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La venganza es un plato que se sirve frío».

Danny guardó Las amistades peligrosas en su maletín cuando el avión empezó a descender y atravesó un banco de nubes turbias que colgaban sobre Londres. Albergaba la intención de vengarse a sangre fría de los tres hombres responsables de la muerte de su mejor amigo, de impedirle casarse con Beth, de impedirle educar a su hija Christy y de que le encarcelaran por un crimen que no había cometido.

Ahora contaba con los recursos económicos necesarios para irlos aplastando lentamente, uno a uno, y su intención era que, tras completar la tarea, los tres consideraran que la muerte era la opción preferible.

—Por favor, abróchese el cinturón, señor. Aterrizaremos en Heathrow dentro de unos minutos.

Danny sonrió a la azafata que había interrumpido sus pensamientos. El juez Sanderson ni siquiera había tenido que dictar sentencia en el caso de Moncrieff contra Moncrieff, pues una de las partes había retirado la reclamación justo después de que el señor Gene Hunsacker abandonara el despacho del juez.

Mientras cenaban en el New Club de Edimburgo, el señor Munro había explicado a Nick que si el juez hubiera tenido motivos para creer que se había cometido un delito, no habría tenido otro remedio que enviar todos los documentos importantes al fiscal. Al mismo tiempo, en otra parte de la ciudad, el señor Desmond Galbraith estaba informando a su cliente de que, si eso sucediera, el sobrino de Hugo no sería el único Moncrieff que oiría como retumbaba una puerta de hierro al cerrarse.

Munro había aconsejado a sir Nicholas que no presentara cargos, pese a que Danny estaba convencido de quién había sido el responsable de que tres policías le esperaran la última vez que había aterrizado en Heathrow. Munro había añadido, en uno de aquellos escasos momentos en que bajaba la guardia:

—Pero si su tío Hugo le causa más problemas en el futuro la suerte está echada.

Danny intentó en vano dar las gracias a Munro por todo lo que había hecho «a lo largo de los años» (piensa como Nick), pero se quedó sorprendido por su respuesta.

—No estoy seguro de a quién me ha gustado más derrotar, si a su tío Hugo o a ese cerdo de Desmond Galbraith.

La guardia continuaba baja. Danny siempre había pensado en la suerte de tener al señor Munro de su lado, pero hasta hacía poco no había caído en la cuenta de lo que significaría tenerle de contrincante.

Cuando sirvieron el café, Danny pidió a Fraser Munro que fuera el albacea del patrimonio familiar, así como su asesor legal. El abogado inclinó la cabeza.

—Como desee, sir Nicholas —dijo.

Danny también dejó claro que Dunbroathy Hall y los terrenos circundantes serían donados al National Trust for Scodand y que estaba dispuesto a aportar fondos, siempre que fuera necesario, para su mantenimiento.

—Justo lo que su abuelo había previsto —señaló Munro—. Aunque no me cabe duda de que su tío Hugo, con la ayuda del señor Galbraith, habría encontrado algún método ingenioso de saltarse ese compromiso.

Danny estaba empezando a preguntarse si el señor Munro habría tomado alguna copa de más. No podía imaginar cómo reaccionaría el viejo abogado si descubriera lo que tenía pensado para otro miembro de su profesión.

El avión aterrizó en Heathrow justo después de las once. Danny tendría que haber tomado el vuelo de las ocho y cuarenta minutos, pero había dormido más de la cuenta por primera vez desde hacía semanas.

Alejó a Spencer Craig de su mente cuando el avión aterrizó en la pista. Se desabrochó el cinturón y se sumó a los demás pasajeros que esperaban en el pasillo a que la puerta se abriera. Esta vez, no habría policías esperándole en la pista. Después de que el caso llegara a un prematuro final, Hunsacker le había dado una palmada en la espalda al juez y le había ofrecido un puro. El juez Sanderson se quedó sin palabras unos momentos, pero consiguió recuperarse y rechazar la oferta con educación.

Danny dijo a Hunsacker que, si se hubiera quedado en Ginebra, la colección de sir Alexander también habría ido a parar a sus manos, porque Hugo se la habría vendido de buen grado, y quizá a un precio más bajo.

