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La puerta de la celda se abrió y un guardia entregó a Danny una bandeja de plástico con varios compartimientos pequeños llenos de comida de plástico, que fue picoteando mientras esperaba a que empezara la sesión de tarde.

Alex Redmayne se saltó la comida para poder repasar sus notas. ¿Había subestimado la cantidad de tiempo de que había dispuesto Craig antes de que el oficial Fuller entrara en el bar?

El juez Sackville comió con una docena de jueces, que no se quitaron la peluca ni hablaron de sus casos, mientras daban cuenta de un menú compuesto por carne y verduras.

El señor Pearson comió solo en la cantina, situada en el último piso. Opinaba que su distinguido colega había cometido un grave error cuando interrogó a Craig acerca de la sincronización, pero no era tarea suya señalarlo. Empujó un guisante de un lado a otro del plato mientras meditaba sobre las repercusiones de ello.

En cuanto dieron las dos, se reanudó el ritual. El juez Sackville entró en la sala y dedicó al jurado una fugaz sonrisa antes de ocupar su sitio. Miró a ambos letrados.

—Buenas tardes, caballeros —saludó—. Señor Pearson, puede llamar a su siguiente testigo.

—Gracias, señoría —dijo Pearson, y se levantó de su asiento—. Llamo al señor Gerald Payne.

Danny vio entrar en la sala a un hombre que al principio no reconoció. Debía de medir alrededor de metro setenta y dos, estaba prematuramente calvo, y su traje beige a medida no lograba disimular que había adelgazado unos seis kilos desde la última vez que Danny lo había visto. El ujier le guió hasta el estrado, le entregó un ejemplar de la Biblia y prestó el juramento. Aunque Payne leyó la tarjeta, exhibió la misma confianza en sí mismo que Spencer Craig había mostrado por la mañana.

—¿Es usted Gerald Payne, y reside en el sesenta y dos de Wellington Mews, Londres W2?

—Exacto —contestó Payne con voz firme.

—¿Cuál es su profesión?

—Soy asesor de administración de fincas.

Redmayne escribió las palabras «agente inmobiliario» al lado del nombre de Payne.

—¿Para qué empresa trabaja? —preguntó Pearson.

—Soy socio de Baker, Tremlett y Smythe.

—Es usted muy joven para ser socio de una firma tan prestigiosa —observó Pearson en tono inocente.

—Soy el socio más joven en la historia de la firma —replicó Payne, en una frase que había ensayado a fondo.

Redmayne se dio cuenta de que alguien había preparado a Payne antes de que subiera al estrado de los testigos. Sabía que, por motivos éticos, no podía ser Pearson, de modo que solo quedaba un candidato posible.

—Felicidades —dijo Pearson.

—Prosiga, señor Pearson —instó el juez.

—Le ruego me disculpe, señoría. Solo intentaba establecer la credibilidad de este testigo ante el jurado.

—Pues ya lo ha conseguido —replicó con brusquedad el juez Sackville—. Prosiga.

Con paciencia, Pearson guió a Payne a través de los acontecimientos de la noche en cuestión. Sí, confirmó, Craig, Mortimer y Davenport habían estado presentes en el Dunlop Arms aquella noche. No, no había salido al callejón cuando oyó el grito. Sí, se habían ido a casa siguiendo el consejo de Spencer Craig. No, no había visto al acusado en toda su vida.

—Gracias, señor Payne —concluyó Pearson—. No se mueva, por favor.

Redmayne se levantó lentamente de su asiento, y se demoró ordenando unos papeles antes de formular la primera pregunta, un truco que su padre le había enseñado cuando habían llevado a cabo simulacros de juicios. «Si decides empezar con una pregunta sorpresa, hijo mío —decía con frecuencia su padre—, deja que el testigo se impaciente». Esperó hasta que el juez, el jurado y Pearson le miraron. Tan solo fueron unos segundos, pero sabía que sería como una vida entera para quien estuviera en el estrado.

—Señor Payne —dijo Redmayne por fin, y miró al testigo—, cuando estudiaba en Cambridge, ¿era miembro de una sociedad conocida como los Mosqueteros?

—Sí —contestó Payne, con expresión perpleja.

—¿Y el lema de la sociedad era «uno para todos y todos para uno»? Pearson se puso en pie incluso antes de que Payne pudiera contestar.

