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Interesante. Muy interesante —dijo el señor Blundell, mientras dejaba la lupa sobre la mesa y sonreía a su cliente en ciernes.

—¿Cuánto vale? —preguntó Nick.

—No tengo ni idea —admitió Blundell.

—Pero me dijeron que usted es uno de los principales expertos de esta especialidad.

—Y me gusta pensar que lo soy —contestó Blundell—, pero en treinta años en el negocio jamás me había encontrado con algo semejante. —Levantó de nuevo la lupa, se agachó y estudió el sobre con más detenimiento—. El sello en sí no tiene nada de extraordinario, pero que el matasellos coincida con la ceremonia de inauguración es mucho más raro. Y que el sobre esté dirigido al barón de Coubertin…

—El fundador de los Juegos Olímpicos modernos —dijo Danny—. Debe de ser todavía más raro.

—Si no único —afirmó Blundell. Pasó de nuevo la lupa por encima del sobre—. Es muy difícil adjudicarle un valor.

—¿Podría hacer un cálculo aproximado? —preguntó Danny esperanzado.

—Si un marchante comprara el sobre, yo diría que entre dos mil doscientas y dos mil quinientas. Si fuera un coleccionista, tal vez hasta tres mil. Pero si dos coleccionistas se lo disputan, ¿quién sabe? Permítame ofrecerle un ejemplo, sir Nicholas. El año pasado, un óleo titulado Visión de Fiammetta, de Dante Gabriel Rossetti, se subastó aquí en Sotheby’s. Calculamos que obtendría entre dos millones y medio y tres millones de libras, en el mejor de los casos, y la verdad es que todos los marchantes famosos ya habían desistido antes de llegar al máximo calculado. Sin embargo, debido a que Andrew Lloyd Webber y Elizabeth Rothschild deseaban añadir el cuadro a sus colecciones respectivas, al final se subastó por nueve millones de libras, más del doble del récord anterior de Rossetti.

—¿Está insinuando que este sobre podría venderse por el doble de su valor?

—No, sir Nicholas. Solo estoy diciendo que no tengo ni idea de por cuánto podría venderse.

—Pero ¿puede conseguir que Andrew Lloyd Webber y Elizabeth Rothschild asistan a la subasta? —preguntó Danny.

Blundell agachó la cabeza, por temor a que sir Nicholas se diera cuenta de que su pregunta le había divertido.

—No —dijo—, no tengo motivos para creer que lord Lloyd Webber o Elizabeth Rothschild estén interesados en los sellos. Sin embargo, si decide sacar su sobre en la próxima subasta, saldría en el catálogo, que sería enviado a los principales coleccionistas del mundo.

—¿Cuándo será la próxima subasta de sellos? —preguntó Danny.

—El 16 de septiembre —contestó Blundell—. Dentro de poco más de seis semanas.

—¿Tanto? —se sorprendió Danny, que había supuesto que podría vender el sobre en cuestión de días.

—Aún estamos preparando el catálogo, y lo enviamos a los clientes dos semanas antes de la subasta, como mínimo.

Danny pensó en su anterior encuentro con el señor Prendergast en Stanley Gibbons, que le había ofrecido dos mil doscientas libras por el sobre, y probablemente habría llegado hasta dos mil quinientas. Si aceptaba su oferta, no tendría que esperar otras seis semanas. El último estado de cuentas bancario de Nick indicaba que solo le quedaban mil novecientas dieciocho libras, de modo que quizá estaría en números rojos el 16 de septiembre, sin la menor perspectiva de futuros ingresos.

Blundell no metió prisas a sir Nicholas, que estaba meditando seriamente sobre el asunto; además, si era el nieto de… podría ser el principio de una larga y fructífera relación. Danny sabía por cuál de las dos opciones se habría decantado Nick. Habría aceptado la primera oferta de dos mil doscientas libras del señor Prendergast, habría regresado a Coutts y habría ingresado el dinero de inmediato. Eso ayudó a Danny a tomar una decisión. Recogió el sobre y lo entregó al señor Blundell.

—Dejaré en sus manos encontrar a dos personas que quieran el sobre.

