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Buenos días, George —dijo Danny cuando el portero abrió la puerta trasera del coche para que bajara.

—Buenos días, sir Nicholas.

Danny entró en el hotel y saludó con la mano a Walter mientras atravesaba la zona de recepción. El rostro de Mario se iluminó en cuanto vio a su cliente favorito.

—¿Un chocolate caliente y The Times, sir Nicholas? —preguntó en cuanto Danny se hubo acomodado en su reservado.

—Gracias, Mario. También quisiera reservar una mesa para comer mañana a la una, en algún lugar donde nadie pueda oírnos.

—Ningún problema, sir Nicholas.

Danny se reclinó en su asiento y pensó en la reunión que estaba a punto de celebrarse. Sus asesores del departamento de propiedades inmobiliarias de la Banque de Coubertin le habían llamado tres veces en el curso de la semana anterior: nada de nombres, ni cháchara, solo hechos y consejos ponderados. No solo habían conseguido un precio razonable por la casa de empeños y el almacén de alfombras, sino que también habían llamado su atención sobre una parcela de tierra estéril situada detrás de los tres locales y que pertenecía al ayuntamiento del barrio. Danny no les dijo que conocía al dedillo el terreno, porque cuando era niño había jugado de delantero centro, con Bernie en la portería, en su partido particular de final de copa.

También le informaron de que, durante algunos años, el comité de urbanismo del ayuntamiento había querido construir «pisos asequibles» en aquella parcela concreta, pero con un taller de coches tan cerca, el comité de sanidad y seguridad había vetado el proyecto. Los detalles de las reuniones importantes del comité habían llegado en un sobre marrón a la mañana siguiente. Danny tenía planes para solucionar sus problemas.

—Buenos días, sir Nicholas.

Danny levantó la vista del periódico.

—Buenos días, señor Hall —dijo, mientras el joven se sentaba frente a él.

Hall abrió su maletín y extrajo un grueso expediente con la inscripción Moncrieff. Sacó un documento y se lo dio a Danny.

—Estas son las escrituras del taller Wilson —explicó—. Hemos firmado los contratos cuando me he reunido con la señorita Wilson esta mañana. —Danny pensó que su corazón iba a dejar de latir—. Una joven encantadora, que pareció aliviada de sacudirse el problema de encima.

Danny sonrió. Beth depositaría doscientas mil libras en su sucursal de la sociedad de servicios financieros HSBC, satisfecha de ver que recibiría un 4,5 por ciento de intereses al año, aunque él sabía quién se beneficiaría más de aquella ganancia inesperada.

—¿Y los edificios adyacentes? —preguntó—. ¿Ha hecho algún progreso?

—Ante mi sorpresa —dijo Hall—, creo que podemos cerrar un trato con ambos. —Danny no estaba sorprendido—. El señor Isaacs dice que cedería la casa de empeños por doscientas cincuenta mil libras, mientras que el señor Kamal pide trescientas sesenta mil por el almacén de alfombras. Juntos doblarían el tamaño de su local, y nuestro personal de inversiones calcula que el valor del conjunto podría duplicar su desembolso inicial.

—Pague al señor Isaacs el precio que pide. Ofrezca al señor Kamal trescientas mil y acepte trescientas veinte mil.

—Creo que podríamos conseguir un trato mejor —objetó Hall.

—Ni se le ocurra —dijo Danny—. Quiero que cierre ambos tratos el mismo día, porque si el señor Kamal descubriera lo que estamos tramando, aumentaría sus exigencias.

—Comprendido —dijo Hall, mientras continuaba tomando nota de las instrucciones de Danny.

—En cuanto haya cerrado ambos tratos, infórmeme de inmediato para que pueda iniciar negociaciones con el ayuntamiento sobre la parcela que hay detrás de los tres locales.

—Podríamos incluso preparar algunos planos preliminares antes de contactar con ellos —propuso Hall—. Sería un sitio ideal para un pequeño bloque de oficinas, incluso un supermercado.

