18

A las cinco, la pesada puerta de hierro volvió a abrirse, acompañada por el grito: «¡Asociación!», emitido por un hombre cuya ocupación anterior solo había podido ser sargento mayor en el ejército.

Durante los siguientes cuarenta y cinco minutos, todos los presos salieron de sus celdas. Podían pasar el rato de dos maneras. Algunos, como hizo Big Al, bajaban a la espaciosa zona de la planta baja. Allí se derrumbó delante de la televisión, en una gran butaca de cuero que ningún otro recluso habría osado ocupar, mientras los demás jugaban al dominó, con tabaco como única moneda con la que apostar. Si, por otra parte, deseabas desafiar a los elementos, podías salir; al patio de ejercicios.

A Danny lo registraron de pies a cabeza antes de salir del bloque y entrar en el patio. En Belmarsh, como en todas las prisiones, corría la droga y estaba llena de camellos, que se dedicaban frenéticamente a su negocio durante el único momento del día en el que los presos de los cuatro bloques podían ponerse en contacto. El sistema de pago era sencillo y aceptado por todos los adictos. Si querías una dosis (hachís, cocaína, crack o heroína), informabas al camello del ala de tus necesidades, y le dabas el nombre de la persona del exterior que se reuniría con su contacto. En cuanto el dinero cambiaba de manos, la mercancía aparecía uno o dos días después. Con cien presos preventivos que entraban y salían de la cárcel para ir al tribunal cada mañana, había cien oportunidades de entrar la mercancía. Pillaban a algunos con las manos en la masa, lo cual acarreaba un alargamiento de la condena, pero las recompensas económicas eran tan elevadas que siempre había algún imbécil que aceptaba correr el riesgo.

Danny nunca había manifestado el menor interés por las drogas. Ni siquiera fumaba. Su entrenador de boxeo le había advertido que nunca le dejarían volver a subir al cuadrilátero si le sorprendían tomando drogas.

Empezó a correr por el perímetro del patio, una extensión de hierba del tamaño de un campo de fútbol. Mantuvo un ritmo rápido, pues sabía que esta sería la única ocasión que tendría de hacer ejercicio, aparte de las dos visitas semanales a un abarrotado gimnasio. Miró el muro de nueve metros que rodeaba el patio de ejercicios. Aunque estaba coronado de alambre de espino, eso no impidió que pensara en escapar. ¿Cómo, si no, iba a vengarse de los cuatro hijos de puta responsables de que le hubieran robado la libertad?

Adelantó a varios presos que caminaban a un paso más sosegado. Nadie le adelantó. Observó una figura solitaria que corría delante de él, siempre a la misma velocidad. Tardó un poco en darse cuenta de que era Nick Moncrieff, su compañero de celda, que estaba en tan buena forma como él. ¿Qué podía haber hecho un tipo como aquel para acabar entre rejas?, se preguntó Danny. Recordó la vieja regla de la cárcel: nunca preguntes a otro recluso por qué ha acabado aquí. Espera siempre a que sea él quien te dé la información.

Danny miró a su derecha y vio a un pequeño grupo de presos negros que estaban tendidos sobre la hierba, con el pecho desnudo, tomando el sol como si estuvieran de vacaciones en España. Beth y él habían pasado quince días en Weston-super-Mare el verano pasado, donde hicieron el amor por primera vez. Bernie les había acompañado; pasaba cada noche con una chica diferente, que ya había desaparecido con la primera luz del día. Danny no había mirado a otra mujer desde que había visto a Beth en el taller.

Cuando Beth le dijo que estaba embarazada, Danny se quedó sorprendido y entusiasmado por la noticia. Incluso pensó en proponerle que fueran a la oficina del registro civil más cercana y compraran una licencia de matrimonio. Pero sabía que Beth no aceptaría, ni tampoco su madre. Al fin y al cabo, las dos eran católicas, y por tanto debían casarse en St. Mary, como los padres de ambos. El padre Michael no esperaría menos de ellos.

Por primera vez, Danny se preguntó si debería plantearle la ruptura del compromiso. Al fin y al cabo, ninguna chica podía esperar veintidós años. Decidió que no tomaría la decisión hasta conocer el resultado de la apelación.

Beth no había dejado de llorar desde que el portavoz había leído el veredicto del jurado. Ni siquiera le permitieron que diera un beso de despedida a Danny, antes de que dos agentes se lo llevaran a las celdas. Su madre intentó consolarla camino de casa, pero su padre no dijo nada.

—Esta pesadilla acabará por fin cuando se vea la apelación —dijo su madre.

—No cuentes con ello —dijo el señor Wilson cuando entró en Bacon Road.

Una sirena anunció que los cuarenta y cinco minutos de Asociación habían terminado. Los presos fueron conducidos a toda prisa a sus celdas, un bloque tras otro.

Big Al ya estaba dormitando en su catre cuando Danny volvió a la celda. Nick llegó instantes después, y la puerta se cerró con estrépito a su espalda. No volverían a abrirla hasta la cena: otras cuatro horas.

