63

La alarma sonó a las dos de la mañana, pero Danny no estaba dormido. Saltó de la cama y se puso a toda prisa los calzoncillos, la camiseta, los calcetines, los pantalones y las zapatillas deportivas que había dejado sobre una silla al lado de la ventana. No encendió la luz.

Consultó su reloj. Las dos y seis minutos. Cerró la puerta del dormitorio y bajó la escalera con parsimonia. Abrió la puerta principal y vio el coche aparcado junto al bordillo. Aunque no podía verle, sabía que Big Al estaría sentado detrás del volante. Danny paseó la vista a su alrededor. Había un par de luces encendidas todavía en la plaza, pero no se veía a nadie. Subió al coche sin decir nada. Big Al puso en marcha el motor y recorrió unos cien metros antes de encender las luces de posición.

Ninguno de los dos habló cuando Big Al giró a la derecha y se dirigió al Embankment. Había hecho el mismo recorrido cinco veces durante la semana anterior. Dos veces de día y tres de noche, que él llamaba «operaciones nocturnas». Pero los simulacros habían terminado, y esta noche se llevaría realmente a cabo la operación. Big Al estaba llevando el asunto como un ejercicio militar, lo que les permitía aprovechar sus nueve años en el ejército. De día, el recorrido duraba unos cuarenta y tres minutos, pero de noche se podía cubrir la misma distancia en veintinueve, sin superar nunca el límite de velocidad.

Cuando pasaron ante la Cámara de los Comunes y siguieron la orilla norte del Támesis, Danny se concentró en lo que había que hacer en cuanto llegaran a la zona elegida. Atravesaron la City y entraron en el East End. Danny perdió la concentración un momento, mientras pasaban ante una extensa obra, con una inmensa valla publicitaria que exhibía una magnífica maqueta de cómo sería Wilson House una vez terminada: sesenta pisos de lujo, treinta viviendas asequibles —prometía el cartel—, nueve ya vendidas, incluido el ático. Danny sonrió.

Big Al continuó por Mile End Road y giró a la izquierda al llegar a un letrero que indicaba Stratford, «La sede de los Juegos Olímpicos 2012». Once minutos después, se desvió de la calle por una pista de tierra. Apagó las luces, pues se conocía la zona de memoria, casi hasta la última piedra.

Al final de la pista dejó atrás un letrero que ponía:

Propiedad privada. Prohibido el paso.

Siguió adelante. Al fin y al cabo, el terreno era propiedad de Danny, y aún seguiría siendo suyo durante ocho días más. Big Al detuvo el coche detrás de un pequeño montículo, apagó el motor y pulsó un botón. La ventanilla lateral descendió con un zumbido. Se quedaron inmóviles y escucharon, pero solo se oían los ruidos nocturnos. Durante una misión de reconocimiento vespertina se habían encontrado con un hombre que paseaba un perro, y con un grupo de chavales que jugaban a fútbol, pero ahora no había nadie, ni siquiera un noctámbulo que les hiciera compañía.

Al cabo de unos minutos, Danny tocó el codo de Big Al. Bajaron del coche y dieron la vuelta al vehículo. Big Al abrió el maletero, mientras Danny se quitaba las zapatillas de deporte; luego sacó la caja del maletero y la dejó en el suelo, como había hecho la noche anterior, cuando Danny había recorrido a pie el solar para ver si podía localizar los setenta y un guijarros blancos que habían dispuesto en grietas, agujeros y hendiduras durante el día. Había logrado localizar cincuenta y tres. Esa noche mejoraría su marca. Aquella tarde, otro ensayo previo le había concedido la oportunidad de localizar los que había pasado por alto.

A la luz del día podía cubrir la hectárea y cuarto en poco más de dos horas. La pasada noche había tardado tres horas y diecisiete minutos, mientras que esa noche tardaría más, debido al número de veces que tendría que arrodillarse.

Era una noche despejada y tranquila, tal como habían prometido las previsiones meteorológicas, aunque habría lloviznas por la mañana. Como cualquier granjero que plantara sus semillas Danny había elegido cuidadosamente el día, e incluso la hora. Big Al sacó el mono negro de la caja y se lo dio a Danny, que bajó la cremallera de delante y se lo puso. Incluso este sencillo ejercicio lo habían practicado varias veces en la oscuridad. Big Al le pasó las botas de goma, y después los guantes, la mascarilla, la linterna y, por fin, el pequeño contenedor de plástico con la inscripción peligroso.

Big Al se situó detrás del coche, mientras su jefe se alejaba. Cuando Danny llegó a la esquina del terreno, recorrió varios pasos más hasta llegar al primer guijarro blanco. Lo recogió y guardó en un bolsillo profundo. Cayó de rodillas, encendió la linterna y depositó un diminuto fragmento de tallo en una grieta del suelo. Apagó la linterna y se enderezó. El día anterior había practicado el ejercicio sin el rizoma. Nueve pasos más, y llegó al segundo guijarro, donde repitió todo el proceso; después, solo un paso más hasta llegar al tercer guijarro, donde se arrodilló junto a una pequeña hendidura para introducir con sumo cuidado el rizoma en su interior. Cinco pasos más…

Big Al deseaba desesperadamente fumar, pero sabía que no podía correr ese riesgo. Una vez, en Bosnia, un soldado había encendido un cigarrillo durante una operación nocturna, y tres segundos después una bala le había atravesado la cabeza. Big Al sabía que su jefe estaría ocupado durante tres horas, como mínimo, de modo que no podía perder la concentración, ni siquiera un momento.