—Haré lo que pueda —dijo Blundell—. Cuando se acerque el momento, sir Nicholas, me encargaré de que le envíen un catálogo, junto con una invitación a la subasta. Permítame añadir que siempre disfruté mucho ayudando a su abuelo a reunir su magnífica colección.

—¿Su magnífica colección? —repitió Danny.

—Si deseara continuar dicha colección, o vender una parte, estaría encantado de ofrecerle mis servicios.

—Gracias —dijo Danny—. Seguiremos en contacto.

Se fue de Sotheby’s sin decir nada más. No podía correr el riesgo de formular al señor Blundell preguntas cuyas respuestas debería saber. Pero ¿cómo iba a averiguar algo más sobre la magnífica colección de sir Alexander?

En cuanto Danny salió a Bond Street se arrepintió de no haber aceptado la oferta del señor Prendergast, porque aunque el sobre alcanzara las seis mil libras, no sería suficiente para cubrir los gastos de una prolongada batalla legal contra Hugo Moncrieff, y si conseguía llegar a un acuerdo con respecto a la demanda antes de que los gastos se descontrolaran, aún le quedaría suficiente dinero para sobrevivir algunas semanas más, mientras buscaba trabajo. Pero por desgracia, sir Nicholas Moncrieff no estaba cualificado para trabajar de mecánico en un taller de reparaciones del East End. De hecho, Danny estaba empezando a preguntarse para qué estaba cualificado.

Danny recorrió Bond Street hasta llegar a Piccadilly. Pensó en el significado, si lo tenía, de las palabras de Blundell sobre «la magnífica colección de su abuelo». No reparó en que alguien le estaba siguiendo. Pero claro, era un profesional.

Hugo descolgó el teléfono.

—Acaba de salir de Sotheby’s y está en una parada de autobús de Piccadilly.

—Por tanto, se estará quedando sin fondos —dijo Hugo—. ¿Para qué fue a Sotheby’s?

—Dejó un sobre al señor Blundell, el jefe del departamento de filatelia. Se subastará dentro de seis semanas.

—¿Qué había en el sobre? —preguntó Hugo.

—Un sello emitido para conmemorar los primeros Juegos Olímpicos modernos. El valor, calculado por Blundell, está entre dos mil y dos mil quinientas libras.

—¿Cuándo se subasta?

—El 16 de septiembre.

—Tendré que estar presente —afirmó Hugo, y colgó.

—Qué raro que tu padre permitiera que uno de sus sellos se pusiera a la venta. A menos… —dijo Margaret, mientras doblaba su servilleta.

—No te sigo, cariño. ¿A menos que qué? —preguntó Hugo.

—Tu padre dedica su vida a reunir una de las mejores colecciones de sellos del mundo, que no solo desaparece el día de su fallecimiento, sino que ni siquiera se menciona en su testamento. Peto lo que sí se menciona son una llave y un sobre, que deja a Nick.

—No estoy seguro de adónde quieres ir a parar, cariño.

—Está claro que la llave y el sobre están relacionados de alguna manera —dijo Margaret.

—¿Por qué lo crees?

—Porque creo que el sello carece de importancia.

—Pero dos mil libras significarían mucho dinero para Nick en su situación actual.

—Pero no para tu padre. Sospecho que el nombre y la dirección del sobre son mucho más importantes, porque nos conducirían hasta la colección.

—Pero seguimos sin tener la llave —objetó Hugo.

—La llave será de escasa importancia si consigues demostrar que eres el heredero legítimo de la fortuna de los Moncrieff.

Danny subió a un autobús en dirección a Notting Hill Gate, con la esperanza de llegar puntual a su entrevista mensual con la agente de libertad condicional. Otros diez minutos, y habría tenido que tomar un taxi. La señorita Bennett había escrito para anunciarle que había sucedido algo importante. Aquellas palabras le pusieron nervioso, aunque Danny sabía que, si hubieran descubierto quién era en realidad, no le habrían informado mediante una carta de su agente de la condicional, sino que habría despertado en plena noche y habría descubierto que la casa estaba rodeada por la policía.

Si bien se sentía cada vez más seguro en su nueva personalidad, no pasaba ni un día en que no recordara que era un preso fugitivo. Cualquier cosa podía delatarle: una segunda mirada, un comentario malinterpretado, una pregunta casual a la que no supiera contestar. ¿Quién fue su director en Loretto? ¿A qué universidad de Sandhurst fue? ¿De qué equipo de rugby es seguidor?

