57
—¿Fallopia japónica?
—Sí, creemos que la Fallopia japónica es la respuesta —dijo Bresson—. Aunque me siento tentado de añadir que la pregunta los desconcertó a ambos.
Danny no hizo el menor intento de iluminarles, pues estaba aprendiendo a seguirles el juego a los suizos.
—¿Y cuál es la respuesta? —preguntó.
—Si se descubre Fallopia japónica en un terreno, el permiso de obras puede aplazarse durante un año, como mínimo. Una vez ha sido identificada, hay que traer expertos para destruir la planta, y no se puede empezar a construir hasta que el comité de sanidad y seguridad local haya declarado que la obra ha superado todas las pruebas necesarias.
—¿Cómo se deshace uno de la Fallopia japónica? —preguntó Danny.
—Una empresa especializada se encarga de pegar fuego al terreno. Después, hay que esperar otros tres meses para asegurarse de que ha sido destruido hasta el último rizoma, antes de volver a solicitar el permiso de obras.
—Eso no debe de salir barato.
—No, no resulta barato para el propietario del terreno. Tenemos un ejemplo clásico en Liverpool —añadió Segat—. El ayuntamiento descubrió Fallopia japónica en un terreno de doce hectáreas donde ya habían concedido permiso para construir cien viviendas de protección oficial. Tardó más de un año en eliminarla, y gastó más de trescientas mil libras. Cuando se construyeron las viviendas, la inmobiliaria tuvo suerte de cubrir gastos.
—¿Por qué es tan peligrosa? —preguntó Danny.
—Si no se destruye —explicó Bresson—, se abre paso hasta los cimientos de cualquier edificio, incluso de hormigón armado, y diez años después, sin previo aviso, todo el edificio se viene abajo; la consecuencia es una factura del seguro que arruinaría a cualquier empresa. En Osaka, la Fallopia japónica destruyó todo un bloque de apartamentos, de ahí su nombre.
—¿Cómo puedo conseguir cierta cantidad? —indicó Danny.
—Bien, no creo que la encuentre en los estantes de su centro de jardinería habitual —dijo Bresson—. Sin embargo, sospecho que cualquier empresa especializada en destruirla podría guiarle en la dirección adecuada. —Bresson hizo una pausa—. Sería ilegal plantarla en una propiedad ajena, por supuesto —dijo, y miró directamente a Danny.
—Pero no en tu propio terreno —contestó Danny, lo cual silenció a ambos banqueros—. ¿Han encontrado una solución para la otra mitad de mi problema? Fue Segat quien contestó.
—Una vez más, su petición fue, como mínimo, insólita, y entra en la categoría de alto riesgo, por supuesto. Sin embargo, mi equipo cree que tal vez haya localizado una parcela de terreno en la zona este de Londres que cumple sus criterios. —Danny recordó que Nick le había corregido en una ocasión sobre el uso apropiado de la palabra «criterios», pero decidió no instruir a Segat—. Londres, como sin duda sabrá —continuó Segat—, ha presentado su candidatura a ser sede de los Juegos Olímpicos de 2012, y en principio, la mayor parte de los actos tendrían lugar en Stratford, la zona este de Londres. Si bien la candidatura elegida aún no está decidida, la mera posibilidad ya ha creado un amplio mercado especulativo de solares en la zona. Entre las obras que el Comité Olímpico está considerando en este momento hay una de un velódromo que podría albergar todas las competiciones ciclistas. Mis contactos me han informado de que se han identificado seis solares potenciales, de los cuales solo dos tienen probabilidades de acabar en la preselección. Usted goza de la oportunidad de adquirir ambos solares, y aunque, en principio, tendría que pagar un recargo considerable, existen muchas probabilidades de conseguir grandes beneficios.
—¿Sería muy considerable el recargo? —preguntó Danny.
—Hemos tasado los dos solares —dijo Bresson— por un millón de libras cada uno, pero los actuales propietarios piden ahora un millón y medio. Aunque si ambos acceden a la preselección, podrían acabar valorados en seis millones. Y si uno de ellos fuera el vencedor, esa suma podría duplicarse.
