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Danny se encontró con Gerald Payne delante de la entrada de St. Stephen del palacio de Westminster. Era su primera visita a la Cámara de los Comunes, y había planeado que fuera la última de Payne.

—Tengo dos invitaciones para la zona del público —anunció Payne en voz alta al policía que custodiaba la entrada.

De todos modos, tardaron un buen rato en pasar el control de seguridad. En cuanto vaciaron los bolsillos y atravesaron el detector de metales, Payne guió a Danny por un largo pasillo de mármol hasta el vestíbulo central.

—Esos no tienen invitaciones —explicó Payne mientras pasaban ante una hilera de visitantes sentados en bancos verdes, que esperaban con paciencia a ser admitidos en aquel lugar—. No entrarán hasta avanzada la tarde, si lo consiguen.

Danny estudió el ambiente del vestíbulo central, mientras Payne se presentaba ante el policía de recepción y le enseñaba las invitaciones. Los diputados estaban charlando con electores que estaban de visita, los turistas contemplaban el trabajado techo de mosaico, y otros, para quienes el entorno ya era familiar, cruzaban con determinación el vestíbulo, camino de sus quehaceres.

Payne solo parecía interesado en una cosa: conseguir un buen asiento antes de que la ministra se levantara para hacer su declaración. Danny también quería gozar de la mejor vista posible.

El policía indicó el pasillo de su derecha. Payne se fue en aquella dirección, y Danny tuvo que correr para alcanzarlo. Payne recorrió el pasillo alfombrado de verde y subió un tramo de escaleras hasta el primer piso, como si ya fuera un diputado. Un ujier les recibió en lo alto de la escalera, examinó sus invitaciones y les acompañó hasta la Strangers Gallery[15]. Lo primero que sorprendió a Danny fue lo pequeño que era aquel lugar, y los pocos asientos disponibles para los visitantes, lo cual explicaba el número de personas que esperaban en la planta baja. El ujier les encontró dos asientos en la cuarta fila y les entregó a ambos un orden del día. Danny se inclinó hacia delante y miró la cámara, sorprendido de ver a tan pocos diputados presentes, pese a que era mediodía. Estaba claro que los diputados no estaban demasiado interesados por el emplazamiento del velódromo olímpico, aunque el futuro de algunas personas dependía de la decisión de la ministra. Una de ellas estaba sentada al lado de Danny.

—La mayoría son diputados de Londres —susurró Payne mientras buscaba la página que le interesaba en el orden del día. Su mano temblaba cuando llamó la atención de Danny hacia la parte superior de la página: 12.30, declaración de la ministra de Deportes.

Danny intentó seguir lo que estaba sucediendo en la cámara. Payne le explicó que ese día se dedicaba a las preguntas para el ministro de Sanidad, pero que concluían a las doce y media. Danny disfrutaba viendo lo impaciente que estaba Payne por cambiar el asiento del público por los bancos verdes de abajo.

A medida que el reloj que había sobre la silla del presidente de la cámara iba acercándose a las doce y media, Payne empezó a manosear el orden del día, y su pierna derecha se disparó. Danny conservó la calma, pues él ya sabía qué iba a decir la ministra a la cámara.

Cuando el presidente se levantó a las doce y media y anunció: «Declaración de la ministra de Deportes», Payne se inclinó hacia delante para ver mejor a la ministra, que se levantó del primer banco y dejó una carpeta roja sobre la tribuna.

—Señor presidente, con su permiso haré una declaración relativa al lugar que he seleccionado para el edificio del futuro velódromo olímpico. Los diputados recordarán que informé a esta cámara a principios de mes de que había preseleccionado dos emplazamientos, pero que no tomaría la decisión definitiva hasta que hubiera recibido informes detallados de los peritos sobre ambos solares. —Danny miró de soslayo a Payne. Una gota de sudor había aparecido en su frente. Danny procuró componer también una expresión preocupada—. Dichos informes fueron entregados ayer en mi oficina, y también se enviaron copias al Comité Olímpico de Organización, a los dos honorables diputados en cuyas circunscripciones se hallan los solares y al presidente de la Federación Británica de Ciclismo. Los diputados podrán obtener copias en la Oficina de Pedidos en cuanto haya concluido esta declaración.