Dos hombres bajaron del autobús cuando paró en Notting Hill Gate. Uno de ellos empezó a correr hacia la oficina de libertad condicional del barrio. El otro le siguió de cerca, pero no entró en el edificio. Aunque Danny se presentó en recepción con dos minutos de antelación, aún tuvo que esperar otros veinte minutos a que la señorita Bennett quedara libre para recibirle.

Danny entró en un despacho pequeño y espartano, sin cortinas, y que solo contenía una mesa y dos sillas y una alfombra raída que habría quedado huérfana en una venta ambulante. No era mucho mejor que su celda de Belmarsh.

—¿Cómo está, Moncrieff? —preguntó la señorita Bennett, cuando se sentó frente a ella en la silla de plástico. No dijo ni «sir Nicholas», ni «señor»; solo «Moncrieff».

Compórtate como Nick, piensa como Danny.

—Estoy bien, gracias, señorita Bennett. ¿Y usted?

La mujer no contestó, sino que se limitó a abrir una carpeta que tenía delante, en la que apareció una lista de preguntas que debían ser contestadas por todos los expresidiarios una vez al mes, mientras estaban en libertad condicional.

—Solo quiero ponerme al día —empezó la mujer—. ¿Ha conseguido encontrar trabajo de profesor? Danny había olvidado que Nick deseaba regresar a Escocia y dar clases una vez le pusieran en libertad.

—No —contestó Danny—. Resolver mis problemas familiares se está alargando más de lo que había previsto.

—¿Problemas familiares? —repitió la señorita Bennett. Esa no era la respuesta que había esperado. Problemas familiares significaba peligro—. ¿Desea hablar de dichos problemas?

—No, gracias, señorita Bennett —dijo Danny—. Solo estoy intentando solucionar lo del testamento de mi abuelo. No tiene de qué preocuparse.

—Yo decidiré eso —replicó con brusquedad la señorita Bennett—. ¿Significa eso que tiene dificultades económicas?

—No, señorita Bennett.

—¿Ha encontrado trabajo ya? —preguntó la mujer, volviendo a su lista de preguntas.

—No, pero espero encontrar trabajo en un futuro próximo.

—De profesor, supongo.

—Eso espero —dijo Danny.

—Bien, si le resulta difícil, tal vez lo que debería hacer es pensar en otro empleo.

—¿Por ejemplo?

—Bien, veo que fue bibliotecario en la cárcel.

—Me lo pensaré, desde luego —dijo Danny, confiando en obtener otra cruz en la casilla.

—¿Vive en algún sitio, o se hospeda en una pensión?

—Tengo donde vivir.

—¿Con su familia?

—No tengo familia.

Una señal, una cruz, un signo de interrogación. La mujer continuó.

—¿Vive de alquiler, o está en casa de algún amigo?

—Vivo en mi casa.

La señorita Bennett compuso una expresión de perplejidad. Nadie le había dado esa respuesta hasta el momento. Se decidió por una señal.

—Debo hacerle una pregunta más. Durante el mes pasado, ¿ha sentido la tentación de volver a cometer el mismo delito por el que le enviaron a la cárcel?

Sí, me he sentido tentado de matar a Lawrence Davenport, quiso decir Danny.

—No, señorita Bennett —contestó Danny—. No.

—Eso es todo por ahora, señor Moncrieff. Nos veremos dentro de un mes. No vacile en ponerse en contacto conmigo si cree que puedo serle de ayuda.

—Muchas gracias —dijo Danny—, pero decía en su carta que había algo importante…

—¿Sí? —dijo la señorita Bennett, mientras cerraba la carpeta y dejaba al descubierto un sobre—. Ah, sí, tiene razón.

Le entregó una carta dirigida a: «N. A. Moncrieff, Departamento de Educación, HMP Belmarsh». Danny empezó a leer una carta de la Junta de Matriculación de Gran Bretaña dirigida a Nick, y descubrió lo que la señorita Bennett consideraba importante.

