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Danny estaba despierto, meditando sobre su precaria situación. Lejos de vencer a sus enemigos, daba la impresión de que solo se granjeaba otros nuevos, capaces de obligarle a hincar la rodilla.

Se levantó temprano, se duchó, se vistió y bajó al comedor a desayunar. Encontró a Munro sentado a una mesa del rincón, con un montón de documentos al lado. Dedicaron los siguientes cuarenta minutos a repasar las preguntas que De Coubertin formularía, en opinión de Munro. Danny dejó de escuchar a su abogado cuando otro huésped entró en la sala y fue a sentarse junto a la ventana que dominaba la catedral. Debía de dar por sentado que aquel sitio le estaba reservado.

—Si De Coubertin le hace preguntas, sir Nicholas, ¿cómo contestará? —preguntó Munro.

—Creo que el principal coleccionista de sellos del mundo ha decidido desayunar con nosotros —susurró Danny.

—¿Debo deducir de sus palabras que el señor Gene Hunsacker se encuentra aquí?

—El mismo. No creo que sea una coincidencia que esté en Ginebra al mismo tiempo que nosotros.

—Desde luego —convino Munro—. También debe de saber que su tío está en Ginebra.

—¿Qué puedo hacer? —preguntó Danny.

—De momento, poca cosa —dijo Munro—. Hunsacker dará vueltas como un buitre hasta que descubra cuál de ustedes dos ha sido designado legítimo heredero de la colección, y solo entonces se lanzará en picado.

—Está un poco obeso para ser un buitre —observó Danny—, pero entiendo lo que dice. ¿Qué le contesto si empieza a hacerme preguntas?

—No diga nada hasta después de nuestra entrevista con De Coubertin.

—Pero Hunsacker fue muy cordial y servicial la última vez que nos vimos, y era evidente que Hugo le caía mal y prefería negociar conmigo.

—No se engañe. Hunsacker negociará con quien De Coubertin decida que es el legítimo heredero de la colección de su abuelo. Es probable que ya haya hecho una oferta a su tío.

Munro se levantó de la mesa y salió del comedor sin ni siquiera mirar hacia Hunsacker. Danny le siguió hasta el vestíbulo.

—¿Cuánto se tarda en llegar a la Banque de Coubertin en taxi? —preguntó Munro al conserje.

—Tres o cuatro minutos, según el tráfico —fue la respuesta.

—¿Y andando?

—Tres minutos.

Un camarero llamó con los nudillos a la puerta.

—Servicio de habitaciones —anunció antes de entrar.

Preparó una mesa en el centro de la habitación con el desayuno, y dejó el Telegraph en un plato auxiliar, el único periódico que Margaret Moncrieff consideraba digno de ser leído si no estaba a mano el Scotsman. Hugo firmó la factura del desayuno, mientras Margaret ocupaba su sitio y servía café.

—¿Crees que nos saldremos con la nuestra sin la llave, cariño? —preguntó Hugo.

—Si están convencidos de que el testamento es auténtico —dijo Margaret—, no tendrán otra alternativa, a menos que estén dispuestos a enzarzarse en una interminable batalla judicial. Y como el anonimato es una obsesión para los banqueros suizos, lo evitarán a toda costa.

—No encontrarán nada incorrecto en el testamento —aseguró Hugo.

En tal caso, apuesto a que estarás en posesión de la colección de tu padre antes de esta noche, y entonces lo único que deberás hacer es acordar un precio con Hunsacker. Como ya te ofreció cuarenta millones de dólares cuando fue a Escocia para asistir al funeral de tu hermano, estoy convencida de que podrá subir hasta cincuenta —dijo Margaret—. De hecho, ya he dado instrucciones a Galbraith de que redacte un contrato a tal efecto.

—Con cualquiera de los dos que se quede con la colección —dijo Hugo—, porque Nick ya habrá descubierto a estas alturas por qué estamos aquí.