—Pero si no —concluyó Danny—, pierdo tres millones. —Hizo una pausa—. Tendré que examinar con mucho detenimiento su informe antes de correr el riesgo de perder esa cantidad.
—Solo tiene un mes para tomar esa decisión —dijo Bresson—, porque será entonces cuando se anuncie la preselección. Si ambos lugares son los elegidos, no podrá comprarlos a ese precio.
—Aquí encontrará todo el material que necesita para tomar la decisión —añadió Sengat, y entregó a Danny dos expedientes.
—Gracias —dijo Danny—. Les informaré de mi decisión este fin de semana. —Segat asintió—. Bien, me gustaría que me pusieran al día sobre cómo progresan las negociaciones con Tower Hamlets acerca del taller Wilson, en Mile End Road.
—Nuestro abogado de Londres se reunió con el representante municipal de urbanismo la semana pasada —informó Segat—, con la intención de descubrir qué consideraría aceptable el comité si usted solicitaba un permiso de obras. El ayuntamiento siempre ha pensado en un bloque de pisos asequibles para ese terreno, pero aceptan que el promotor inmobiliario obtenga beneficios. Propone que si en esa parcela se construyen setenta pisos, un tercio deberían clasificarse como viviendas asequibles.
—Eso es matemáticamente imposible —dijo Danny. Segat sonrió por primera vez.
—No consideramos prudente especificar si se construirían sesenta y nueve o setenta y dos pisos, lo cual nos proporcionaría espacio para negociar. Sin embargo, si aceptamos sus condiciones, nos venderían el terreno por cuatrocientas mil libras, al tiempo que nos garantizarían el permiso de obras. Sobre esa base, le recomendamos que acepte el precio de oferta, pero intente que el ayuntamiento le conceda permiso para construir noventa pisos. El responsable de planificación creía que este proyecto provocaría un acalorado debate en la sala consistorial, pero si aumentamos nuestra oferta hasta, digamos, quinientas mil libras, encontraría algún modo de recomendar nuestra propuesta.
—Si el consistorio aprobara el proyecto —continuó Bresson—, usted acabaría siendo el propietario de todo el solar por poco más de un millón de libras.
—Si lo lográramos, ¿cuál cree que debería ser mi siguiente paso?
—Tiene dos alternativas —dijo Bresson—. O venderlo a una inmobiliaria, o encargarse usted mismo del proyecto.
—No me interesa en absoluto pasarme los próximos tres años en una obra —declaró Danny—. Por tanto, una vez hayamos convenido las condiciones y se nos haya concedido el permiso de obras provisional, vendan el solar al mejor postor.
—Estoy de acuerdo en que esto sería la solución más prudente —dijo Segat—. Estoy seguro de que duplicará su inversión a corto plazo.
—Han hecho un buen trabajo —dijo Danny.
—No habríamos podido proceder con tal celeridad —indicó Segat— de no ser por sus conocimientos acerca del solar y su historia anterior. Danny no reaccionó a lo que era claramente un intento de tantear el terreno.
—Por fin, tal vez podrían ponerme al día sobre mi actual situación económica.
—Por supuesto —dijo Bresson, y extrajo otra carpeta de su maletín—. Hemos fundido las dos cuentas, tal como solicitó, y formado tres empresas comerciales, ninguna de ellas a su nombre. Su cuenta personal se eleva en la actualidad a cincuenta y cinco millones trescientos setenta y tres mil ochocientos setenta y un dólares, un poco menos que hace tres meses. Sin embargo, ha hecho diversas inversiones durante este tiempo, que a la larga deberían granjearle pingües beneficios. También hemos adquirido en su nombre algunas de las acciones que mencionó la última vez que nos vimos, que significan otra inversión de más de dos millones de libras. Encontrará los detalles en la página nueve de su carpeta verde. Además, siguiendo sus instrucciones, hemos invertido cualquier superávit de las instituciones calificadas con triple A en los mercados de divisas, que en la actualidad muestran un rendimiento anual del 11 por ciento.