—Pero entonces no habría cumplido el pacto que hice con su abuelo —contestó Hunsacker—. Ahora he hecho algo para compensarle por su amabilidad y sus astutos consejos durante tantos años.

Una hora después, Gene se fue a Texas en su avión privado, acompañado de ciento setenta y tres álbumes encuadernados en piel que Danny sabía que le mantendrían ocupado durante todo el viaje, y probablemente el resto de su vida.

Cuando Danny subió al expreso de Heathrow, sus pensamientos derivaron hacia Beth. Deseaba con desesperación verla de nuevo. Maupassant expresaba a la perfección sus sentimientos: «¿De qué sirve el triunfo si no puedes compartirlo con nadie?». Pero oyó que Beth preguntaba: «¿De qué sirve la venganza, ahora que tienes tanto por vivir?». Él le habría recordado primero a Bernie, y después a Nick, quien también tenía tanto por lo que vivir. Beth se daría cuenta de que el dinero no significaba nada para él. Habría cambiado de buen grado hasta el último penique por…

Si el reloj pudiera volver atrás…

Si hubieran ido al West End la noche siguiente… Si no hubieran elegido aquel pub en particular…

Si se hubieran marchado por la puerta de delante… Si…

El expreso de Heathrow entró en la estación de Paddington diecisiete minutos después. Danny consultó su reloj: aún le quedaban un par de horas antes de su entrevista con la señorita Bennett Esta vez, la estaría esperando en recepción mucho antes de la hora de la cita. Las palabras del juez todavía resonaban en sus oídos: «Hoy mismo firmaré una orden para que sea encerrado durante otros cuatro años si vuelve a infringir las condiciones de su libertad condicional en el futuro».

Aunque saldar cuentas con los tres Mosqueteros era la principal prioridad de Danny, tendría que dejarla de lado un tiempo para ocuparse de sus estudios, y así cumplir la promesa hecha a Nick Incluso estaba empezando a preguntarse si Spencer Craig había intervenido de algún modo en la muerte de Nick. ¿Habría asesinado Leach al hombre que no debía, como Big Al había insinuado?

El taxi le dejó delante de su casa de The Boltons. Por primera vez, Danny se sintió como si estuviera en casa. Pagó la carrera abrió la puerta y descubrió a un vagabundo tumbado ante la puerta de la casa.

—Este va a ser tu día de suerte —dijo Danny, mientras sacaba la cartera.

El hombre adormilado iba vestido con una camisa a rayas azules y blancas abierta en el cuello, un par de vaqueros gastados y unos zapatos negros a los que debía de haber sacado brillo aquella mañana. Se movió y levantó la cabeza.

—Hola, Nick.

Danny le estrechó entre sus brazos, justo cuando Molly abría la puerta. La mujer puso los brazos en jarras.

—Dijo que era amigo suyo —explicó—, pero aun así le dije que esperara fuera.

—Es mi amigo —confirmó Danny—. Molly, te presento a Big Al.

Molly ya había preparado un guiso irlandés para Nick, y como su ración era demasiado grande, había más que suficiente para los dos.

—Cuéntamelo todo —dijo Danny en cuanto se sentaron a la mesa de la cocina.

—No hay mucho que contar, Nick —dijo Big Al entre bocado y bocado—. Como a ti, me dejaron en libertad al cumplir la mitad de la sentencia. Gracias a Dios que me echaron, de lo contrario quizá me habría quedado allí durante el resto de mi vida. —Dejó a regañadientes la cuchara y sonrió—. Y ambos sabemos quién fue el responsable de eso.

—¿Qué planes tienes? —preguntó Danny.

—De momento ninguno, pero dijiste que viniera a verte cuando saliera. —Hizo una pausa—. Espero que me dejes quedar a pasar la noche.

—Quédate tanto tiempo como quieras —dijo Danny—. Mi ama de llaves preparará el cuarto de invitados —añadió con una sonrisa.

—No soy su ama de llaves —replicó Molly—. Soy una mujer de la limpieza, que de vez en cuando cocina.

—Ya no, Molly. Ahora eres el ama de llaves, además de cocinera, a diez libras la hora. —Molly se quedó sin habla—. Además, tendrás que contratar a una mujer de la limpieza para que te ayude, ahora que Big Al va a vivir con nosotros.