—Pero no puede hacer nada al respecto —afirmó Margaret—. Al menos, mientras esté en Inglaterra.

—Nada puede impedirle tomar el siguiente avión. No me sorprendería que ya hubiera llegado —añadió Hugo, que no quería confesarle que Nick ya estaba en Ginebra.

—Debes de haber olvidado, Hugo, que no se le permite viajar al extranjero mientras esté en libertad condicional.

—Yo en su caso, por cincuenta millones de dólares correría el riesgo de buena gana —admitió Hugo.

—Tú sí —dijo Margaret—, pero Nick jamás desobedecería una orden. Y aunque lo hiciera, solo haría falta una llamada telefónica para ayudar a De Coubertin a decidir con qué rama de la familia Moncrieff quiere hacer negocios: la que le amenaza con llevarle a los tribunales, o la que pasará los cuatro años siguientes en la cárcel.

Aunque Danny y Fraser Munro llegaron al banco unos minutos antes, la secretaria del presidente estaba esperando en recepción para acompañarles a la sala de juntas. Una vez estuvieron sentados, les ofreció una taza de té inglés.

—No pienso tomar su té inglés, gracias —dijo Munro, al tiempo que le dedicaba una sonrisa afectuosa. Danny se preguntó si la secretaria habría entendido una palabra de lo que el escocés había dicho, y mucho menos si había comprendido su particular sentido del humor.

—Dos cafés, por favor —pidió Danny. La joven sonrió y salió de la sala.

Danny estaba admirando un retrato del fundador de los Juegos Olímpicos modernos, cuando la puerta se abrió y el actual dueño de ese título entró en la sala.

—Buenos días, sir Nicholas —saludó. Se acercó a Munro y le estrechó la mano.

—No, no, yo me llamo Fraser Munro, soy el representante legal de sir Nicholas.

—Mis disculpas —dijo el anciano, intentando disimular su apuro. Sonrió con timidez cuando estrechó la mano de Danny—. Mis disculpas —repitió.

—No se preocupe, barón —dijo Danny—. Un error comprensible. De Coubertin inclinó brevemente la cabeza.

—Al igual que yo, es usted el nieto de un gran hombre. —Invitó a sir Nicholas y a Munro a sentarse a la mesa de la sala—. ¿Qué puedo hacer por ustedes? —preguntó.

—Tuve el gran honor de representar al finado sir Alexander Moncrieff —empezó Munro—, y ahora gozo del privilegio de asesorar a sir Nicholas. —De Coubertin asintió—. Hemos venido a reclamar la legítima herencia de mi representado —continuó Munro, al tiempo que abría el maletín y dejaba sobre la mesa un pasaporte, un certificado de defunción y el testamento de sir Alexander.

—Gracias —dijo De Coubertin, sin dedicar a los documentos ni una mirada superficial—. Sir Nicholas, ¿puedo preguntarle si se halla en posesión de la llave que su abuelo le dio?

—Sí —contestó Danny. Desabrochó la cadena que llevaba al cuello y le dio la llave a De Coubertin, que la estudió un momento antes de devolvérsela a Danny. Entonces, se levantó.

—Hagan el favor de seguirme, caballeros —dijo.

—No diga ni una palabra —susurró Munro mientras seguían al presidente—: No cabe duda de que está obedeciendo las instrucciones de su abuelo.

Siguieron un largo pasillo, pasando ante más óleos de socios del banco, hasta llegar a un pequeño ascensor. Cuando las puertas se abrieron, De Coubertin se apartó para dejar pasar a sus invitados luego entró y pulsó un botón con el número 2. No habló hasta que las puertas se abrieron de nuevo.

—Hagan el favor de seguirme, caballeros —repitió cuando hubo salido.

