19

Una llave giró en la cerradura y la pesada puerta de hierro se abrió.

—Cartwright, estás en la cadena de presos. Preséntate al oficial de servicio de inmediato.

—Pero… —empezó Danny.

—Es inútil discutir —dijo Nick cuando el guardia desapareció—. Sígueme; yo te enseñaré la dinámica. Nick y Danny se unieron a una multitud de presos silenciosos que caminaban en la misma dirección.

—Aquí es donde te presentas cada mañana a las ocho —explicó Nick cuando llegaron al final del pasillo—, y te incorporas a tu cuadrilla de trabajo.

—¿Qué coño es eso? —preguntó Danny, mientras contemplaba un amplio cubículo de cristal hexagonal que dominaba la zona.

—Eso es la burbuja —dijo Nick—. Los carceleros siempre pueden vigilarnos, pero nosotros no podemos verles.

—¿Ahí hay carceleros? —dijo Danny.

—Ya lo creo —contestó Nick—. Unos cuarenta, según me han dicho. Ven todo lo que pasa en los cuatro bloques, de modo que si se produce un motín, o cualquier otro alboroto, entran y solucionan el problema en cuestión de minutos.

—¿Has participado alguna vez en un motín? —preguntó Danny.

—Solo una vez —contestó Nick—, y no fue agradable. Aquí nos separamos. Me voy a educación; la cadena de presos esta en dirección contraria. Si sigues el pasillo verde, llegarás al lugar correcto.

Danny asintió y siguió a un grupo de presos que sabían muy bien adónde iban, aunque su aspecto hosco y el ritmo cansino con el que se desplazaban indicaban que se les ocurrían formas mejores de pasar un sábado por la mañana.

Cuando Danny llegó al final del pasillo, un guardia provisto de la inevitable tablilla condujo a todos los presos hasta el interior de una amplia sala rectangular, del tamaño de una cancha de baloncesto. Dentro había seis mesas largas de formica, con unas veinte sillas de plástico alineadas a cada lado. Las sillas se llenaron enseguida de reclusos, hasta que casi todas quedaron ocupadas.

—¿Dónde me siento? —preguntó Danny.

—Donde quieras —dijo un guardia—. Da igual. Danny encontró un asiento libre y guardó silencio, mientras observaba lo que sucedía a su alrededor.

—Eres nuevo, ¿verdad? —dijo el hombre sentado a su izquierda.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque llevo ocho años en la cadena de presos. Danny examinó con más detenimiento a aquel hombre, bajo y nervudo, cuya piel era blanca como una hoja de papel. Tenía los ojos azules llorosos y el pelo rubio corto.

—Liam —anunció.

—Danny.

—¿Eres irlandés? —preguntó Liam.

—No, soy cockney; nací a unos pocos kilómetros de aquí, pero mi abuelo era irlandés.

—Ya me vale —dijo Liam con una sonrisa.

—¿Qué haremos ahora? —preguntó Danny.

—¿Ves esos presos que se encuentran de pie al final de cada mesa? Son los suministradores. Dejarán un cubo delante de nosotros. ¿Ves esa pila de bolsas de plástico en el otro extremo de la mesa? Pasarán por el centro. Dejamos caer en cada una lo que tengamos en nuestros cubos y la pasamos.

Mientras Liam hablaba, sonó una sirena. Unos reclusos con brazaletes de tela amarilla colocaron cubos de plástico marrón delante de cada preso. El cubo de Danny estaba lleno de bolsas de té. Miró el de Liam, que contenia tarrinas individuales de mantequilla. Las bolsas de plástico se desplazaron con lentitud por la mesa de preso en preso; estos dejaron caer en cada una un paquete de pjce Krispies, una tarrina de mantequilla, una bolsa de té y diminutos sobres de sal, pimienta y tarrinas de mermelada. Cuando llegaban al final de la mesa, otro preso amontonaba las bolsas en una bandeja y las llevaba a una sala contigua.

—Las enviarán a otra cárcel —explicó Liam—, y las darán a algún preso durante el desayuno dentro de una semana.

