la estatua de Churchill y Roosevelt sentados en un banco, y luego a la izquierda cuando llegaron a Albemarle Street, donde cruzaron la calle y caminaron unos metros más, antes de desaparecer en el interior del hotel Brown.

Danny paseó unos momentos delante del hotel mientras meditaba sobre sus opciones. Sabía que si le veían pensarían que era Nick. Entró en el edificio con cautela, pero no vio ni rastro de ellos en el vestíbulo. Danny se sentó en una silla medio oculta por una columna, pero desde la que podía ver nítidamente tanto los ascensores como la recepción. No prestó atención al hombre que acababa de sentarse al otro lado del vestíbulo.

Danny esperó otra media hora, y empezó a preguntarse si los habría perdido. Estaba a punto de levantarse y preguntar en recepción cuando las puertas del ascensor se abrieron y Hugo y la mujer salieron, cargados con dos maletas. Se dirigieron a recepción, donde la mujer pagó la cuenta antes de salir del hotel a toda prisa por una puerta diferente. Danny corrió a la calle y vio que subían al asiento trasero de un taxi negro. Paró al siguiente de la fila.

—Siga a ese taxi —gritó, incluso antes de cerrar la puerta.

—He esperado toda mi vida a que alguien dijera eso —respondió el taxista, mientras se alejaba del bordillo.

El taxi de delante giró a la derecha al final de la calle y se dirigió hacia Hyde Park Córner, atravesó el paso a desnivel y siguió Brompton Road en dirección a la Westway.

—Parece que se dirigen al aeropuerto —señaló el taxista. Veinte minutos después, se demostró que estaba en lo cierto Cuando los dos taxis salieron del paso inferior de Heathrow el conductor de Danny dijo:

—Terminal dos. Por lo tanto, deben volar a alguna ciudad de Europa.

Los dos taxis se detuvieron ante la entrada. El taxímetro marcaba treinta y cuatro libras con cincuenta. Danny le dio cuarenta, pero se quedó en el taxi hasta que Hugo y la mujer hubieron desaparecido en el ulterior de la terminal.

Les siguió y vio que hacían cola con los pasajeros de clase preferente. La pantalla que había sobre el mostrador anunciaba BA0732 Ginebra, 13.55.

—Idiota —masculló Danny de nuevo al recordar la dirección del sobre.

Pero ¿cuál era la dirección exacta de Ginebra? Consultó su reloj. Aún le quedaba tiempo para comprar un billete y tomar el avión. Corrió hacia el mostrador de ventas de British Airways, donde tuvo que hacer cola un rato.

—¿Le queda algún billete para el avión de las 13.55 a Ginebra? —preguntó a la empleada.

—¿Tiene equipaje, señor?

—No —contestó Danny. La mujer consultó el ordenador.

—Aún están embarcando, de modo que debería llegar a tiempo. ¿Preferente o turista?

—Turista.

—¿Ventanilla o pasillo?

—Ventanilla.

—Serán doscientas diecisiete libras, señor.

—Gracias —dijo Danny, y le dio la tarjeta de crédito.

—¿Puedo ver su pasaporte, señor?

Danny no había visto un pasaporte en su vida.

—¿Mi pasaporte?

—Sí, señor, su pasaporte.

—Creo que lo he dejado en casa.

—En ese caso, temo que no llegará a tiempo de tomar el avión, señor.

—Idiota, idiota —dijo Danny.

—¿Perdón?

—Lo siento muchísimo —dijo Danny—. Yo, no usted —repitió. La mujer sonrió.

Danny dio media vuelta y atravesó lentamente la explanada, desolado. No reparó en que Hugo y la mujer salían por la puerta señalizada «Embarque, solo pasajeros», pero sí lo hizo otra persona, que había estado vigilando a la pareja y a Danny.

Hugo pulsó el botón verde de su móvil justo cuando el sistema de megafonía anunciaba:

—Última llamada para los pasajeros con destino a Ginebra en el vuelo BA0732. Se ruega acudan a la puerta diecinueve.

—Les siguió desde Sotheby’s hasta su hotel, y desde el hotel a Heathrow.

—¿Viaja en el mismo vuelo que nosotros? —preguntó Hugo.

—No, no llevaba encima el pasaporte.

—Típico de Nick. ¿Dónde está ahora?

—Camino de Londres, de modo que le llevan una ventaja de veinticuatro horas, como mínimo.

—Confiemos en que sea suficiente, peto no le pierda de vista ni un momento.

Hugo desconectó el teléfono, mientras Margaret y él dejaban sus asientos para subir al avión.

—¿Ha encontrado otra herencia, sir Nicholas? —preguntó esperanzado el señor Blundell.

—No, pero necesito saber si tiene una copia del sobre de esta mañana —dijo Danny.

—Sí, por supuesto —contestó Blundell—. Nos quedamos una fotografía de cada objeto vendido en subasta, por si surgiera alguna disputa con posterioridad.

—¿Sería posible verla? —preguntó Danny.

—¿Hay algún problema? —se extrañó Blundell.

—No —contestó Danny—. Desearía comprobar la dirección del sobre.

—Por supuesto —repitió Blundell.

Pulsó algunas teclas del ordenador, y un momento después apareció una imagen del sobre en la pantalla. Giró la pantalla para que Danny pudiera verla.

Barón de Coubertin

25 rué de la Croix-Rouge

Genéve

La Suisse

Danny copió el nombre y la dirección.

—¿Sabe por casualidad si el barón de Coubertin era un buen coleccionista de sellos? —preguntó Danny.

—No que yo sepa —señaló Blundell—, pero su hijo fue el fundador de uno de los bancos más prósperos de Europa.

—Idiota —dijo Danny—. Idiota —repitió, cuando se disponía a marcharse.

—Confío, sir Nicholas, en que no esté disgustado con el resultado de la venta de esta mañana. Danny se volvió.

—No, por supuesto que no, señor Blundell, le ruego que me disculpe. Sí, gracias.

Otro de esos momentos en los que tendría que haberse comportado como Nick, y solo haber pensado como Danny.

Lo primero que hizo Danny cuando volvió a The Boltons fue buscar el pasaporte de Nick. Molly sabía exactamente dónde estaba.

—Por cierto —añadió—, ha llamado un tal señor Fraser Munro y ha dicho que le telefoneara.

Danny fue al estudio, llamó a Munro y le contó todo cuanto había pasado aquella mañana. El viejo abogado escuchó a su cliente sin hacer comentarios.

—Me alegro de que haya llamado —dijo por fin—, porque tengo noticias para usted, si bien sería imprudente comentarlas por teléfono. Me estaba preguntando cuándo piensa volver a Escocia.

—Podría coger el tren de la noche —calculó Danny.

—Estupendo, y tal vez sería prudente que esta vez llevara el pasaporte encima.

—¿Para ir a Escocia? —preguntó Danny.

—No, sir Nicholas. Para ir a Ginebra.