Los resultados de sus exámenes de grado superior son los siguientes:

Empresariales A+

Matemáticas A

Danny se puso en pie de un salto y agitó el puño en el aire como si estuviera en Upton Park y el West Ham hubiera marcado el gol de la victoria contra el Arsenal. La señorita Bennett no estaba segura de si felicitar a Moncrieff o pulsar el botón que había debajo del escritorio para llamar al personal de seguridad.

—Si todavía tiene la intención de licenciarse, Moncrieff —dijo, cuando los pies de Danny tocaron el suelo—, será un placer ayudarle a solicitar una beca.

Hugo Moncrieff estudió el catálogo de Sotheby’s durante un rato considerable. Tuvo que darle la razón a Margaret, solo podía ser el lote 37: «Un peculiar sobre con la primera edición de un sello que conmemora la inauguración de los Juegos Olímpicos modernos, dirigido al fundador de los Juegos, barón Pierre de Coubertin; valor estimado entre 2200 y 2500 libras».

—Tal vez debería ir uno de los días de exposición y echar un vistazo —dijo.

—No harás nada por el estilo —se negó Margaret con firmeza—. Eso solo serviría para poner sobre aviso a Nick y hasta podría llegar a la conclusión de que no es el sello lo que nos interesa.

—Pero si fuera a Londres el día antes de la subasta y averiguara la dirección del sobre, sabríamos dónde está la colección, sin tener que gastar dinero en comprarlo.

—Pero entonces no tendríamos la tarjeta de visita.

—Creo que no te sigo, cariño.

—Puede que no estemos en posesión de la llave, pero si el único hijo superviviente de tu padre aparece con el sobre y con el testamento nuevo, tenemos una posibilidad de convencer a quien custodie la colección en su nombre de que tú eres el legítimo heredero.

—Pero es posible que Nick acuda a la subasta.

—Si para entonces no ha descubierto que lo importante no es el sello, sino la dirección, será demasiado tarde para que pueda hacer algo al respecto. Da gracias a una cosa, Hugo.

—¿Cuál, cariño?

—Nick no piensa como su abuelo.

Danny abrió el catálogo una vez más. Buscó el lote 37 y estudió el texto con más detenimiento. Le complació la detallada descripción de su sobre, aunque se sintió algo decepcionado porque, al contrario que en el caso de varios de los demás objetos, no la acompañara una fotografía.

Empezó a leer las condiciones de la subasta y se quedó horrorizado al descubrir que Sotheby’s deducía el diez por ciento del valor de subasta al vendedor y cargaba un veinte por ciento más al comprador. Si terminaba con solo mil ochocientas libras, habría sido más provechoso vender el sobre a Stanley Gibbons, cosa que Nick habría hecho.

Danny cerró el catálogo y devolvió su atención a la única otra carta que había recibido aquella mañana: un folleto y una instancia de la Universidad de Londres para solicitar matricularse en una carrera. Dedicó cierto tiempo a meditar las diferentes opciones. Por fin, fue a la sección de solicitudes de becas, consciente de que si cumplía la promesa hecha a Nick y a Beth, su estilo de vida experimentaría un cambio considerable.

La cuenta corriente de Nick había descendido a setecientas dieciséis libras, sin aportar ninguna suma en la columna de entradas desde que había salido en libertad. Temía que su primer sacrificio tendría que ser Molly, en cuyo caso la casa no tardaría en volver al estado en el que la había encontrado cuando abrió por primera vez la puerta principal.

Danny había evitado llamar al señor Munro para conocer los progresos de su batalla contra tío Hugo, por temor a que solo diera como resultado una nueva factura. Se reclinó en el asiento y pensó en la razón de que hubiera deseado ocupar el lugar de Nick. Big Al le había convencido de que, si podía escapar, todo era posible. Estaba descubriendo a marchas forzadas que un hombre sin un penique, que trabaja solo, no está en disposición de enfrentarse a tres profesionales de éxito, aunque ellos piensen que está muerto y olvidado. Pensó en los planes que había comenzado a trazar, empezando por asistir aquella noche a la última representación de La importancia de llamarse Ernesto. Su auténtico propósito se cumpliría después de que cayera el telón, cuando asistiera a la fiesta y se encontrara cara a cara con Lawrence Davenport por primera vez.