El guijarro número veintitrés estaba en la esquina más alejada del terreno de Danny. Iluminó con la linterna un agujero grande, antes de dejar caer algunos rizomas. Depositó otro guijarro en su bolsillo.

Big Al se estiró y empezó a dar la vuelta al coche con parsimonia. Habían planeado marcharse mucho antes de las primeras luces del amanecer, que estaban previstas a las seis y cuarenta y ocho minutos. Consultó su reloj: las cuatro y diecisiete. Ambos levantaron la vista cuando un avión surcó el cielo; el primero que aterrizaría en Heathrow aquella madrugada.

Danny guardó el guijarro número treinta y seis en su bolsillo, con cuidado de distribuir a partes iguales el peso. Repitió el procedimiento una y otra vez: unos cuantos pasos, arrodillarse, encender la linterna, dejar caer el rizoma en una grieta, recoger el guijarro y guardarlo en el bolsillo, apagar la linterna, levantarse, seguir andando… Se le antojaba mucho más agotador que la noche anterior.

Big Al se quedó paralizado cuando otro vehículo entró en el solar y aparcó a unos cincuenta metros de distancia. No estaba seguro de si le habían visto. Se aplastó contra el suelo y empezó a arrastrarse hacia el enemigo. Una nube se desplazó y dejó al descubierto la luna, un gajo de luz plateada; incluso la luna estaba de su parte. Habían apagado los faros del coche, pero una luz del interior estaba encendida.

Danny creyó ver las luces de un coche, y se tiró al suelo al instante. Habían establecido que Big Al haría destellar su linterna tres veces para advertirle si aparecía algún peligro. Danny esperó más de un minuto, pero no vio los destellos, de modo que se levantó y avanzó hacia el siguiente guijarro.

Big Al se hallaba a escasos metros del coche aparcado, y si bien las ventanillas estaban empañadas, vio que la luz de dentro continuaba encendida. Se puso de rodillas y atisbo por la ventanilla trasera. Tuvo que recurrir a toda su disciplina para no estallar en carcajadas, cuando vio a una mujer tumbada en el asiento posterior con las piernas abiertas, gimiendo. Big Al no pudo ver la cara del hombre que estaba encima de ella, pero sintió una punzada en la ingle. Volvió a tenderse sobre el suelo y empezó a reptar hacia su coche.

Cuando Danny llegó al guijarro número sesenta y siete, maldijo. Había recorrido toda la zona y se había dejado cuatro. Mientras caminaba lentamente de vuelta al coche, notó que cada paso le resultaba más incómodo que el anterior; no había previsto el peso de los guijarros.

En cuanto Big Al volvió a la base, no dejó de vigilar el coche. Se preguntó si el jefe se habría percatado de su presencia. De pronto, oyó el ruido de un motor que se ponía en marcha, y los faros se encendieron antes de que el coche girara en redondo, regresara a la pista de grava y desapareciera en la noche.

Cuando Big Al vio que Danny se acercaba, sacó la caja vacía del maletero y la dejó en el suelo delante de él. Danny empezó a sacar los guijarros de los bolsillos y a meterlos en la caja. Un ejercicio meticuloso, ya que el menor sonido llamaría la atención. En cuanto concluyó la tarea, se quitó la mascarilla, los guantes, las botas y el mono. Se los dio a Big Al, que los puso en la caja, encima de los guijarros. Lo último que depositaron fueron la linterna y el contenedor de plástico, vacío.

Big Al cerró el maletero y se sentó al volante, mientras su jefe se abrochaba el cinturón de seguridad. Encendió el motor, dio media vuelta y se dirigió despacio hacia la pista de grava. Ninguno de los dos habló, ni siquiera cuando llegaron a la calle. El trabajo aún no había terminado.

Durante la semana, Big Al había localizado varios contenedores para escombros de obras en los cuales podían deshacerse de las pruebas de su misión nocturna. Big Al se detuvo siete veces durante un trayecto, que les llevó más de una hora, en lugar de los cuarenta minutos habituales. Cuando entraron en The Boltons, eran las siete y media. Danny sonrió cuando vio caer varias gotas de lluvia sobre el parabrisas, que los limpiaparabrisas automáticos eliminaron. Danny bajó del coche, subió por el camino de entrada y abrió la puerta principal. Recogió una carta tirada sobre la esterilla y la abrió mientras subía la escalera. Tras ver la firma al pie de la hoja, fue a su estudio y cerró la puerta con llave.

Una vez leída la carta, no supo muy bien cómo debería contestar. Piensa como Danny. Actúa como Nick.