Danny decidió no comentar la diferencia entre el interés del 2,75 que el banco le había pagado al principio, y el 11 por ciento que ahora acumulaba.
—Gracias —dijo—. Tal vez podríamos reunimos de nuevo dentro de un mes.
Segat y Bresson asintieron y empezaron a recoger sus carpetas. Danny se levantó y, consciente de que ninguno de los dos banqueros deseaba hablar de trivialidades, les acompañó hasta la puerta principal.
—Volveré a ponerme en contacto con ustedes en cuanto haya tomado una decisión sobre esos solares olímpicos.
Después de que se marcharan, Danny subió a su estudio, sacó el expediente de Gerald Payne del estante, lo dejó sobre su escritorio y dedicó el resto de la mañana a añadir todos los detalles que ayudarían a destruirle. Si comprara los dos solares, tendría que reunirse en persona con Payne. ¿Habría oído hablar de la Fallopia japónica?
¿Se muestran siempre los padres más ambiciosos en lo referente a sus hijos que en lo que a ellos concierne?, se preguntó Beth mientras entraba en el estudio de la directora. La señorita Sutherland se dirigió hacia ella y le estrechó la mano. La directora no sonrió cuando la invitó a sentarse en una silla, y después volvió a leer la solicitud. Beth intentó disimular su nerviosismo.
—Si no he comprendido mal, señorita Wilson —dijo la directora, haciendo énfasis en la palabra «señorita»—, espera que su hija pueda matricularse en nuestro grupo de preescolar de St. Verónica el siguiente curso, ¿no es cierto?
—Sí —contestó Beth—. Creo que los estímulos que ofrece su colegio serían muy beneficiosos para Christy.
—No cabe duda de que su hija está adelantada para su edad —reconoció la señorita Sutherland, mientras echaba un vistazo a la documentación—. Sin embargo, como sin duda comprenderá, antes de ofrecerle una plaza en St. Verónica hay otras cuestiones que debo tomar en consideración.
—Por supuesto —dijo Beth, temiéndose lo peor.
—Por ejemplo, no he encontrado la menor mención al padre de la niña en la solicitud.
—No —aclaró Beth—. Murió el año pasado.
—Lo siento —dijo la señorita Sutherland, aunque no parecía nada apenada—. ¿Puedo preguntar la causa de su muerte?
Beth vaciló, pues siempre le costaba pronunciar esa palabra.
—Se suicidó.
—Entiendo —dijo la directora—. ¿Estaba casada con él en ese momento?
—No —admitió Beth—. Estábamos prometidos.
—Lamento hacerle esta pregunta, señorita Wilson, pero ¿en qué circunstancias se produjo el fallecimiento de su prometido?
—En aquel momento estaba en la cárcel —dijo Beth con un hilo de voz.
—Entiendo —dijo la señorita Sutherland—. ¿Puedo preguntar por qué delito le habían condenado?
—Asesinato —contestó Beth, convencida de que la señorita Sutherland ya sabía la respuesta de todas las preguntas que le formulaba.
—A los ojos de la Iglesia católica, tanto el crimen como el suicidio son, como sin duda sabrá, señorita Wilson, pecados mortales. —Beth no dijo nada—. También considero mi deber señalar que, en la actualidad, no hay hijos ilegítimos matriculados en St. Verónica. No obstante —continuó—, estudiaré a fondo su solicitud, y le informaré de mi decisión en los próximos días.
En aquel momento, Beth pensó que Slobodan Milosevic tenía más posibilidades de ganar el premio Nobel de la Paz que Christy de entrar en St. Verónica. La directora se levantó de detrás del escritorio, camino hacia la puerta del estudio y la abrió.
—Adiós, señorita Wilson.
En cuanto la puerta se cerró a su espalda, Beth estalló en lágrimas. ¿Por qué los pecados del padre…?