39
Danny despertó y descubrió que estaba totalmente vestido; por la pantalla desfilaban los créditos finales de una película en blanco y negro, protagonizada por alguien llamado Jack Hawkins. Apagó el televisor, se desvistió y decidió darse una ducha antes de acostarse.
Entró en la ducha, la cual lanzó un potente chorro de agua caliente que no se apagaba cada pocos segundos. Se lavó con una pastilla de jabón del tamaño de un panecillo, y se secó con una toalla grande y mullida. Se sentía limpio por primera vez desde hacía años.
Se metió en la cama, que tenía un colchón grueso y cómodo, sábanas limpias y más de una manta, y apoyó la cabeza sobre una almohada de plumas. Se sumió en un sueño profundo. Despertó. La cama era demasiado cómoda. Incluso cambiaba de forma cuando se movía. Tiró una de las mantas al suelo. Se dio la vuelta y volvió a quedarse dormido. Despertó. La almohada era demasiado blanda, de modo que fue a hacer compañía a la manta en el suelo. Cayó dormido de nuevo, pero cuando salió el sol, acompañado por una algarabía de trinos de pájaros irreconocibles, despertó una vez más. Paseó la vista a su alrededor, esperando ver al señor Pascoe en la puerta, pero esta puerta era diferente: de madera, no de acero, y tenía un pomo en el interior que podía abrir cuando le diera la gana.
Danny saltó de la cama y se encaminó hacia el cuarto de baño (una habitación separada) pisando la suave alfombra, para darse otra ducha. Esta vez se lavó el pelo, y se afeitó con la ayuda de un espejo circular que aumentaba su imagen.
Alguien llamó con educación a la puerta, que siguió cerrada, en lugar de abrirse de un empujón. Danny se puso un albornoz del hotel y abrió la puerta. Vio al portero, que sostenía un paquete.
—Su ropa, señor.
—Gracias —dijo Danny.
—El desayuno se sirve hasta las diez de la mañana en el comedor.
Danny se puso una camisa limpia y una corbata a rayas, y después se probó el traje recién planchado. Se miró en el espejo. Nadie dudaría de que él era sir Nicholas Moncrieff. Nunca más usaría la misma camisa seis días seguidos, los mismos vaqueros durante un mes, los mismos zapatos todo un año… suponiendo que el señor Munro fuera capaz de solucionar sus problemas económicos. Suponiendo que el señor Munro…
Danny miró en la cartera que el día anterior le había parecido tan abultada. Maldijo. No quedaría gran cosa una vez hubiera pagado la factura del hotel. Abrió la puerta, pero en cuanto la cerró se dio cuenta de que se había dejado la llave dentro. Tendría que pedirle a Pascoe que le abriera la puerta. ¿Acabaría dando parte de él? Juró de nuevo. Maldita sea. Un juramento de Nick. Fue en busca del comedor.
Una mesa grande en el centro de la sala rebosaba de cereales y zumos, y el calientaplatos ofrecía gachas, huevos, beicon, morcillas, incluso arenques ahumados. Acompañaron a Danny a una mesa junto a la ventana y le ofrecieron el periódico de la mañana, el Scotsman. Buscó las páginas de economía y descubrió que el Royal Bank of Scodand estaba expandiendo su cartera de propiedades. Mientras estaba en la cárcel, Danny había seguido con admiración la absorción del NatWest Bank por el RBS, un barbo comiéndose una ballena, y sin eructar siquiera.
Paseó la vista a su alrededor, temeroso de repente de que el personal estuviera comentando que no tenía acento escocés. Pero Big Al le había dicho en una ocasión que los oficiales nunca tienen. Nick no lo tenía, desde luego. Dejaron delante de él un par de arenques ahumados. Su padre lo habría considerado un plato delicioso. Era la primera vez que pensaba en su padre desde que le habían puesto en libertad.
—¿Le apetece algo más, señor?
—No, gracias —dijo Danny—. ¿Sería tan amable de prepararme la cuenta?
—Por supuesto, señor —fue la respuesta inmediata.
Estaba a punto de abandonar el comedor, cuando recordó que no tenía ni idea de dónde estaba el despacho del señor Munro. Según su tarjeta, se encontraba en Argyll Street, 12, pero no podía preguntar a la recepcionista cómo ir, porque todo el mundo creía que se había criado en Dunbroath. Danny pidió otra llave en recepción y volvió a su habitación. Eran las nueve y media. Aún le quedaba media hora para averiguar dónde estaba Argyll Street.
Alguien llamó a la puerta. Aún pasaría un tiempo antes de que no pegara un bote, se quedara inmóvil al pie de la cama y esperara a que la puerta se abriera.
—¿Puedo bajar su equipaje, señor? —preguntó el portero—. ¿Necesitará un taxi?
—No, solo voy a Argyll Street —probó Danny.
—En ese caso, dejaré su maleta en recepción, y ya la recogerá más tarde.