»Tras haber leído los dos informes, todas las partes interesadas se han mostrado de acuerdo en que solo un solar es el adecuado para este proyecto tan importante. —Una fugaz sonrisa apareció en los labios de Payne—. El informe del perito reveló que, desgraciadamente, uno de los solares está infestado de una planta nociva e invasiva conocida como Fallopia japónica —risas—. Supongo que los señores diputados, al igual que yo, no se habían encontrado antes con este problema, de modo que dedicaré un momento a explicar sus consecuencias. La Fallopia japónica es una planta extraordinariamente destructiva y agresiva que, en cuanto arraiga, se propaga con rapidez e impide que en el terreno en el que crece pueda llevarse a cabo un proyecto urbanístico. Antes de tomar mi decisión definitiva, pregunté si existía una solución fácil a ese problema. Los expertos en la especialidad me aseguraron que la Fallopia japónica puede erradicarse mediante un tratamiento químico. —Payne alzó la vista, con un brillo de esperanza en la mirada—. Sin embargo, experiencias anteriores han demostrado que los primeros intentos no siempre son efectivos. El tiempo estimado que los ayuntamientos de Birmingham, Liverpool y Dundee tardaron en eliminar la hierba de sus terrenos y declararlos aptos para la urbanización fue de más de un año.

»Los señores diputados se darán cuenta de que sería una irresponsabilidad por parte de mi departamento correr el riesgo de esperar otros doce meses, o quizá más, antes de poder iniciar las obras en el solar infestado. No me ha quedado otra elección que seleccionar el excelente lugar alternativo para este proyecto. —La piel de Payne se tiñó del color de la tiza cuando oyó la palabra “alternativo”—. Por consiguiente, estoy en condiciones de anunciar que mi departamento, con el respaldo del Comité Olímpico Británico y la Federación Británica de Ciclismo, ha seleccionado el solar de Stratford South para construir el nuevo velódromo.

La ministra volvió a sentarse y esperó las preguntas de los miembros de la cámara. Danny miró a Payne, quien había apoyado la cabeza sobre las manos.

Un ujier bajó corriendo la escalera.

—¿Su amigo se encuentra mal? —preguntó con expresión preocupada.

—Me temo que sí —dijo Danny, con expresión muy poco preocupada—. ¿Podemos llevarle a un lavabo? Creo que va a vomitar.

Danny tomó a Payne del brazo y le ayudó a ponerse en pie, mientras el ujier les guiaba escaleras arriba hasta salir de allí. Se adelantó corriendo y abrió la puerta, para dejar que Payne entrara tambaleante en el cuarto de baño. Payne empezó a vomitar mucho antes de llegar a la pila.

Aflojó la corbata y se desabrochó el primer botón de la camisa, y después vomitó otra vez. Cuando inclinó la cabeza y se aferró al costado de la pila, con la respiración alterada, Danny le ayudó a quitarse la chaqueta. Extrajo con destreza el móvil de Payne del bolsillo interior de la chaqueta y pulsó un botón; se desplegó una larga lista de nombres. Fue bajando hasta llegar a «Lawrence». Mientras Payne hundía la cabeza en la pila por tercera vez, Danny consultó su reloj. Davenport estaría preparando su prueba, echando una última mirada al guión antes de ir a maquillarse. Empezó | teclear un mensaje de texto, mientras Payne caía de rodillas, sollozando, justo como había hecho Beth cuando vio morir a su hermano. «Ministra no seleccionó nuestro solar. Lo siento. Pensé que querrías saberlo». Sonrió cuando pulsó el botón «enviar», antes de regresar a la lista de contactos. Bajó hasta llegar al nombre de «Spencer».

