8

La primera semana del juicio había terminado, y los cuatro principales protagonistas pasaron el fin de semana de formas muy diferentes.

Alex Redmayne fue en coche a Somerset para pasar un par de días con sus padres, en Bath. Su padre empezó a interrogarle sobre el juicio incluso antes de cerrar la puerta de la calle, mientras su madre parecía más interesada en su última novia.

—Hay ciertas esperanzas —contestó a ambos.

Cuando Alex volvió a Londres el domingo por la tarde, había ensayado, con su padre en el papel de juez, las preguntas que pretendía formular a Beth Wilson al día siguiente. No fue una tarea difícil para el anciano. Al fin y al cabo, era lo que había hecho durante los últimos veinte años, antes de jubilarse.

—Sackville me ha dicho que te defiendes bien —informó su padre—, pero cree que a veces corres riesgos innecesarios.

—Puede que sea la única forma de descubrir si Cartwrigh es inocente.

—Ese no es tu trabajo —replicó su padre—. Debe decidirlo el jurado.

—Ya hablas como el juez Sackville —dijo Alex con una carcajada.

—Tu trabajo consiste —continuó su padre sin hacer caso del comentario— en presentar la mejor defensa posible de tu cliente, tanto si es culpable como si no.

No cabía duda de que su padre había olvidado que había dado este consejo a Alex por primera vez cuando tenía siete años, y lo había repetido hasta la saciedad desde entonces. Cuando Alex fue a estudiar a Oxford, estaba dispuesto a licenciarse en Derecho.

—¿Qué tipo de testigo crees que será Beth Wilson? —preguntó su padre.

—Un distinguido letrado me dijo en cierta ocasión —contestó Alex, al tiempo que tiraba de sus solapas con gesto pomposo— que jamás puedes saber cómo se comportará un testigo hasta que sube al estrado.

La madre de Alex estalló en carcajadas.

—Touché —dijo, mientras despejaba la mesa y entraba en la cocina con los platos.

—Y no subestimes a Pearson —dijo su padre, sin hacer caso de la interrupción de su madre—. Da lo mejor de sí cuando interroga a los testigos de la defensa.

—¿Es posible subestimar a Arnold Pearson? —preguntó Alex sonriendo.

—Oh, sí, yo lo padecí en carne propia en dos ocasiones.

—¿Así que dos inocentes fueron condenados por crímenes que no habían cometido? —preguntó Alex.

—Por supuesto que no —replicó su padre—. Ambos eran culpables como el demonio, pero de todos modos tendría que haberlos salvado. Recuerda: si Pearson descubre un punto débil en tu defensa, lo machacará una y otra vez, hasta asegurarse de que sea lo único que recuerde el jurado cuando se retire a deliberar.

—¿Puedo interrumpir al distinguido abogado y preguntar cómo está Susan? —intervino su madre, mientras servía café a Alex.

—¿Susan? —preguntó Alex, de vuelta al mundo real.

—Aquella chica encantadora que trajiste para que la conociéramos hace un par de meses.

—¿Susan Rennick? No tengo ni idea. Temo que hemos perdido el contacto. Creo que la abogacía es incompatible con tener vida personal. Dios sabe cómo llegasteis a conoceros.

—Tu madre me dio de comer cada noche durante el juicio de Carbarshi. Si no me hubiera casado con ella, habría muerto de hambre.

—¿Así de fácil? —preguntó Alex a su madre, sonriendo.

—No tanto —contestó ella—. Al fin y al cabo, el juicio duro más de dos años… y perdió.

—No perdí —dijo su padre, y rodeó la cintura de su esposa con una mano—. Pero recuerda, hijo: Pearson no está casado, de modo que se pasará todo el fin de semana preparando preguntas diabólicas para Beth Wilson.

No le habían concedido libertad bajo fianza.

Danny había pasado los últimos seis meses encerrado en la prisión de máxima seguridad de Belmarsh, en el sudeste de Londres. Languidecía durante veintidós horas al día en una celda de dos y medio por dos, y los únicos muebles consistían en una cama individual, una mesa de formica, una silla de plástico, un pequeño lavamanos de acero y un váter de acero. Una diminuta ventana provista de barrotes, lejos de su alcance, era lo único que le proporcionaba un atisbo del mundo exterior. Cada tarde le permitían salir de la celda cuarenta y cinco minutos, durante los cuales corría alrededor del perímetro del patio desnudo, cuatro mil metros cuadrados de hormigón rodeado de un muro de cinco metros de altura, coronado de alambre de espino.

«Soy inocente», repetía siempre que alguien le preguntaba, a lo que los funcionarios de prisiones y sus compañeros de infortunio replicaban indefectiblemente: «Eso dicen todos».