El suave azul Wedgwood de las paredes de la sala de juntas fue sustituido por un ocre mate, cuando recorrieron un pasillo de ladrillo que no exhibía cuadros de antiguos directivos del banco. Al final del pasillo había una puerta de acero con barrotes que trajo recuerdos desagradables a Danny. Un guardia abrió la puerta en cuanto vio al presidente. Después, acompañó a los tres hasta que se detuvieron ante una enorme puerta de acero con dos cerraduras. De Coubertin sacó una llave del bolsillo, la introdujo en la cerradura de arriba y la giró poco a poco. Cabeceó en dirección a Danny, que introdujo su llave en la cerradura de abajo y también la giró. El guardia abrió la pesada puerta de acero.

En el suelo, nada más pasar la puerta, habían pintado una franja amarilla de cinco centímetros de ancho. Danny la cruzó y entró en una pequeña habitación cuadrada, cuyas paredes estaban cubiertas desde el suelo hasta el techo de estanterías, atestadas de gruesos libros encuadernados en piel. En cada estantería había tarjetas impresas, que indicaban los años desde 1840 a 1992.

—Acompáñenme, por favor —dijo Danny, mientras bajaba uno de los volúmenes de la estantería de arriba y empezaba a pasar las páginas.

Munro entró, pero De Coubertin no le imitó.

—Mis disculpas —dijo—, pero no se me permite cruzar la raya amarilla. Es una de las numerosas normas del banco. Quizá serían tan amables de informar al guardia cuando deseen marcharse, y después reunirse conmigo en la sala de juntas.

Danny y Munro dedicaron la siguiente media hora a pasar páginas de un álbum tras otro; empezaban a comprender por qué Gene Hunsacker había volado desde Texas a Ginebra.

—No acabo de entenderlo —dijo Munro, mientras miraba una hoja sin perforar de sellos negros de cuarenta y ocho peniques.

—Lo entenderá cuando haya echado un vistazo a esto —dictaminó Danny, y le pasó el único volumen encuadernado en piel de toda la colección que carecía de fecha.

Munro pasó las páginas poco a poco, y volvió a encontrarse con la pulcra caligrafía que tan bien recordaba: columna tras columna con la lista de cuándo, dónde y a quién había comprado sir Alexander cada nueva adquisición, y el precio pagado. Devolvió el meticuloso registro de toda una vida de coleccionismo a Danny.

—Tendrá que estudiar cada anotación con mucho detenimiento antes de que vuelva a encontrarse con el señor Hunsacker —le aconsejó.

A las tres de la tarde, acompañaron a los señores Moncrieff a la sala de juntas, donde el barón de Coubertin estaba sentado a la cabecera de la mesa, con tres colegas a cada lado. Los siete hombres se levantaron de sus sillas cuando los Moncrieff entraron en la sala, y no volvieron a sentarse hasta que la señora Moncrieff hubo tomado asiento.

—Gracias por dejarnos inspeccionar el testamento de su fallecido padre —dijo De Coubertin—, así como la carta adjunta. —Hugo sonrió—. Sin embargo, debemos informarle de que, según la valiosa opinión de uno de nuestros expertos, el testamento no es válido.

—¿Está insinuando que es una falsificación? —preguntó Hugo, al tiempo que se levantaba encolerizado.

—No estamos insinuando ni por un momento, señor Moncrieff, que usted lo supiera. No obstante, hemos decidido que estos documentos no resisten el escrutinio exigido por este banco.

Pasó el testamento y la carta al otro lado de la mesa.

—Pero… —empezó Hugo.

—¿Puede decirnos concretamente qué les ha impulsado a rechazar la reclamación de mi marido? —preguntó Margaret sin alzar la voz.

—No, señora.

—En ese caso, no dude de que hoy mismo recibirán noticias de nuestros abogados —anunció Margaret, mientras recogía los documentos, los devolvía al maletín de su marido y se levantaba para salir.

Los siete miembros de la junta se pusieron en pie cuando la secretaria del presidente acompañó a los señores Moncrieff hasta la puerta.