—No, no —dijo Big Al—. Me iré de aquí en cuanto encuentre trabajo.

—Eras chófer en el ejército, ¿verdad? —preguntó Danny.

—Fui tu chófer durante cinco años —susurró Big Al, cabeceando en dirección a Molly.

—En ese caso, has recuperado tu antiguo trabajo —dijo Danny.

—Pero usted no tiene coche —le recordó Molly.

—Entonces, tendré que comprar uno —concedió Danny—. ¿Y quién mejor para aconsejarme? —añadió, mientras guiñaba el ojo a Big Al—. Siempre he querido un BMW —dijo—. Al haber trabajado en un taller, sé el modelo exacto…

Big Al se llevó un dedo a los labios.

Danny sabía que Big Al tenía razón. El triunfo del día anterior debía de habérsele subido a la cabeza, y empezaba a comportarse como Danny… un error que no podía permitirse con demasiada frecuencia. Piensa como Danny, actúa como Nick. Volvió a su mundo irreal.

—Será mejor que vayas a comprarte ropa —dijo a Big Al— antes incluso de pensar en un coche.

—Y jabón —añadió Molly, al tiempo que llenaba el plato de Big Al por tercera vez.

—Así Molly podrá frotarte la espalda.

—No haré tal cosa —dijo Molly—. Será mejor que vaya a preparar uno de los cuartos de invitados, si el señor Big Al va a estar con nosotros… unos cuantos días. Danny y Big Al rieron, mientras la mujer se quitaba el delantal y salía de la cocina.

En cuanto la puerta se cerró, Big Al se inclinó hacia Nick.

—¿Aún estás pensando en dar su merecido a los hijos de puta que…?

—Sí —dijo Danny en voz baja—, y no habrías podido aparecer en mejor momento.

—¿Cuándo empezamos?

—Tú empezarás dándote un baño, y luego irás a comprarte ropa —dijo Danny. Sacó la cartera por segunda vez—. De momento, tengo una cita con mi agente de la libertad condicional.

—¿Cómo ha pasado este mes, Nicholas? —fue la primera pregunta de la señorita Bennett. Danny intentó contener la risa.

—He estado ocupado solucionando aquellos problemas familiares de los que le hablé en nuestra última reunión —contestó.

—¿Y todo salió tal como había planeado?

—Sí, gracias, señorita Bennett.

—¿Ha encontrado trabajo ya?

—No, señorita Bennett. En la actualidad me estoy concentrando en mis estudios de empresariales en la Universidad de Londres.

—Ah, sí, ya me acuerdo. Pero la beca no será suficiente para vivir…

—Voy tirando —dijo Danny.

La señorita Bennett volvió a su lista de preguntas.

—¿Aún vive en la misma casa?

—Sí.

—Entiendo. Creo que tal vez debería pasar a verla en algún momento, solo para asegurarme de que cumple los requisitos mínimos que exige el Ministerio del Interior.

—Será bienvenida a cualquier hora que le vaya bien —dijo Danny. Leyó la siguiente pregunta:

—¿Se ha relacionado con excompañeros de la cárcel?

—Sí —dijo Danny, consciente de que ocultar algo a su agente de libertad vigilada sería considerado una violación de sus condiciones—. Mi antiguo chófer ha sido puesto en libertad, y está viviendo conmigo.

—¿Hay espacio suficiente en la casa para los dos?

—Más que suficiente, gracias, señorita Bennett.

—¿Tiene trabajo?

—Sí, será mi chófer.

—Creo que ya tiene bastantes problemas, Nicholas, para ir gastando bromitas.

—Pero es la verdad, señorita Bennett. Mi abuelo me ha dejado suficientes fondos para permitirme contratar a un chófer.

La señorita Bennett miró las preguntas que el Ministerio del Interior esperaba que formulara en sus entrevistas mensuales. No parecía que hubiera nada sobre contratar a un chófer. Probó de nuevo.

—¿Se ha sentido tentado de cometer un delito desde nuestra última entrevista?

—No, señorita Bennett.

—¿Ha tomado drogas?

—No, señorita Bennett.

—¿Está cobrando del paro en la actualidad?

—No, señorita Bennett.

—¿Necesita cualquier otro tipo de ayuda de su agente de libertad condicional?