—No, señor Hall —dijo Danny con firmeza—. Si hiciera eso, estaría perdiendo su tiempo y mi dinero. —Hall adoptó una expresión avergonzada—. Hay un Sainsbury’s a solo cien metros de distancia, y si estudia el plan de desarrollo a diez años vista del ayuntamiento para esa zona, comprobará que los únicos proyectos a los que están concediendo permiso de obras son viviendas asequibles. Mi experiencia me dice que, si consigue hacer pensar a un ayuntamiento que algo se le ha ocurrido a él, tiene más probabilidades de alcanzar un acuerdo. No sea codicioso, señor Hall. Recuerde que esa fue otra equivocación que cometió mi agente anterior.

—Lo recordaré —dijo Hall.

Los asesores de Danny habían hecho tan bien sus deberes, que no tuvo dificultades en dar sopas con onda a Hall.

—Entretanto, hoy depositaré quinientas setenta mil libras en su cuenta de clientes, para que pueda cerrar ambos tratos lo antes posible; pero no lo olvide, el mismo día, y sin que ninguna de ambas partes se entere de la venta del otro, y desde luego, sin que se enteren de quién está detrás de la operación.

—No le decepcionaré —afirmó Hall.

—Eso espero —dijo Danny—, porque si lleva a buen puerto esta pequeña empresa, he estado trabajando en algo mucho más interesante. Sin embargo, como existe un elemento de riesgo necesitaré el apoyo de uno de sus socios, de preferencia alguien joven, que tenga agallas e imaginación.

—Conozco al hombre adecuado —dijo Hall. Danny no se molestó en añadir: «Y yo también».

—¿Cómo estás, Beth? —preguntó Alex Redmayne, mientras se levantaba de detrás del escritorio y la acompañaba hasta una cómoda butaca situada junto al fuego.

—Estoy bien, gracias, señor Redmayne. Alex sonrió y se sentó a su lado.

—Nunca logré que Danny me llamara Alex —dijo—, aunque me gusta pensar que, hacia el final, éramos amigos. Tal vez tendré más éxito contigo.

—La verdad, señor Redmayne, es que Danny era todavía más tímido que yo. Tímido y testarudo. No debe pensar que, porque no le tutee, no le considere un amigo.

—Ojalá estuviera ahora sentado aquí, diciéndome eso —se lamentó Alex—, aunque sentí una gran alegría cuando me escribiste para que nos viéramos.

—Quería pedirle consejo —dijo Beth—, pero hasta hace poco no he estado en situación de hacerlo.

Alex se inclinó hacia delante y tomó su mano. Sonrió cuando vio su alianza, que no se había puesto en la ocasión anterior.

—¿En qué puedo ayudarte?

—Quería comentarle que algo raro pasó cuando fui a Belmarsh para recoger las pertenencias de Danny.

—Debió de ser una experiencia terrible —dijo Alex.

—En algunos aspectos fue bastante peor que el funeral —contestó Beth—. Cuando salía, me topé con el señor Pascoe.

—¿Te topaste, o estaba merodeando por allí con la esperanza de verte? —preguntó Alex.

—Es posible, pero no estoy segura. ¿Existe alguna diferencia?

—Todo un mundo —dijo Alex—. Ray Pascoe es un hombre decente e imparcial, que nunca dudó de la inocencia de Danny. En una ocasión me dijo que había conocido a miles de asesinos, y que Danny no era uno de ellos. ¿Qué te dijo?

—Eso es lo raro. Me dijo que tenía la sensación de que a Danny le gustaría que limpiaran su nombre, en lugar de «le habría gustado». ¿No cree que es extraño?

—Un lapsus, tal vez —comentó Alex—. ¿Insististe sobre el particular?

—No —dijo Beth—. Cuando me paré a pensarlo, ya se había ido.

Alex guardó silencio un rato, mientras meditaba sobre las implicaciones de las palabras de Pascoe.

—Solo se puede hacer una cosa, si aún deseas limpiar el nombre de Danny: solicitar a la reina el indulto.

—¿El indulto?

—Sí. Si es posible convencer a los magistrados del Tribunal Supremo de que se ha cometido una injusticia, el Lord Canciller puede recomendar a la reina que sea revocada la decisión del tribunal de apelación. Era bastante frecuente en los días de la pena capital, aunque ahora es mucho más raro.