Danny subió a su litera, mientras Nick regresaba a la silla de plástico y a la mesa de formica. Estaba a punto de ponerse a escribir de nuevo, cuando Danny preguntó:

—¿Qué estás escribiendo?

—Llevo un diario de todo lo que sucede durante mi estancia en la cárcel —contestó Nick.

—¿Para qué quieres acordarte de este vertedero?

—Me ayuda a pasar el rato. Y como quiero ser profesor cuando salga en libertad, es importante mantener la mente despierta.

—¿Te dejarán ser profesor después de pasar aquí una temporada? —preguntó Danny.

—Habrás leído que hay escasez de profesores —dijo Nick con una sonrisa.

—No leo mucho —admitió Danny.

—Tal vez este sea un buen momento para empezar —dijo Nick, al tiempo que dejaba el bolígrafo.

—No veo cuál sería la ventaja —dijo Danny—, sobre todo si voy a pasar aquí los siguientes veintidós años.

—Pero al menos podrías entender cabalmente las cartas de tu abogado, lo cual te concedería la posibilidad de preparar tu defensa cuando llegue el momento de la apelación.

—¿Vais a dejar de hablar de una vez? —preguntó Big Al con un acento de Glasgow tan fuerte, que Danny apenas pudo entenderlo.

—Poco más se puede hacer —replicó Nick con una carcajada.

Big Al se sentó y sacó una bolsa de tabaco de un bolsillo de sus vaqueros.

—¿Por qué estás en la trena, Cartwright? —preguntó, quebrantando una de las reglas de oro de la cárcel.

—Asesinato —contestó Danny. Hizo una pausa—. Pero me tendieron una trampa.

—Sí, eso dicen todos. —Big Al sacó un librito de papel de fumar del otro bolsillo, extrajo una hoja y depositó un pellizco de tabaco encima.

—Es posible —dijo Danny—, pero yo no lo hice. —No se dio cuenta de que Nick estaba tomando nota de todas sus palabras—. ¿Y tú? —preguntó.

—Yo soy un puto atracador de bancos —respondió Big Al, mientras pasaba la lengua por el borde del papel—. A veces escapo y me hago rico, otras no. El juez me condenó a catorce putos años esta vez.

—¿Desde cuándo estás encerrado en Belmarsh? —preguntó Danny.

—Dos años. Me trasladaron una temporada a una cárcel de régimen abierto, pero decidí fugarme, de modo que no volverán a correr ese riesgo. ¿No tienes fuego?

—No fumo —dijo Danny.

—Ni yo, como bien sabes —añadió Nick, que no dejaba de escribir en su diario.

—Vaya par de inútiles —gruñó Big Al—. Ahora no podré echar una calada hasta después de la cena.

—¿Nunca te trasladarán de Belmarsh? —preguntó Danny con incredulidad.

—Hasta el día en el que salga libre —contestó Big Al—. Una vez has intentado fugarte, te envían a un trullo de máxima seguridad. No es que culpe a esos cabrones. Si me trasladaran, volvería a intentarlo. —Se encajó el cigarrillo en la boca—. De todos modos, solo me quedan tres años —dijo, mientras se tumbaba de cara a la pared.

—¿Y a ti? —preguntó Danny a Nick—. ¿Cuánto te queda?

—Dos años, cuatro meses y once días. ¿Y a ti?

—Veintidós años —respondió Danny—. A menos que gane la apelación.

—Nadie gana la apelación —dijo Big Al—. Una vez te han encerrado, no te sueltan, de modo que será mejor que te vayas acostumbrando. —Se quitó el cigarrillo de la boca—. O que te cuelgues.

Beth también estaba tumbada en su cama, con la vista clavada en el techo. Esperaría a Danny lo que hiciera falta. No dudaba de que ganaría la apelación, y de que su padre se convencería por fin de que los dos habían dicho la verdad.

El señor Redmayne le había asegurado que continuaría representando a Danny en la apelación, y que no debía preocuparse por los gastos. Danny estaba en lo cierto. El señor Redmanye era una joya. Beth ya había gastado todos sus ahorros y sacrificado sus vacaciones anuales para poder asistir cada día al juicio. ¿De qué servía tener vacaciones si no las pasaba con Danny? Su jefe no habría podido ser más comprensivo, y le dijo que no volviera hasta que el juicio hubiera terminado. Si Danny era declarado no culpable, el señor Thomas le dijo que podría tomarse otros quince días de vacaciones para la luna de miel.

Pero Beth volvería a su mesa el lunes por la mañana, y habría que aplazar la luna de miel un año, como mínimo. Aunque había gastado todos sus ahorros en la defensa de Danny, aún tenía la intención de enviarle un poco de dinero cada mes, pues el sueldo de la cárcel solo era de doce libras a la semana.

—¿Quieres una taza de té, cariño? —gritó su madre desde la cocina.

—¡La cena! —bramó una voz cuando abrieron la puerta por segunda vez aquel día.

Danny recogió el plato y la taza de plástico, y siguió a una multitud de presos que bajaban para sumarse a la cola del calientaplatos. Un guardia, que estaba al frente de la cola, dejaba que los presos se acercaran en grupos de seis.

