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Danny estaba sentado a una mesa del rincón un cuarto de hora antes de su cita con Duncan. Mario había elegido el lugar ideal para que nadie les oyera. Danny necesitaba formularle muchas preguntas, todas archivadas en su memoria.

Danny estudió la carta para familiarizarse con ella antes de que llegara su invitado. Esperaba que Duncan fuera puntual. Al fin y al cabo, anhelaba con desesperación que Danny invirtiera en su última producción. Tal vez, en el futuro, incluso fuera capaz de deducir el motivo de que le hubiera invitado a comer…

A la una menos dos minutos, Charlie Duncan entró en el restaurante Palm Court con una camisa, sin corbata y fumando un cigarrillo: una caricatura animada de Bateman[14]. El maître habló con él unos instantes antes de ofrecerle un cenicero. Duncan apagó el cigarrillo, mientras el maître buscaba en un cajón de su escritorio y sacaba tres corbatas a rayas, todas a juego con la camisa rosa salmón de Duncan. Danny reprimió una sonrisa. De haber sido un partido de tenis, habría perdido el primer set en un abrir y cerrar de ojos. El maître acompañó a Duncan hasta la mesa de Danny. Este tomó nota mentalmente de doblar la propina.

Danny se levantó para estrechar la mano de Duncan; sus mejillas estaban ahora del mismo color de la camisa.

—No cabe duda de que eres un cliente habitual —dijo, al tiempo que tomaba asiento—. Todo el mundo te conoce.

—Mi padre y mi abuelo siempre se alojaban aquí cuando venían de Escocia —dijo Danny—. Es una especie de tradición familiar.

—¿A qué te dedicas, Nick? —preguntó Duncan, mientras le echaba un vistazo a la carta—. No recuerdo haberte visto antes en el teatro.

—Estaba en el ejército —contestó Danny—, de modo que he pasado mucho tiempo en el extranjero. No obstante, desde la muerte de mi padre, he asumido la responsabilidad del patrimonio familiar.

—¿Nunca habías invertido en el teatro? —preguntó Duncan, mientras el sommelier presentaba a Danny una botella de vino. Danny estudió la etiqueta un momento, y después asintió.

—¿Qué tomará hoy, sir Nicholas? —preguntó Mario.

—Lo de costumbre —replicó Danny—. Vuelta y vuelta —añadió, recordando que Nick había utilizado aquella expresión ante los que servían tras el calientaplatos de Belmarsh. Provocó tantas carcajadas que los carceleros estuvieron a punto de dar parte de él. El sommelier sirvió un poco de vino en la copa de Danny. Este aspiró el aroma antes de beber, y volvió a asentir. Otra cosa que Nick le había enseñado, con la ayuda de un zumo Ribena, agua y una taza de plástico para verter el líquido.

—Yo tomaré lo mismo —dijo Duncan, al tiempo que cerraba la carta y la devolvía al jefe de comedor—, pero el mío en su punto.

—La respuesta a tu pregunta es no —dijo Danny—, nunca había invertido en una obra teatral. Me encantaría descubrir cómo funciona este mundo.

—Lo primero que debe hacer un productor es elegir una obra —informó Duncan—. Inédita, preferiblemente de un dramaturgo consagrado, o la reposición de un clásico. Su siguiente problema es encontrar una estrella.

—¿Como Lawrence Davenport? —preguntó Danny, al tiempo que brindaba con Duncan.

—No, eso fue una ocasión única. Lawrence Davenport no es un actor de teatro. Con una comedia ligera se defiende, siempre que esté respaldado por una buena compañía. Pero ¿aún puede llenar un teatro?

Estábamos empezando a flojear hacia el final de las representaciones —admitió Duncan—, en cuanto los admiradores del doctor Beresford se agotaron. La verdad, si no vuelve a la televisión pronto, no podrá llenar ni una cabina telefónica.

—¿Cómo funciona la cuestión financiera? —preguntó Danny, que ya había obtenido respuesta a tres de sus preguntas.

—En la actualidad, para estrenar una obra en el West End son precisas alrededor de cuatrocientas o quinientas mil libras. En cuanto un productor ha elegido una obra, ha contratado a una estrella y ha alquilado el teatro, y no siempre es posible hacer las tres cosas al mismo tiempo, confía en sus ángeles para reunir el capital.

—¿Cuántos ángeles tienes? —preguntó Danny.

—Cada productor tiene su propia lista, que guarda como oro en paño. Yo tengo unos setenta ángeles que suelen invertir en todas mis producciones —dijo Duncan, mientras dejaban un filete delante de él.

—¿Y cuánto invierten por término medio? —preguntó Danny, mientras servía a Duncan otra copa de vino.

—En una producción normal, las cifras rondan las diez mil libras.

—De modo que necesitas cincuenta ángeles por obra.

—Eres bueno con los números, ¿eh? —dijo Duncan, mientras cortaba el filete. Danny se maldijo. No debía bajar la guardia. Se apresuró a continuar.

—¿Cuánto gana un ángel, un cliente?