—¿Cuáles serían las posibilidades de que el caso de Danny fuera tenido en consideración? —preguntó Beth.

—No suele ocurrir que se conceda la solicitud de un indulto, aunque hay muchas personas, incluso en puestos importantes, convencidas de que con Danny se cometió una injusticia, yo incluido.

—Parece olvidar, señor Redmayne, que yo estaba en el pub cuando Craig provocó la pelea, yo estaba en el callejón cuando atacó a Danny, y yo sostenía a Bernie en mis brazos cuando me dijo que era Craig quien le había apuñalado. Mi historia nunca ha variado ni un ápice, no porque, como insinuó el señor Pearson, hubiera preparado hasta la última palabra mi declaración, sino porque estaba diciendo la verdad. Hay otras tres personas que saben que digo la verdad, y una cuarta, Toby Mortimer, que confirmó mi historia días antes de que se quitara la vida, pero pese a sus esfuerzos en la vista de la apelación, el juez ni siquiera quiso escuchar la cinta. ¿Por qué iba a ser diferente esta vez?

Alex no contestó de inmediato; tardó un momento en recuperarse de la andanada de Beth.

—Si pudieras iniciar otra campaña entre los amigos de Danny —logró articular por fin—, como la que organizaste cuando estaba vivo, se produciría un escándalo si los magistrados del Tribunal Supremo no reabrieran el caso. Pero —continuó—, si decides seguir ese camino, Beth, será un viaje largo y azaroso, y si bien será un placer para mí ofrecer mis servicios gratuitamente, no saldrá barato.

—El dinero ya no significa ningún problema —dijo Beth con firmeza—. Hace poco he conseguido vender el taller por mucho más de lo que había creído posible. He reservado la mitad del dinero para la educación de Christy, y me encantaría emplear la otra mitad en intentar reabrir el caso, si usted cree que existe una ínfima posibilidad de limpiar su nombre.

Alex se inclinó hacia delante una vez más y tomó su mano.

—Beth, ¿puedo hacerte una pregunta personal?

—Lo que sea. Cuando Danny hablaba de usted, siempre decía: «Es una joya, puedes contárselo todo».

—Lo considero todo un cumplido, Beth. Me infunde confianza para preguntarte algo que me tortura desde hace tiempo. —Beth alzó la vista, mientras sus mejillas se encendían—. Eres una mujer joven y hermosa, Beth, con extraordinarias cualidades que Danny descubrió. Pero ¿no crees que ha llegado el momento de seguir adelante? Han transcurrido seis meses desde la muerte de Danny.

—Siete meses, dos semanas y cinco días —dijo Beth, y agachó la cabeza.

—Él no querría que le lloraras hasta el fin de tus días.

—No —repuso Beth—. Incluso intentó romper nuestra relación después de que rechazaran su apelación, pero no lo dijo en serio, señor Redmayne.

—¿Por qué estás tan segura? —preguntó Alex. Abrió el bolso, sacó la última carta que Danny le había enviado y se la dio a Alex.

—Es casi imposible leerla —dijo el abogado.

—¿Por qué?

—Conoces demasiado bien la respuesta, Beth. Tus lágrimas… —No, señor Redmayne, no son mis lágrimas. Aunque he leído la carta cada día durante casi ocho meses, esas lágrimas no las derramé yo, sino el hombre que la escribió. Sabía cuánto le quería. Habríamos compartido la vida aunque solo hubiéramos podido pasar juntos un día al mes. Le habría esperado feliz veinte años, y más, con la esperanza de que al fin podría pasar el resto de mi vida con el único hombre al que siempre amaré. Adoré a Danny desde el día que le conocí, y nadie ocupará su lugar. Sé que no puedo recuperarle, pero me bastaría poder demostrar su inocencia al resto del mundo.

Alex se levantó, caminó hacia su escritorio y cogió un expediente. No quería que Beth viera las lágrimas que caían por sus mejillas. Miró por la ventana la estatua de una mujer con los ojos vendados erguida sobre el edificio; sostenía unas balanzas frente al mundo.

—Escribiré al Lord Canciller hoy mismo —dijo en voz baja.

—Gracias, Alex.