Spencer Craig se miró en el espejo de cuerpo entero. Había comprado una camisa y una corbata de seda nuevas especialmente para la ocasión. También había alquilado un coche para que le recogiera en el despacho a las once y media. No quería llegar con retraso a su cita con el Lord Canciller. Todo el mundo parecía estar enterado, pues continuamente recibía sonrisas y murmullos de felicitación, desde el jefe de la firma hasta la señora que les llevaba el té.

Craig estaba solo en su despacho, fingiendo leer un expediente que había aterrizado sobre su escritorio aquella mañana. Últimamente llegaban muchos expedientes. Esperó impaciente a que el reloj diera las once y media, para poder acudir a su cita de las doce.

—Primero, te ofrecerá una copa de jerez seco —le había dicho un socio mayoritario—. Después, charlará unos minutos acerca de la pésima situación del criquet inglés, de la cual culpa a la lamentable costumbre de insultar al contrario, y después, de repente, sin previa advertencia, te dirá en la más estricta confianza que recomendará a Su Majestad (en este momento se pone muy ampuloso) que tu nombre sea incluido en la siguiente lista de abogados ascendidos al rango superior y seas nombrado QC. A continuación, seguirá soltándote el rollo durante varios minutos acerca de las abrumadoras responsabilidades que tal nombramiento deposita sobre los hombros del recién nombrado, y bla bla bla…

Craig sonrió. Había sido un buen año, y tenía la intención de celebrarlo por todo lo alto. Abrió un cajón, sacó su talonario y extendió un cheque por doscientas mil libras a nombre de Baker, Tremlett y Smythe. Era el cheque más cuantioso que había extendido en su vida, y ya había solicitado a su banco un crédito al descubierto a corto plazo. Claro que nunca había visto a Gerald tan confiado. Se reclinó en su silla y saboreó el momento, mientras pensaba en qué gastaría los beneficios: un Porsche nuevo, unos cuantos días en Venecia.

Incluso podía tentar a Sarah con un viaje en el Orient Express.

El teléfono de su escritorio sonó.

—Su chófer ha llegado, señor Craig.

—Dígale que ya bajo.

Introdujo el cheque en un sobre, dirigido a Gerald Payne, en Baker, Tremlett y Smythe, lo dejó sobre la mesa y bajó. Llegaría con unos minutos de anticipación, pero no quería que el Lord Canciller esperara. No dirigió la palabra al chófer durante el breve trayecto por el Strand, ni mientras seguían Whitehall hasta llegar a Parliament Square. El coche se detuvo ante la entrada de la Cámara de los Lores. Un funcionario de la entrada consultó su nombre en una tablilla e indicó al coche que pasara. El conductor giró a la izquierda, pasó bajo una arcada gótica y se detuvo ante la oficina del Lord Canciller.

Craig siguió sentado y esperó a que el chófer le abriera la puerta, saboreando cada momento. Atravesó el pasaje abovedado y fue recibido por un empleado que portaba otra tablilla. Comprobó una vez más su nombre y le acompañó con parsimonia por una escalera alfombrada de rojo hasta el despacho del Lord Canciller. El mensajero llamó a la puerta de roble.

—Adelante —dijo una voz.

El funcionario abrió la puerta y se apartó para dejar pasar a Craig. Una joven estaba sentada a un escritorio, al fondo de la habitación. Levantó la vista y sonrió.

—¿Señor Craig?

—Sí —contestó él.

—Llega un poco temprano, pero veré si el Lord Canciller está libre.

Craig estuvo a punto de decirle que no le importaba esperar, pero la mujer ya había descolgado el teléfono.

—Ha llegado el señor Craig, Lord Canciller.