—Hay más peleas por la comida que por otra cosa —explicó Nick mientras esperaban en la cola.

—Dejando aparte el gimnasio —observó Big Al.

Por fin, Danny y Nick recibieron la orden de acercarse al calientaplatos con cuatro presos más. Detrás del mostrador había cinco presos vestidos con mono blanco y gorro blanco, provistos de guantes de látex.

—¿Qué hay esta noche? —preguntó Nick, al tiempo que extendía el plato.

—Puedes elegir entre salchichas con judías, buey con judías o buñuelos de carne de lata con judías. Elija usted, caballero —dijo uno de los hombres que servían detrás del mostrador.

—Yo tomaré buñuelos de carne de lata sin judías, gracias —dijo Nick.

—Yo tomaré lo mismo, pero con judías —dijo Danny.

—¿Y quién eres tú? —preguntó el que servía—. ¿Su puto hermano?

Danny y Nick rieron al unísono. Aunque eran de la misma estatura, más o menos de la misma edad, y con el uniforme de la cárcel se parecían mucho, ninguno de ellos se había fijado en la semejanza. Al fin y al cabo, Nick siempre iba afeitado, con cada pelo en su sitio, mientras que Danny solo se afeitaba una vez a la semana, y su pelo, en palabras de Big Al, «parecía una escobilla de váter».

—¿Cómo se puede conseguir un trabajo en la cocina? —preguntó Danny mientras volvían a subir por la escalera de caracol al primer piso. Danny estaba aprendiendo a marchas forzadas que, una vez fuera de la celda, siempre caminabas despacio.

—Debes estar avanzado.

—¿Y cómo consigues avanzar?

—Procura que no den parte de ti —explicó Nick.

—¿Cómo logras eso?

—No insultes a los guardias, sé siempre puntual en el trabajo y nunca te metas en una pelea. Si logras esas tres cosas, dentro de un año habrás avanzado, pero seguirás sin trabajar en la cocina.

—¿Por qué?

—Porque hay otros mil presos en la cárcel —dijo Big Al, que les seguía—, y novecientos quieren trabajar en la cocina. Estás fuera de la celda casi todo el día y puedes elegir el mejor rancho. O sea que ya puedes olvidarlo, Danny.

En la celda, Danny comió en silencio y pensó en la forma más rápida de avanzar. En cuanto Big Al hubo ensartado con el tenedor el último pedazo de salchicha, se levantó, atravesó la celda, se bajó los vaqueros y se sentó en el váter. Danny dejó de comer y Nick desvió la mirada hasta que Big Al tiró de la cadena. Big Al se levantó, se subió los vaqueros, se derrumbó en el extremo de su litera y empezó a liar otro cigarrillo.

Danny consultó su reloj: las seis menos diez. Por lo general, iba a casa de Beth alrededor de las seis. Miró los restos que había dejado en su plato. La madre de Beth hacía las mejores salchichas con puré de patatas de Bow.

—¿Qué otros trabajos hay? —quiso saber.

—¿Aún sigues largando? —preguntó Big Al. Nick rio, mientras Big Al encendía el cigarrillo.

—Podrías conseguir trabajo en el almacén —añadió Nick, o llegar a ser limpiador de ala o jardinero, pero lo más probable es que acabes en la cadena de presos.

—¿La cadena de presos? —preguntó Danny—. ¿Qué es eso?

—Pronto lo averiguarás —contestó Nick.

—¿Y el gimnasio? —preguntó Danny.

—Para eso tienes que haber avanzado —dijo Big Al, y dio una calada al cigarrillo.

—¿Qué trabajo has conseguido tú? —preguntó Danny.

—Haces demasiadas preguntas —replicó Big Al mientras exhalaba el humo, que invadió la celda.

—Big Al es el celador de la enfermería —explicó Nick.

—Eso parece un chollo —dijo Danny.

—Tengo que pulir los suelos, vaciar los váteres, redactar la lista de tareas de la mañana y preparar el té a cada carcelero que visita a la enfermera. No paro de moverme —dijo Big Al—. He avanzado, ¿verdad?

—Un trabajo de mucha responsabilidad —puntualizó Nick, sonriendo—. Debes tener un historial impecable en lo tocante a drogas, y Big Al detesta a los yonquis.

—Desde luego, joder —dijo Big Al—. Y le daré de hostias a cualquiera que intente robar drogas de la enfermería.

—¿Hay otro trabajo que valga la pena? —preguntó Danny desesperado.

—Educación —dijo Nick—. Si decidieras hacer como yo, podrías mejorar tu lectura y tu caligrafía. Además, cobrarías por ello.

—Cierto, pero solo ocho libras a la semana —interrumpió Big Al—. Por los demás trabajos cobras doce. A la mayoría de nosotros no nos gusta que este señorito haga ascos a cuatro libras extra a la semana para tabaco.

Danny apoyó la cabeza sobre la almohada, dura como una piedra, y miró por la diminuta ventana sin cortina. Oyó rap a toda pastilla en una celda cercana, y se preguntó si lograría dormir la primera noche de su condena de veintidós años.