16

Alex volvió a la sala y se sentó en su sitio a las diez menos cinco de la mañana siguiente. Pearson le saludó con una sonrisa cordial. ¿Le habría perdonado el vejete su emboscada, o solo confiaba en el desenlace? Mientras esperaban a que el jurado regresara, hablaron de rosas, de criquet, incluso de quién iba a ser el candidato más probable a la alcaldía de Londres, pero en ningún momento se refirieron al juicio que había ocupado todo su tiempo durante las dos últimas semanas.

Los minutos se transformaron en horas. Como no parecía probable que el jurado regresara antes de la una, el juez permitió que todo el mundo saliera una hora para comer. Mientras Pearson iba a la cantina de la última planta, Alex dedicó el rato a pasear de un lado a otro del pasillo de la sala número cuatro. Los jurados de un caso de asesinato suelen tardar un mínimo de cuatro horas en alcanzar un veredicto, le había dicho su padre por teléfono aquella mañana, por temor a que se insinuara que no se habían tomado su responsabilidad en serio.

A las cuatro y ocho minutos, el jurado regresó a su sitio, y Alex observó que sus rostros ya no eran inexpresivos, sino que transmitían perplejidad. El juez Sackville no tuvo otro remedio que enviarles a dormir a casa por segunda noche consecutiva.

A la mañana siguiente, Alex solo había paseado arriba y abajo de los pasillos de mármol durante una hora, cuando un ujier salió de la sala.

—El jurado vuelve a la sala número cuatro —gritó.

Una vez más, el portavoz leyó una declaración preparada.

—Señoría —empezó, sin levantar ni un momento los ojos de la hoja de papel, que temblaba levemente en su mano—, pese a las muchas horas de deliberaciones, hemos sido incapaces de llegar a una decisión unánime, y deseamos que nos asesore sobre cómo proceder.

—Comprendo su problema —contestó el juez—, pero debo pedirles que intenten una vez más llegar a una decisión unánime. Me resisto a convocar un nuevo juicio, y a que el tribunal repita el mismo procedimiento por segunda vez.

Alex inclinó la cabeza. Habría aceptado un nuevo juicio. Si le concedían una segunda oportunidad, no le cabía la menor duda de que… El jurado salió sin decir palabra y ya no volvió a aparecer en toda la mañana.

Alex estaba solo en un rincón del restaurante del tercer piso. Dejó que se le enfriara la sopa y removió la ensalada de un lado a otro del plato, antes de volver al pasillo y continuar sus paseos rituales.

A las tres y doce minutos, se oyó un anuncio por los altavoces.

—Todas las partes en el caso Cartwright hagan el favor de volver a la sala número cuatro; el jurado ha vuelto.

Alex se sumó a un grupo de personas que recorrían a toda prisa el pasillo y entraban en la sala. Una vez acomodados, el juez volvió a aparecer y dio instrucciones al ujier de que llamara al jurado. Cuando entró en la sala, Alex observó que uno o dos parecían afligidos.

El juez se inclinó hacia delante.

—¿Han llegado a un veredicto unánime? —preguntó al portavoz.

—No, señoría —fue la respuesta inmediata.

—¿Cree que podrían llegar a un veredicto unánime si les concedo un poco más de tiempo?

—No, señoría.

—¿Les sería de ayuda que tomara en consideración un veredicto por mayoría, lo cual significa que al menos diez de ustedes deben estar de acuerdo?

—Eso solucionaría el problema, señoría —contestó el portavoz.

—En tal caso, les pido que vuelvan a reunirse y traten de llegar a un veredicto. El juez cabeceó en dirección al ujier, quien condujo al jurado fuera de la sala.

Alex estaba a punto de levantarse y continuar sus paseos, cuando Pearson se inclinó hacia él.

—No te muevas de aquí, muchacho. Tengo la sensación de que no tardarán en regresar. Alex se sentó en el extremo del banco.

Tal como Pearson había pronosticado, el jurado volvió pocos minutos después. Alex se giró hacia Pearson, pero antes de que pudiera hablar, su veterano colega le dijo:

—No hagas preguntas, muchacho. Jamás he sido capaz de comprender los mecanismos del jurado, pese a llevar casi treinta años de profesión. Alex se puso a temblar cuando el ujier se levantó.

—Que el portavoz se ponga en pie, por favor —dijo.

—¿Han llegado a un veredicto? —preguntó el juez.

—Sí, señoría —contestó el portavoz.

—¿Hay una mayoría?

—Sí, señoría, una mayoría de diez contra dos.

El juez asintió en dirección al ujier, que inclinó la cabeza.

—Miembros del jurado —dijo—, ¿consideran al acusado Daniel Arthur Cartwright, culpable o no culpable de asesinato? Aunque a Alex se le antojó una eternidad, el portavoz apenas tardó unos segundos en contestar.

—Culpable —dijo el portavoz.

Una exclamación ahogada se elevó de la sala. La primera reacción de Alex fue mirar a Danny. No mostraba la menor emoción. Entre el público se oyeron gritos de «¡No!», y sollozos.

En cuanto se hizo orden en la sala, el juez se enzarzó en un largo preámbulo antes de dictar sentencia. Las únicas palabras que quedaron grabadas a fuego en la mente de Alex fueron «veintidós años», lo que equivalía a una cadena perpetua.

Su padre le había dicho que jamás debía permitir que un veredicto le afectara. Al fin y al cabo, solo un acusado de cada cien era condenado erróneamente. Alex estaba convencido de que Danny Cartwright era ese uno de entre cien.