—Señoría, no entiendo por qué haber pertenecido a una sociedad universitaria puede estar relacionado con los acontecimientos del 18 de septiembre del año pasado.

—Me inclino a darle la razón, señor Pearson —contestó el juez—, pero sin duda el letrado Redmayne nos va a iluminar al respecto.

—En efecto, señoría —replicó Redmayne, sin dejar de mirar ni un solo momento a Payne—. ¿El lema de los Mosqueteros era «uno para todos y todos para uno»? —repitió.

—Sí —contestó Payne, en tono algo tenso.

—¿Qué más tenían en común los miembros de esa sociedad? —preguntó Redmayne.

—La afición por Dumas, la justicia y una buena botella de vino.

—¿O quizá varias buenas botellas de vino? —insinuó Redmayne, al tiempo que extraía un cuadernillo de color azul claro de la pila de papeles que tenía delante. Empezó a pasar las páginas poco a poco—. ¿Una de las normas de la sociedad era que, si un miembro se encontraba en peligro, los demás tenían el deber de acudir en su ayuda?

—Sí —contestó Payne—. Siempre he considerado que la lealtad es el valor por el que hay que juzgar a cualquier hombre.

—¿De veras? —preguntó Redmayne—. ¿No sería por casualidad el señor Spencer Craig miembro de los Mosqueteros?

—Lo era —admitió Payne—. De hecho, fue presidente en su momento.

—¿Y usted y los demás miembros acudieron en su ayuda la noche del 18 de septiembre del año pasado?

—Señoría —dijo Pearson, al tiempo que se ponía en pie de un brinco—, esto es intolerable.

—Lo que es intolerable, señoría —replicó Redmayne—, es que cada vez que uno de los testigos del señor Pearson parece necesitar ayuda, él se apresure a brindársela. ¿No será también miembro de los Mosqueteros?

Varios miembros del jurado sonrieron.

—Señor Redmayne —recriminó el juez sin levantar la voz—, ¿está insinuando que el testigo está cometiendo perjurio solo porque fue miembro de una sociedad cuando iba a la universidad?

—Si la alternativa fuera la cadena perpetua para su amigo más íntimo, sí, señoría, creo que tal vez pueda habérsele pasado por la cabeza.

—Esto es intolerable —repitió Pearson, todavía en pie.

—No tan intolerable como enviar a un hombre a la cárcel el resto de su vida por un asesinato que no cometió —dijo Redmayne.

—No cabe duda, señoría —ironizó Pearson—, de que estamos a punto de descubrir que el camarero también era miembro de los Mosqueteros.

—No —contestó Redmayne—, pero sostendremos que el camarero fue la única persona que se hallaba en el Dunlop Arms aquella noche que no salió a la callejuela.

—Creo que ya ha dejado claras sus intenciones —dijo el juez—. Tal vez sea el momento de que proceda a formular la siguiente pregunta.

—No hay más preguntas, señoría —concluyó Redmayne.

—¿Desea volver a interrogar a este testigo, señor Pearson?

—Sí, señoría —dijo Pearson—. Señor Payne, ¿puede confirmar, para esclarecer cualquier duda del jurado, que usted no siguió al señor Craig al callejón después de oír el grito de la mujer?

—Sí —dijo Payne—. No estaba en condiciones de hacerlo.

—Así es. No hay más preguntas, señoría.

—Puede abandonar la sala, señor Payne —dijo el juez.

Alex Redmayne observó que Payne salía del tribunal no tan seguro de sí mismo como cuando había entrado dándose aires.

—¿Desea llamar a su siguiente testigo, señor Pearson? —preguntó el juez.

—Tenía la intención de llamar al señor Davenport, señoría, pero tal vez considere usted oportuno proseguir el interrogatorio mañana por la mañana.

El juez no reparó en que casi todas las mujeres de la sala parecían desear que llamara a Lawrence Davenport sin más dilación. Consultó su reloj, vacilante.

—Tal vez sería mejor que llamáramos al señor Davenport mañana por la mañana a primera hora —dijo por fin.

—Como desee su señoría —acató Pearson, complacido con el efecto que la aparición de su siguiente testigo había obrado ya en las cinco mujeres del jurado. Solo confiaba en que el joven Redmayne fuera lo bastante imprudente para atacar a Davenport como había hecho con Gerald Payne.