—No, gracias, señorita Bennett.

La señorita Bennett había llegado al final de su lista de preguntas, pero solo había transcurrido la mitad del tiempo que dedicaba a cada exrecluso a su cargo.

—¿Por qué no me cuenta qué ha estado haciendo durante este mes? —preguntó desesperada.

—Tendré que dejarte marchar —dijo Beth, recurriendo a un eufemismo que el señor Thomas siempre utilizaba cuando despedía a algún empleado.

—Pero ¿por qué? —preguntó Trevor Sutton—. Si me voy, se quedará sin encargado. A menos que ya haya encontrado a un sustituto.

—No tengo intención de sustituirte —anunció Beth—. Desde la muerte de mi padre, el taller ha estado perdiendo dinero sin parar. No puedo permitir que esta situación se perpetúe —añadió siguiendo el guión que el señor Thomas le había preparado.

—Pero no me ha concedido tiempo suficiente para demostrar mi valía —protestó Sutton.

Beth deseó que Danny estuviera sentado en su lugar, pero si Danny hubiera estado con ella, el problema nunca se habría planteado.

—Si los próximos tres meses son como los tres últimos —dijo Beth—, me quedaré sin negocio.

—¿Qué debo hacer? —preguntó Sutton, al tiempo que se inclinaba hacia delante y apoyaba los codos sobre la mesa—. Porque una cosa sí que sé: el jefe nunca me habría tratado así.

La mención a su padre irritó a Beth, pero el señor Thomas le había aconsejado que intentara ponerse en el sitio de Trevor, e imaginar cómo debía de sentirse, sobre todo porque nunca había trabajado en otro sitio desde que salió de Clement Atdee.

—He hablado con Monty Hughes —dijo Beth, intentando conservar la calma—, y me ha asegurado que te encontrará un sitio entre su personal.

Lo que no añadió era que el señor Hugues solo tenía disponible un trabajo de aprendiz de mecánico, lo cual significaría una pérdida de salario considerable para Trevor.

—Estupendo —dijo el joven, irritado—, pero ¿y la indemnización? Conozco mis derechos.

—Estoy dispuesta a pagarte tres meses de sueldo —contesto Beth—, y también te daré referencias en las que conste que has sido uno de los empleados más trabajadores.

«Y de los más estúpidos», había añadido Monty Hughes cuando Beth fue a consultarle. Mientras esperaba la respuesta de Trevor, recordó las palabras de Danny: «pero solo porque no sabe sumar». Beth abrió el cajón del escritorio de su padre y extrajo un abultado sobre y una sola hoja de papel. Abrió el sobre y vació su contenido sobre el escritorio. Sutton contempló la pila de billetes de cincuenta libras y se humedeció los labios, mientras intentaba calcular cuánto dinero había sobre la mesa. Beth deslizó sobre la mesa la carta de despido que el señor Thomas le había preparado la tarde anterior.

—Si firmas aquí —dijo, y apoyó el dedo sobre una línea de puntos—, las siete mil libras serán tuyas.

Trevor vaciló, mientras Beth intentaba disimular lo ansiosa que estaba porque firmara el despido. Esperaba que Trevor eligiera el dinero, pero tuvo la sensación de que transcurría una eternidad hasta que el joven tomó el bolígrafo y escribió las dos únicas palabras que sabía deletrear con seguridad. De pronto, se apoderó del dinero, sin decir ni una palabra más, dio media vuelta y salió del despacho.

En cuanto Trevor cerró la puerta a su espalda, Beth exhaló un suspiro de alivio, que habría despejado todas las dudas de Sutton sobre la posibilidad de haber exigido más de siete mil libras, aunque la verdad era que la retirada de aquella cantidad de dinero del banco había casi vaciado la cuenta del taller. Lo único que podía hacer Beth ahora era vender el local lo antes posible.

El joven agente de la propiedad inmobiliaria que había examinado el taller le había asegurado que debía de valer al menos doscientas mil libras. Al fin y al cabo, era un bien raíz, situado en un emplazamiento excelente, a dos pasos de la City. Doscientas mil libras solucionarían todos los problemas económicos de Beth, y quedaría lo suficiente para asegurar que Christy recibiera la educación que Danny y ella siempre habían deseado para ella.