—¿Hay alguna farmacia camino de Argyll Street? —preguntó Danny.
—No, cerró hace un par de años. ¿Qué necesita?
—Unas hojas de afeitar y crema.
—Podrá comprar eso en Leith’s, unas puertas más allá de donde estaba Johnson’s.
—Muchas gracias —dijo Danny, y se despidió de otra libra, sin tener ni idea de dónde estaba Johnson’s.
Danny consultó el reloj de Nick: las nueve y treinta y seis minutos. Bajó a toda prisa y se dirigió hacia recepción, donde probó otro truco.
—¿Tiene un ejemplar de The Times?
—No, sir Nicholas, pero podríamos ir a comprarlo.
—No se preocupe. Me irá bien un poco de ejercicio.
—En Menzies lo reciben —dijo la recepcionista—. Gire a la izquierda cuando salga del hotel, y a unos cien metros… —La mujer hizo una pausa—. Pero usted ya sabe dónde está Menzies, por supuesto.
Danny salió del hotel, giró a la izquierda y pronto divisó el letrero de Menzies. Entró. Nadie le reconoció. Compró un ejemplar de The Times, y la chica del mostrador, para su alivio, no le llamó «señor» ni «sir Nicholas».
—¿Queda lejos Argyll Street? —le preguntó.
—A unos doscientos metros. Gire a la derecha al salir de la tienda, deje atrás el Moncrieff Arms…
Danny pasó a toda prisa por delante del hotel, echando un vistazo en cada cruce, hasta que vio por fin el nombre «Argyll Street» tallado en letras grandes en una losa de piedra que se alzaba por encima de su cabeza. Consultó su reloj cuando dobló por la calle: las nueve y cincuenta y cuatro minutos. Aún le quedaban unos minutos, pero no podía permitirse el lujo de llegar tarde. Nick siempre era puntual. Recordó una de las frases preferidas de Big Al: «Los ejércitos que llegan tarde pierden las batallas. Pregúntaselo a Napoleón».
Mientras pasaba ante los números 2, 4, 6, 8, aminoró el paso cada vez más. Pasó de largo el número 10 y se detuvo ante el 12. Una placa de latón en la pared, que relucía como si le hubieran sacado brillo aquella misma mañana, y las diez mil mañanas anteriores, exhibía el rótulo desvaído de Munro, Munro y Carmichael.
Danny respiró hondo, abrió la puerta y entró. La chica del mostrador de recepción levantó la vista. Confió en que no oyera los latidos de su corazón. Estaba a punto de decir su nombre, cuando la joven habló.
—Buenos días, sir Nicholas. El señor Munro le está esperando. —Se levantó del asiento—. Sígame, por favor —dijo. Danny había superado la primera prueba, pero aún no había abierto la boca.
—Tras la muerte de su pareja —informó la agente que atendía el mostrador—, estoy autorizada a entregarle todos los efectos personales del señor Cartwright, pero antes tengo que ver algún tipo de identificación.
Beth abrió el bolso y sacó el permiso de conducir.
—Gracias —dijo la agente, que consultó los detalles con detenimiento antes de devolvérselo—. Si le leo la descripción de cada una de las pertenencias, señorita Wilson, tal vez sería tan amable de identificarlas. —La agente abrió una caja de cartón grande y extrajo un par de vaqueros de marca—. Un par de vaqueros, azul claro —dijo.
Cuando Beth vio el desgarrón de la pernera producido por el cuchillo, estalló en lágrimas. La agente esperó a que se hubiera serenado antes de continuar:
—Una camiseta del West Ham. Un cinturón de cuero, marrón. Un anillo de oro. Un par de calcetines, grises. Un par de calzoncillos, rojos. Un par de zapatos, negros. Una cartera que contiene treinta y cinco libras y la tarjeta de socio del Bow Street Boxing Club. Si fuera tan amable de firmar aquí, señorita Wilson —concluyó, y señaló con el dedo una línea de puntos.
En cuanto Beth hubo firmado, guardó todas las posesiones de Nick en la caja.
—Gracias —dijo.
Al volverse para marchar, se topó con otro guardia de la cárcel.
—Buenas tardes, señorita Wilson —saludó—. Mi nombre es Ray Pascoe.
Beth sonrió.
—A Danny le caía bien —reconoció.
—Y yo le admiraba —dijo Pascoe—, pero no he venido por eso. Permítame que le lleve esto —dijo. Cogió la caja y empezaron a caminar por el pasillo—. Quería saber si aún desea lograr la anulación del veredicto de la apelación.
—¿De que serviría, ahora que Danny ha muerto? —preguntó Beth.
—¿Adoptaría esa misma actitud si aún estuviera vivo? —preguntó Pascoe.
—Por supuesto que no —replicó Beth—. Seguiría luchando para demostrar su inocencia hasta el fin de mis días. Cuando llegaron a las puertas principales, Pascoe le devolvió la caja.
—Tengo la sensación de que a Danny le gustaría que su nombre quedara limpio.