Danny empezó a aburrirse al cabo de unos minutos, y le habrían entrado ganas de suicidarse al final de la mañana, de no ser por los incesantes comentarios de Liam acerca de todo: desde cómo conseguir avanzar hasta cómo acabar en confinamiento solitario, lo cual arrancó carcajadas de todos cuantos le oyeron.

—¿Te he contado que los guardias encontraron un día una botella de Guinness en mi celda? —preguntó.

—No —contestó Danny, obediente.

—Dieron parte, por supuesto, pero no pudieron acusarme.

—¿Por qué? —preguntó Danny, y aunque todos habían oído la historia mil veces, le prestaron toda su atención.

—Le dije al alcaide que un guardia la había puesto en mi celda porque me tenía manía.

—¿Por ser irlandés? —aventuró Danny.

—No, eso ya lo he utilizado muchas veces. Había que buscar algo más original.

—¿Qué dijiste?

—Que el guardia me tenía manía porque yo sabía que era gay y le gustaba, pero siempre le rechazaba.

—¿Era gay? —preguntó Danny.

Varios reclusos estallaron en carcajadas.

—Claro que no, idiota —dijo Liam—, pero lo último que desea un alcaide es una investigación a fondo sobre la orientación sexual de uno de sus guardias. Eso solo significa montañas de papeles, y la suspensión de sueldo del guardia. Todo está explicado con detalle en las normas de la cárcel.

—¿Qué pasó? —preguntó Danny, mientras dejaba caer otra bolsa de té en otra bolsa de plástico.

—El alcaide retiró los cargos y ese guardia no ha vuelto a aparecer por mi bloque. Danny rio por primera vez desde que había entrado en la cárcel.

—No alces la vista —susurró Liam cuando dejaron delante de Danny otro cubo con bolsas de té. Liam esperó a que el preso provisto de un brazalete de tela amarilla se hubiera llevado los cubos vacíos—. Si alguna vez te cruzas con ese hijo de puta, esfúmate.

—¿Por qué? —preguntó Danny, y vio que el hombre de rostro delgado, cabeza rapada y brazos cubiertos de tatuajes salía de la sala con su carga de cubos vacíos.

—Se llama Kevin Leach. Evítale a toda costa —dijo Liam—. Significa problemas… Graves problemas.

—¿Qué tipo de problemas? —preguntó Danny, mientras Leach regresaba al otro extremo de la mesa y empezaba a apilar de nuevo.

—Una tarde llegó pronto del curro y pilló a su mujer en la cama con su mejor amigo. Después de dejarles sin conocimiento, los ató a las barras de la cabecera de la cama y esperó a que despertaran; luego, los apuñaló con un cuchillo de cocina, una vez cada diez minutos. Empezó por los tobillos y continuó subiendo poco a poco, hasta llegar al corazón. Calculan que debieron de transcurrir seis o siete horas hasta que murieron. Dijo al juez que solo intentaba demostrar a la muy puta lo mucho que la quería. —Danny sintió náuseas—. El juez le condenó a cadena perpetua, con la recomendación de que nunca se le concediera la libertad. Saldrá al mundo exterior con los pies por delante. —Liam hizo una pausa—. Me avergüenza decir que es irlandés. Así que ve con cuidado. No pueden añadir ni un día más a su sentencia, de modo que le da igual despedazar a quien sea.

Spencer Craig no era un hombre que adoleciera de falta de confianza en sí mismo, ni a quien entrara pánico cuando le sometían a presión, pero no podía decirse lo mismo de Lawrence Davenport o de Toby Mortimer.

Craig era consciente de que circulaban rumores en los pasillos del Old Bailey referentes al testimonio que había prestado durante el juicio de Cartwright. En aquel momento solo eran habladurías, pero no podía permitir que aquellas habladurías se transformaran en leyenda.

Confiaba en que Davenport no causaría problemas mientras interpretara al doctor Beresford en La receta. Al fin y al cabo, adoraba ser idolatrado por millones de admiradores, que le veían cada sábado a las nueve de la noche, además de gozar de los ingresos que le permitían un estilo de vida que ninguno de sus padres, un empleado de aparcamiento y una agente de tráfico de Grimsby, había disfrutado jamás. El riesgo de pasar una temporada en la cárcel por perjurio lo mantenía alerta. De lo contrario, Craig no vacilaría en recordarle lo que le esperaría en cuanto sus compañeros de prisión descubrieran que era gay.