—Dígale que entre, por favor —dijo una voz estentórea. La secretaria se levantó, cruzó la habitación, abrió otra pesada puerta de roble y acompañó al señor Craig hasta el despacho del Lord Canciller.

Craig sintió que le sudaban las palmas de las manos cuando entró en la magnífica sala chapada en roble que daba al Támesis. En cada pared se veían retratos de anteriores titulares del cargo, y el papel pintado Pugin[16] rojo y dorado disipó todas sus dudas acerca de que estaba en presencia del máximo representante de la ley en el país.

—Haga el favor de sentarse, señor Craig —dijo el Lord Canciller, al tiempo que abría una gruesa carpeta roja que descansaba sobre el centro de su escritorio.

No mencionó ninguna copa de jerez seco mientras examinaba algunos papeles. Craig contempló al anciano, de frente despejada y cejas grises pobladas, que había sido la alegría de muchos caricaturistas. El Lord Canciller alzó poco a poco la cabeza y miró a su visitante.

—Señor Craig, he pensado que dadas las circunstancias, debía hablar en privado con usted antes de que se enterara de los detalles por la prensa.

Ninguna mención al criquet inglés.

—Hemos recibido una solicitud de perdón real en el caso de Daniel Arthur Cartwright —continuó en tono seco y monótono. Hizo una pausa para que Craig asimilara las implicaciones de lo que iba a añadir—. Tres magistrados del Tribunal Supremo, bajo la dirección de lord Beloff, me han aconsejado que revise todas las pruebas, y su recomendación unánime consiste en que aconseje a Su Majestad que permita una revisión judicial a fondo del caso. —Hizo una nueva pausa, pues estaba claro que no deseaba apresurarse—. Como usted fue testigo de cargo en el primer juicio, pensé que debía advertirle de que sus señorías desean que comparezca ante ellos, junto con… —bajó la vista y consultó la carpeta— el señor Gerald Payne y el señor Lawrence Davenport, con el fin de interrogarles a los tres en relación con su testimonio en la primera vista.

Antes de que pudiera continuar, Craig intervino:

—Pero yo creía que, antes de que sus señorías pensaran incluso en revocar una apelación, era necesario que se presentaran nuevas pruebas a su consideración.

—Se han presentado nuevas pruebas.

—¿La cinta?

—El informe de lord Beloff no menciona ninguna cinta. Sin embargo, uno de los compañeros de celda de Cartwright… —una vez más, el Lord Canciller consultó la carpeta— el señor Albert Crann, afirma que estuvo presente cuando el señor Toby Mortimer, a quien usted conocía, según creo, declaró que había sido testigo del asesinato del señor Bernard Wilson.

—Pero eso no son más que rumores, procedentes de labios de un criminal convicto y confeso. No tendría validez en ningún tribunal del país.

—En circunstancias normales, estaría de acuerdo con usted, señor Craig, y habría desechado la solicitud, de no ser por una prueba nueva presentada a sus señorías.

—¿Una prueba nueva? —repitió Craig, que de repente sintió un nudo en el estómago.

—Sí —dijo el Lord Canciller—. Por lo visto, Cartwright compartía la celda no solo con Albert Crann, sino con otro preso que llevaba un diario, en el que apuntaba meticulosamente todo lo que veía en la cárcel, incluidas copias literales de las conversaciones en las que participaba.

—Por tanto, la única fuente de estas acusaciones es un diario que un criminal convicto y confeso afirma que escribió mientras estaba en la cárcel.

—Nadie le está acusando de nada, señor Craig —dijo sin alzar la voz el Lord Canciller—. No obstante, es mi intención invitarle a comparecer ante sus señorías. Se le concederán todas las oportunidades de defender su versión del caso, por supuesto.

—¿Quién es ese hombre? —preguntó Craig.

El Lord Canciller pasó una página de su carpeta y leyó dos veces el nombre, antes de levantar la vista.

Sir Nicholas Moncrieff —dijo.