Mientras Danny corría por el patio aquella mañana, intentó no pensar en cómo había ido la primera semana del juicio, pero no lo logró. Pese a examinar atentamente a cada miembro del jurado, no podía saber qué pensaban. Tal vez no había sido una primera semana muy buena, pero al menos Beth respaldaría su versión de la historia. ¿La creería el jurado, o aceptaría la versión de Craig de lo sucedido? El padre de Danny nunca dejaba de recordarle que la justicia británica era la mejor del mundo. Los hombres inocentes no acababan en la cárcel. Si eso era cierto, estaría libre dentro de una semana. Intentó no pensar en la alternativa.

Arnold Pearson había pasado el fin de semana en el campo, en su casa de los Cotswolds, con su jardín de dos hectáreas, que era su orgullo y su dicha. Después de cuidar de las rosas, intentó leer una novela que había recibido buenas críticas, pero acabó dejándola a un lado antes de decidir ir a dar un paseo. Mientras caminaba por el pueblo, quiso expulsar de su mente todo cuanto había sucedido en Londres aquella semana, aunque la verdad era que el caso seguía ocupando sus pensamientos.

Opinaba que la primera semana del juicio había ido bien, pese a que Redmayne había demostrado ser un contrincante más esforzado de lo que había esperado. Ciertas frases familiares, rasgos claramente hereditarios y un raro don de la oportunidad le recordaron al padre de Redmayne, quien en opinión de Arnold era el mejor abogado al que se había enfrentado.

Pero gracias a Dios, el chico aún estaba verde. Tendría que haber sacado mucho más provecho del factor tiempo cuando Craig declaró como testigo. Arnold habría contado los adoquines que separaban el Dunlop Arms de la puerta principal de casa de Craig, con un cronómetro en mano. Después, habría regresado a su casa, se habría desvestido, duchado y cambiado de ropa, mientras cronometraba el tiempo que empleaba en ello. Arnold sospechaba que la suma de esas acciones habría dado como resultado menos de veinte minutos, no más de treinta, desde luego.

Después de comprar algunos comestibles y un periódico local en la tienda del pueblo, Pearson regresó. Se detuvo en el prado comunal un momento, y sonrió cuando recordó que había sumado cincuenta y siete puntos contra Brocklehurst unos veinte años atrás… ¿o eran treinta? Todo lo que amaba de Inglaterra estaba encarnado en ese pueblo. Consultó su reloj y suspiró; ya era hora de volver a casa y preparar los deberes del día siguiente.

Después de tomar el té, fue a su estudio, se sentó a su escritorio y repasó las preguntas que había preparado para Beth Wilson. Gozaría de una ventaja: Redmayne la interrogaría antes de que él formulara su primera pregunta. Como un gato dispuesto a saltar, se sentaría en silencio en el extremo de su banco y esperaba con paciencia a que la joven cometiera un error, por insignificante que fuera. Los culpables siempre cometen equivocaciones.

Arnold sonrió y concentró su atención en la Bethnal Green and Bow Gazette, confiado en que Redmayne no habría descubierto el artículo que había aparecido en portada unos quince años atrás. Tal vez Arnold Pearson careciera de la elegancia y el estilo del juez Redmayne, pero lo compensaba con horas de paciente investigación, gracias a las cuales había desenterrado dos pruebas más que despejarían todas las dudas del jurado sobre la culpabilidad de Cartwright. Pero las guardaría para el acusado, a quien ardía en deseos de interrogar ya avanzada la semana.

El día que Alex estaba bromeando con sus padres mientras comían en Bath, Danny corría alrededor del patio de recreo de la prisión de Belmarsh y Arnold Pearson compraba en la tienda del pueblo, Beth Wilson tenía una cita con su médico de cabecera.

—Un examen de rutina —la tranquilizó el médico con una sonrisa. Pero después, la sonrisa se convirtió en un fruncimiento de ceño—. ¿Ha estado sometida a alguna presión desacostumbrada desde la última vez que la vi? —preguntó.

Beth no le abrumó contándole cómo había pasado la semana. Tampoco le servía de ayuda que su padre siguiera convencido de la culpabilidad de Danny —y ya no permitía que su nombre se pronunciara en su casa—, aunque su madre siempre había aceptado la versión de los acontecimientos de Beth. Pero ¿el jurado estaba compuesto de gente como su madre, o como su padre?

Durante los últimos seis meses, Beth había ido a ver a Danny a la prisión de Belmarsh todos los domingos por la tarde, pero ese domingo no. El señor Redmayne le había dicho que no se le permitirían tener más contactos con él hasta que el juicio hubiera terminado. Pero quería preguntarle muchas cosas, y necesitaba contarle otras.

El bebé nacería dentro de seis semanas, pero Danny quedaría en libertad mucho antes, y aquel terrible suplicio habría terminado. En cuanto el jurado alcanzara su veredicto, hasta su padre aceptaría que Danny era inocente.

El lunes por la mañana, el señor Wilson acompañó en coche a su hija al Old Bailey y la dejó ante la entrada principal. Solo pronunció tres palabras antes de que la joven bajara del coche:

—Di la verdad.