Toby Mortimer presentaba un tipo distinto de problema. Había llegado a un punto en el que haría casi cualquier cosa por conseguir una dosis. Craig estaba convencido de que, en cuanto Toby se puliera la herencia familiar, sería la primera persona a quien su colega Mosquetero denunciaría.

Solo Gerald Payne seguía firme. Al fin y al cabo, aún confiaba en llegar a ser diputado. Pero la verdad era que pasaría mucho tiempo antes de que los Mosqueteros recuperaran la relación de la que disfrutaban antes del treinta cumpleaños de Gerald.

Beth esperó en la acera hasta estar segura de que no quedaba nadie en el establecimiento. Miró a ambos lados de la calle y entró en la tienda. Se quedó sorprendida de la oscuridad que reinaba en la pequeña estancia, y tardó unos minutos en reconocer a la familiar figura sentada detrás de la reja.

—Qué agradable sorpresa —dijo el señor Isaacs cuando Beth se acercó al mostrador—. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Necesito empeñar algo, pero quiero estar segura de que podré recuperarlo.

—No estoy autorizado a vender ningún objeto durante seis meses, como mínimo —dijo el señor Isaacs—, y si necesitara un poco más de tiempo, eso no representaría ningún problema.

Beth vaciló un momento. Después, se quitó el anillo del dedo y lo empujó por debajo de la reja.

—¿Está segura de lo que hace? —preguntó el prestamista.

—No me queda otra alternativa —respondió Beth—. Se acerca la apelación de Danny y…

—Siempre podría adelantarle…

—No —dijo Beth—, eso no sería correcto. El señor Isaacs suspiró. Levantó la lupa y estudió el anillo durante un rato, antes de emitir su opinión.

—Es una pieza excelente —reconoció—, pero ¿por cuánto pensaba empeñarla?

—Cinco mil libras —dijo Beth esperanzada. El señor Isaacs siguió fingiendo que examinaba la piedra, aunque había vendido el anillo a Danny por cuatro mil libras hacía menos de un año.

—Sí —dijo el señor Isaacs al cabo de unos segundos—, me parece un precio justo. Guardó el anillo debajo del mostrador y sacó el talonario.

—¿Puedo pedirle un favor, señor Isaacs, antes de que firme el talón?

—Por supuesto —dijo el prestamista.

—¿Me permitirá tomar prestado el anillo el primer domingo de cada mes?

—¿Tan mal? —preguntó Nick.

—Peor. De no haber sido por Liam el manitas, me habría quedado dormido y habrían dado parte de mí.

—Un tipo interesante ese Liam —dijo Big Al, que se removió un poco, pero sin tomarse la molestia de dar la vuelta—. Todos sus familiares son unos manitas. Tiene seis hermanos y tres hermanas; en cierta ocasión, los hermanos y dos de las hermanas estuvieron enchironados al mismo tiempo. Su puta familia habrá costado ya al contribuyente más de un millón de libras.

Danny rio.

—¿Qué sabes de Kevin Leach? —preguntó a Big Al. Big Al se incorporó como impulsado por un resorte.

—Ni siquiera menciones ese nombre fuera de esta celda. Esta chiflado. Te rebanaría el pescuezo por un Mars, y si alguna vez le cabreas…-Vaciló—. Tuvieron que sacarle del trullo de Garside porque otro recluso le hizo el signo de la victoria.

—Parece un poco exagerado —dijo Nick, mientras tomaba nota de todo cuanto decía Al.

—No después de que Leach le cortara los dos dedos.

—Es lo que los franceses hicieron a los arqueros ingleses en la batalla de Agincourt —dijo Nick, y levantó la vista.

—Muy interesante —comentó Big Al.

Sonó la sirena y las puertas de las celdas se abrieron para dejarles bajar a buscar la cena. Cuando Nick cerró su diario y empujó la silla hacia atrás, Danny observó por primera vez que llevaba una cadena de plata alrededor del cuello.

—Circula un rumor por los pasillos del Old Bailey —dijo el juez Redmayne—, según el cual Spencer Craig tal vez no dijera toda la verdad cuando prestó declaración en el caso Cartwright. Espero que no estés alimentando esa llama.