—Si el teatro se llena al sesenta por ciento durante todas las representaciones, conseguirá recuperar el dinero. Por encima de esa cifra, puede recibir buenos dividendos. Por debajo, puede perder hasta los calzoncillos.

—¿Cuánto cobran las estrellas? —preguntó Danny.

—Poco, según los estándares habituales, es la respuesta. A veces, quinientas por semana. Ese es el motivo de que muchas de ellas hagan televisión, anuncios o incluso voz en off, antes que dedicarse al trabajo de verdad. A Davenport solo le pagamos mil.

—¿Mil por semana? —preguntó Danny—. Me asombra que aceptara.

—A nosotros también —admitió Duncan, mientras el camarero encargado de servir el vino vaciaba la botella. Danny asintió cuando la alzó con expresión inquisitiva.

—Buen vino —aprobó Duncan. Danny sonrió—. El problema de Larry es que no le han ofrecido muchos papeles en los últimos tiempos, y al menos Ernesto mantuvo su nombre en el candelero durante semanas. Las estrellas de la televisión, al igual que los futbolistas, se acostumbran pronto a ganar miles de libras a la semana, por no hablar del estilo de vida que les proporciona. Pero en cuanto les cierran el grifo, aunque hayan acumulado algunos bienes, no tardan en quedarse sin dinero en metálico. Ha sido un problema para muchos actores, sobre todo para los que se creen su propia publicidad y no guardan nada para los años de vacas flacas; después se encuentran ante una declaración de Hacienda gigantesca.

Otra pregunta contestada.

—¿Qué piensas hacer ahora? —preguntó Danny, pues no deseaba demostrar excesivo interés por Lawrence Davenport, no fuera a despertar las sospechas de Duncan.

—Estoy montando una obra de un nuevo dramaturgo llamado Antón Kaszubowski. Ganó varios premios en el Festival de Edimburgo el año pasado. Se titula Bling Bling, y tengo el presentimiento de que es lo que el West End anda buscando. Varios nombres importantes ya han mostrado interés, y espero hacer un anuncio oficial dentro de pocos días. En cuanto sepa quién va a ser el protagonista, te informaré. —Jugueteó con la copa—. ¿Qué cifra estás pensando invertir? —preguntó.

—Empezaría con una suma pequeña —contestó Danny—, digamos diez mil. Si sale bien, podría convertirme en un inversor habitual.

—Sobrevivo gracias a los habituales —confesó Duncan mientras vaciaba la copa—. Me pondré en contacto contigo en cuanto haya contratado al protagonista. Por cierto, siempre doy una pequeña fiesta para los inversores cuando lanzo un nuevo espectáculo, lo cual suele atraer inevitablemente a algunas estrellas. Podrás ver a Larry de nuevo. O a su hermana, en función de tus inclinaciones.

—¿Algo más, sir Nicholas? —preguntó el maître.

Danny habría pedido una tercera botella, pero Charlie Duncan ya había contestado a todas sus preguntas.

—Solo la cuenta, gracias, Mario.

Después de que Big Al le llevara a The Boltons, Danny subió a su estudio y sacó el expediente de Davenport de la estantería. Dedicó la siguiente hora a tomar notas. En cuanto hubo apuntado todos los datos interesantes que Duncan le había revelado, devolvió el expediente a su sitio, entre el de Craig y el de Payne, y regresó a su escritorio.

Empezó a releer su intento de escribir un ensayo que fuera digno de un premio, pero al cabo de pocos párrafos sus sospechas de que no era lo bastante bueno para impresionar al profesor Mori, y mucho menos a un jurado, se confirmaron. Lo único bueno del tiempo invertido en ese trabajo era que había ocupado interminables horas de espera antes de poder efectuar su siguiente movimiento. Tenía que evitar la tentación de acelerar los acontecimientos, pues ello podría conducirle a cometer un error fatal.

Transcurrirían varias semanas antes de que Gary Hall consiguiera cerrar de manera adecuada los dos tratos de Mile End Road, sin que ninguno de los vendedores supiera qué estaba tramando. Como buen pescador, Danny lanzaba su anzuelo con un único propósito: no atrapar a los pequeños peces que están cerca de la superficie, como Hall, sino tentar al pez gordo, como Gerald Payne, y lograr que saltara fuera del agua.

También tenía que esperar a que Charlie Duncan contratara a una estrella para su nuevo espectáculo, antes de encontrarse de nuevo con Lawrence Davenport sin despertar sospechas. También tenía que esperar… Sonó el teléfono. Danny descolgó.

—Creo que hemos encontrado una posible solución para aquel problema del que nos habló —dijo una voz—. Deberíamos reunimos.

La línea enmudeció. Danny estaba empezando a descubrir por qué los banqueros suizos continuaban encargándose de las cuentas de los ricos que valoraban la discreción. Cogió la pluma, volvió a su ensayo y trató de pensar en una frase inicial más llamativa.

John Maynard Keynes debía de conocer sin duda la popular canción «Ain’t We Got Fun», con su encantador verso: «No hay nada más seguro, los ricos se hacen ricos y los pobres hacen hijos». Es posible que haya especulado en su aplicación a las naciones tanto como a los individuos…