17

Bienvenido otra vez, Cartwright. —Danny miró al funcionario de prisiones sentado detrás del mostrador de recepción, pero no contestó. El hombre miró el pliego de cargos—. Veintidós años. —El señor Jenkins suspiró. Hizo una pausa—. Sé cómo debes de sentirte, porque ese es justo el tiempo que llevo prestando servicios. —Danny siempre había pensado que el señor Jenkins era viejo. ¿Ese será mi aspecto dentro de veintidós años?, se preguntó—. Lo siento, muchacho —dijo el funcionario, un sentimiento que no expresaba con frecuencia.

—Gracias, señor Jenkins —contestó Danny en voz baja.

—Ahora que ya no estás en prisión preventiva —dijo Jenkins—, no tienes derecho a una celda individual. —Abrió una carpeta, que estudió durante un rato. En la cárcel todo va despacio. Recorrió con el dedo una larga columna de nombres y se detuvo en un recuadro vacío—. Voy a ponerte en el bloque 3 celda número uno-dos-nueve. —Consultó los nombres de los actuales ocupantes—. Deberían ser una compañía interesante —señaló sin más explicaciones, antes de cabecear en dirección al joven funcionario que estaba a su lado.

—Date prisa, Cartwright, y sígueme —dijo el funcionario, al que Danny no había visto nunca.

Danny siguió al funcionario por un largo pasillo de ladrillo, pintado en un tono malva que para ningún otro establecimiento se habría comprado a granel. Se detuvieron ante una doble puerta de barrotes. El guardia eligió una llave de la cadena que colgaba alrededor de su cintura, abrió la primera puerta y dejó pasar a Danny.

Le siguió, cerró la puerta y abrió la segunda. Entraron en un pasillo pintado de verde, señal de que habían llegado a una zona segura. Todo en la cárcel estaba codificado por colores.

El guardia acompañó a Danny hasta que llegaron a otra puerta doble. Este proceso se repitió cuatro veces más, hasta que Danny llegó al bloque 3. No costaba comprender por qué nadie había escapado jamás de Belmarsh. El color de las paredes había virado de malva a azul, pasando por el verde, cuando el carcelero de Danny le entregó a un responsable de unidad que llevaba el mismo uniforme azul, la misma camisa blanca, la misma corbata negra, y exhibía la inevitable cabeza afeitada para demostrar que era tan duro como cualquiera de los reclusos.

—Bien, Cartwright —dijo su nuevo carcelero en tono desenvuelto—, esta será tu casa durante los próximos ocho años, como mínimo, de modo que será mejor que te adaptes y te acostumbres a ella. Si no nos causas problemas, nosotros tampoco te los causaremos. ¿Entendido?

—Entendido, jefe —repitió Danny, utilizando el título que todos los presos daban a un guardia al que no conocían.

Cuando Danny subió la escalera de hierro hasta el primer piso no se cruzó con ningún recluso. Todos estaban encerrados, como casi siempre, a veces las veinticuatro horas del día. El nuevo guardia comprobó el nombre de Danny en la hoja informativa y rio cuando vio la celda que le habían adjudicado.

—Es evidente que el señor Jenkins tiene sentido del humor —dijo cuando se detuvieron ante la celda número 129.

Seleccionó otra llave de otro llavero, esta vez una lo bastante pesada para abrir la cerradura de una puerta de hierro de cinco centímetros de espesor. Danny entró, y la pesada puerta se cerró con estrépito a su espalda. Miró con suspicacia a los dos reclusos que ya ocupaban la celda.

Un hombre corpulento estaba tumbado, medio dormido, en una cama individual, de cara a la pared. Ni siquiera miró al recién llegado. El otro hombre estaba sentado a una mesa pequeña, escribiendo. Dejó el bolígrafo, se levantó y extendió una mano, que Danny estrechó sorprendido.

—Nick Moncrieff —se presentó, en un tono más propio de un guardia que de un recluso—. Bienvenido a tu nuevo domicilio —añadió con una sonrisa.

—Danny Cartwright —contestó Danny, al tiempo que estrechaba su mano. Miró el catre desocupado.

—Como eres el último en llegar, te toca la litera de arriba —dijo Moncrieff—. Te corresponderá la de abajo dentro de dos años. Por cierto —añadió, y señaló al gigante tumbado en la otra cama—, ese es Big Al. —El otro compañero de celda de Danny parecía unos años mayor que Nick. Big Al gruñó, pero no se molestó en volverse para ver quién era el nuevo—. Big Al no habla mucho, pero cuando llegas a conocerle cae bien —informó Moncrieff—. Tardé seis meses, pero quizá tú tendrás más éxito.

Danny oyó que la llave giraba en la cerradura, y la pesada puerta se abrió de nuevo.

—Sígueme, Cartwright —pidió una voz.

Danny salió de la celda y siguió a otro guardia, al que no había visto nunca. ¿Habrían decidido las autoridades encerrarle en otra celda?, se preguntó. Bajaron la escalera de hierro, siguieron otro pasillo y atravesaron otra doble puerta de barrotes, hasta detenerse ante una puerta con el cartel de almacén. El guardia llamó con firmeza a las pequeñas puertas dobles, que abrieron desde dentro.