—No es necesario —replicó Alex—. Ese hombre tiene enemigos más que suficientes, ansiosos de darle a la lengua.

—Sin embargo, como sigues trabajando en el caso, sería imprudente por tu parte compartir tu punto de vista con tus colegas.

—¿Aunque sea culpable?

—Aunque sea el diablo en persona.

Beth escribió su primera carta a Danny al final de la primera semana, con la esperanza de que él pudiera leerla sin problemas. Deslizó en el interior un billete de diez libras antes de cerrar el sobre. Pensaba escribir una vez a la semana, así como ir a verle el primer domingo de cada mes. El señor Redmayne le había explicado que los condenados a cadena perpetua solo pueden recibir una visita al mes durante los primeros diez años.

A la mañana siguiente echó el sobre en el buzón situado al final de Bacon Road, antes de subir al autobús 25, que la llevaría a la City. El nombre de Danny nunca se mencionaba en casa de los Wilson, porque inevitablemente su padre perdía los estribos. Beth se tocó el estómago, y se preguntó qué futuro podía esperar un niño que solo tendría contacto con su padre una vez al mes mientras estuviera en la cárcel. Rezó para que fuera una niña.

—Necesitas un corte de pelo —dijo Big Al.

—¿Qué esperas que haga al respecto? —preguntó Danny—… ¿Pedir al señor Pascoe si puedo tomarme libre el próximo sábado por la mañana, para dejarme caer por la peluquería de Sammy, en Mile End Road, como solía hacer?

—No es necesario —dijo Big Al—. Pide hora a Louis.

—¿Y quién es Louis? —preguntó Danny.

—El barbero de la cárcel —contestó Big Al—. Por lo general, suele pelar a cinco reclusos en cuarenta minutos durante la Asociación, pero es tan popular que tal vez tengas que esperar un mes antes de que te toque el turno. Aunque como no vas a ir a ninguna parte durante los próximos veintidós años, eso no debería causarte ningún problema. Pero si quieres colarte, te cobrará tres pitillos por un niquelado, y cinco por un corte de pelo normal. Este caballero —y señaló a Nick, que estaba apoyado contra una almohada de su catre leyendo un libro— apoquina diez pitillos por querer tener aspecto de oficial y caballero.

—Un corte de pelo normal ya me sirve —dijo Danny—, pero ¿qué utiliza? No me apetece que me corten el pelo con un cuchillo y un tenedor de plástico. Nick bajó su libro.

—Louis cuenta con todo el instrumental necesario: tijeras, maquinilla, incluso una navaja.

—¿Cómo se lo monta? —preguntó Danny.

—No se lo monta —dijo Big Al—. Un guardia le da el equipo al empezar la Asociación, y luego lo recoge antes de que volvamos a las celdas. Y antes de que me lo preguntes, si algo faltara, Louis perdería su trabajo y todas las celdas serían registradas de arriba abajo hasta que los guardias lo encontraran.

—¿Es bueno? —preguntó Danny.

—Antes de terminar aquí —explicó Big Al—, trabajaba en Mayfair, cobrando a los iguales de este caballerete cincuenta libras por pelada.

—¿Cómo acaba una persona semejante en el trullo? —preguntó Danny.

—Hurto —dijo Nick.

—Hurto, y una mierda —replicó Big Al—, sodomía, más bien. Le pillaron con los pantalones en los tobillos en Hampstead Heath, y no estaba meando precisamente cuando la policía apareció.

—Pero si los reclusos saben que es gay —dijo Danny—, ¿cómo sobrevive en un lugar como este?

—Buena pregunta —reconoció Big Al—. En la mayoría de los trullos, cuando un marica se ducha, los reclusos se turnan para darle por el culo, y después lo despedazan miembro a miembro.

—¿Qué les detiene? —preguntó Danny.

—Los buenos barberos no abundan —dijo Nick.

—El caballero tiene razón —coincidió Big Al—. A nuestro último barbero lo enchironaron por agresión con lesiones corporales graves, y los reclusos no estaban relajados cuando blandía una navaja. De hecho, algunos acabaron llevando el pelo muy largo.