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Has llegado justo a tiempo —dijo la mujer.

—¿Tan mal? —preguntó Alex.

—Peor —replicó su madre—. ¿Cuándo se dará cuenta el Ministerio del Interior de que, cuando los jueces se jubilan, no solo les envían a casa para el resto de su vida, sino que solo pueden juzgar a sus esposas?

—¿Qué recomiendas tú? —preguntó Alex, mientras entraban en el salón.

—Habría que fusilar a los jueces el día que cumplen setenta años. Una nación agradecida debería conceder el indulto y una pensión a sus esposas.

—Debería hallarse una solución más aceptable —objetó Alex.

—¿Por ejemplo? ¿Legalizar la eutanasia para las esposas de los jueces?

—Algo menos drástico —dijo Alex—. No sé si su señoría te lo ha dicho, pero le envié los detalles del caso en el que estoy trabajando, y la verdad es que su consejo me iría bien.

—Si se niega, Alex, no le daré de comer nunca más.

—En ese caso, puede que tenga una posibilidad —dijo Alex, cuando su padre entró en la sala.

—¿Una posibilidad de qué? —preguntó el anciano.

—Una posibilidad de que me ayudes en un caso que…

—¿El caso Cartwright? —dijo su padre, mientras miraba por la ventana. Alex asintió—. Sí, he acabado de leer las transcripciones. Por lo que he visto, no quedan muchas leyes que ese muchacho no haya quebrantado: asesinato, fuga de la cárcel, robo de cincuenta millones de dólares, cobro de cheques de dos cuentas bancarias ajenas, venta de una colección de sellos ajena, viajar al extranjero con un pasaporte que no era suyo, y hasta reclamar un título de baronet que debería haber heredado otra persona. No puedes culpar a la policía por castigarle severamente.

—¿Significa eso que no quieres ayudarme? —preguntó Alex.

—Yo no he dicho eso —dijo el juez Redmayne, al tiempo que se volvía hacia su hijo—. Al contrario. Estoy a tu disposición, porque de una cosa estoy absolutamente seguro: Danny Cartwright es inocente.