—CK4802 Cartwright —dijo el guardia, al tiempo que comprobaba el pliego de cargos.

—Desnúdate —ordenó el responsable del almacén—. No volverás a llevar esa ropa —miró el pliego de cargos— hasta el año 2022. Se rio de su broma, que hacía cinco veces al día. Solo cambiaba el año.

Una vez Danny se hubo desnudado, le dieron un par de calzoncillos (a rayas rojas y blancas), dos camisas (a rayas azules y blancas), unos vaqueros (azules), dos camisetas (blancas), un jersey (gris), una chaqueta de trabajo (negra), dos pares de calcetines (grises), un par de pantalones cortos (azul gimnasio), dos camisetas sin mangas (blanco gimnasio), dos sábanas (de nailon, verdes), una manta (gris), una funda de almohada (verde) y una almohada (circular, dura).

Solo le permitieron conservar las zapatillas deportivas, lo único con lo que los presos podían manifestar su gusto por determinadas modas.

El responsable del almacén recogió toda la ropa de Danny y la metió dentro de una bolsa de plástico grande, escribió el nombre Cartwright CK4802 en una pequeña etiqueta y cerró la bolsa. Después, entregó a Danny una bolsa de plástico más pequeña que contenía una pastilla de jabón, un cepillo de dientes, una navaja de afeitar de plástico desechable, una toallita (verde), una toalla de manos (verde), un plato de plástico (gris), un cuchillo de plástico, un tenedor de plástico y una cuchara de plástico. Marcó varias casillas en un formulario verde, dio media vuelta, señaló una línea con el índice y entregó a Danny un boli mordisqueado sujeto a la mesa por una cadena. Danny hizo un garabato ilegible.

—Te presentarás cada jueves por la tarde en el almacén entre las tres y las cinco —dijo el responsable—, y te daremos una muda. Cualquier desperfecto se te descontará del sueldo semanal. Y yo decido qué cantidad —añadió, antes de cerrar las puertas de golpe.

Danny recogió las dos bolsas de plástico y siguió al guardia por el pasillo hasta su celda. Le encerraron momentos después, sin haber intercambiado ni una sola palabra. No parecía que Big Al se hubiera movido durante su ausencia, y Nick seguía sentado a la mesa, escribiendo.

Danny subió a la litera de arriba y se tumbó sobre el colchón lleno de bultos. Durante los seis meses de prisión preventiva le habían permitido llevar su ropa, pasear por la planta baja, charlar con los demás reclusos, ver la televisión, jugar a ping-pong, hasta comprar alguna Coca-Cola y algún bocadillo en la máquina expendedora… pero eso se había terminado. Ahora estaba condenado a cadena perpetua, y por primera vez estaba descubriendo qué significaba perder la libertad.

Danny decidió hacer la cama. Lo hizo con parsimonia, pues estaba empezando a descubrir las interminables horas que tiene cada día, los minutos de cada hora y los segundos de cada minuto cuando estás encerrado en una celda de tres y medio por dos y medio, con dos desconocidos que comparten tu espacio, y uno de ellos es grande.

Una vez hecha la cama, Danny volvió a tumbarse y miró el techo. Una de las pocas ventajas de ocupar la litera de arriba consiste en que tu cabeza queda frente a la diminuta ventana con barrotes: la única prueba de que existe un mundo exterior. Danny vio entre los barrotes los otros tres bloques que componían el recinto, el patio de ejercicios y varios muros altos coronados de alambre de espino, que se extendían hasta perderse de vista. Danny contempló el techo. Sus pensamientos se concentraron en Beth. No le habían dejado despedirse de ella.

La semana siguiente, y durante las próximas mil semanas, estaría encerrado en ese agujero. Su única posibilidad de escapar era interponer un recurso de apelación. El señor Redmayne ya le había advertido que tardaría al menos un año. Los tribunales estaban saturados, y cuanto más larga era la sentencia, más tenías que esperar a que se viera la apelación. Un año sería tiempo más que suficiente para que el señor Redmayne reuniera todas las pruebas necesarias para demostrar su inocencia, ¿verdad?

Momentos después de que el juez Sackville dictara sentencia, Alex Redmayne abandonó la sala y recorrió un pasillo alfombrado y con papel pintado en las paredes, sembrado de fotos de exjueces. Llamó a la puerta de los aposentos de otro juez, entró, se derrumbó en una confortable butaca delante del escritorio de su padre y pronunció una sola palabra.

—Culpable.

El juez Redmayne se dirigió al bar.

—Más vale que te vayas acostumbrando —dijo, mientras descorchaba la botella que había elegido aquella mañana, ganara o perdiera—, porque puedo decirte que, desde la abolición de la pena de muerte, se ha condenado a muchos más presos acusados de asesinato y, casi sin excepciones, el jurado estaba en lo cierto. —Sirvió dos copas de vino y tendió una a su hijo—. ¿Continuarás representando a Cartwright cuando se vea su apelación?

—Sí, por supuesto —dijo Alex, sorprendido por la pregunta de su padre. El anciano frunció el ceño.

—Entonces, solo puedo desearte buena suerte, porque si Cartwright no lo hizo, ¿quién fue?

—Spencer Craig —replicó Alex sin la menor vacilación.