VII
Perseguía un equilibrio absoluto, una perfección de líneas, curvas, volúmenes, masas, densidad, elegancia y la profundidad del espacio infinito. Aspiraba a crear una obra de arte que trascendiera la época en la que él había vivido.
Dejó a un lado sus lápices y plumas, y comenzó a modelar. Pensaba que la ductilidad de la arcilla húmeda podría brindarle mayor libertad que la rigidez de la línea dibujada. A lo largo de días, semanas y meses hizo una docena de modelos, para destruirlos y empezar otros nuevos. Sentía que se iba acercando a la revelación, pues en primer lugar logró monumentalidad, luego dimensión, después majestuosidad y luego simplificación. No obstante, los resultados eran producto todavía de su capacidad artísticas, más que de su espiritualidad.
Por fin, después de once meses de pensar, dibujar, orar, esperar y desesperar, llegó: un fruto de su imaginación, compuesto de todas sus artes, asombroso de tamaño, pero, sin embargo, tan frágil como un huevo de pájaro en un nido: alzándose hacia el cielo, construido de gasa, que elevaba sin esfuerzo y musicalmente su altura de cien metros en forma de pera, igual que el pecho de la Madonna Medici… ¡Era una cúpula como no existía otra igual!
—¡Lo ha logrado! —murmuró Tommaso extáticamente, cuando vio los dibujos terminados—. ¿De dónde ha surgido?
—¿De dónde salen las ideas, Tommaso?
Sebastiano formuló la misma pregunta cuando era joven. Sólo puedo darle la misma respuesta que le di a él, pues a los ochenta y dos años mi sabiduría no es mayor que cuando tenía treinta y nueve: las ideas son una función natural de la mente, como respirar lo es de los pulmones. Tal vez emanan de Dios.
Contrató a un carpintero, Giovanni Francesco, para que le construyese el modelo. Se hizo de madera de tilo y en escala de uno a quince mil. La gigantesca cúpula descansaría sobre pilares y arcos en una amplia base circular de cemento. Las costillas externas de la cúpula serian de travertino de Tivoli, mientras que las columnas serían del mismo material. Los soportes que afirmarían la cúpula a la base serían de hierro forjado. Ocho rampas permitirían subir los materiales a lomo de burro hasta las paredes de la cúpula. Los planos de ingeniería llevaron meses, pero Miguel Ángel poseía la capacidad y la habilidad, y, además, Tommaso era ya un experto arquitecto.
Todo el trabajo fue realizado en Macello dei Corvi en el más absoluto secreto. La cúpula interior fue modelada personalmente por Miguel Ángel. La exterior, permitió que Francesco la indicase en pintura. Los tallados, festoneados y decoraciones fueron modelados en arcilla mezclada con aserrín y goma. Hizo ir a su taller a un capacitado ebanista de Carrara, llamado Battista, para que tallase las estatuillas, capiteles y los barbudos rostros de los apóstoles.
El papa Pablo IV falleció repentinamente. Roma estalló en la más violenta insurrección que Miguel Ángel había visto, no bien llegó la noticia del fallecimiento. La multitud derribó una estatua recién inaugurada del ex cardenal Caraifa y arrastró la cabeza por las calles durante varias horas, mientras los ciudadanos la cubrían de insultos. La cabeza fue arrojada finalmente al Tíber, antes de asaltar la sede de la Comisión de Inquisición para poner en libertad a todas las personas en ella encerradas y destruir la enorme masa de papeles y documentos allí reunidos para procesar y condenar a los herejes.
Cansado de tanta lucha y derramamiento de sangre, el Colegio de Cardenales eligió Papa a Giovanni Ángelo Medici, de sesenta años, procedente de una oscura rama lombarda de la familia Medici. Pío IV, que tal fue el nombre adoptado por el nuevo Pontífice, había recibido el título de abogado y era un hombre de temperamento sumamente sensato. Como abogado profesional había dado muestras de ser un brillante negociador y muy pronto Europa entera confió en él y lo respetó como hombre integro. La Inquisición, extraña al carácter italiano, terminó para siempre. Por medio de una serie de conferencias y contratos legales, el Papa concertó la paz para Italia y las naciones circundantes, así como para los luteranos. Guiada por la diplomacia, la Iglesia alcanzó también la paz para sí y, al mismo tiempo, reunió a todo el catolicismo de Europa.
El papa Pío IV confirmó a Miguel Ángel en su cargo de arquitecto de San Pedro, le facilitó fondos para proseguir la obra y llegar al tambor de la cúpula. Además, le encargó el diseño de una portada en los muros de la ciudad que se llamaría Porta Pía.
Era evidentemente una carrera contra el tiempo. Miguel Ángel se acercaba ya a los ochenta y cinco años. Con un máximo de dinero y hombres, quizás podría llegar hasta la cúpula en dos o tres años. No le era posible calcular cuánto tiempo necesitaría para construir la cúpula, con sus ventanas, columnas y friso decorativo, pero creía que le sería posible hacerlo en unos diez o doce años. Eso significaría que su edad sería poco más o menos de cien años. Nadie vivía tanto, pero a pesar de sus enfermedades: cálculos en los riñones, jaquecas, cólicos, ocasionales dolores en la espalda y las ingles, y debilidad general, en realidad no se sentía disminuido en cuanto a su poder creador. Y todavía salía de vez en cuando a dar sus paseos habituales por la campiña.
Construiría aquella cúpula. ¿No había llegado su padre a los noventa años? ¿No era él un hombre más fuerte que Ludovico?
Pero todavía le quedaba por pasar una nueva prueba de fuego. Baccio Bigio, que se había encumbrado hasta una elevada posición administrativa en la superintendencia, tenía una serie de cifras documentadas para demostrar cuántos ducados le había costado la enfermedad de Miguel Ángel a la construcción de San Pedro, como consecuencia del error cometido en una de las capillas. Utilizó su información sacándole el mayor provecho posible y hasta llegó a convencer al cardenal de Carpi, amigo de Miguel Ángel, de que la construcción del gran templo no iba nada bien. Bigio se estaba colocando en posición de ser designado para aquel trabajo, cuando Miguel Ángel enfermase o falleciese.
Cuando Miguel Ángel ya no tuvo fuerzas para subir al andamio diariamente, uno de sus capaces ayudantes, Pier Luigi Gaeta, fue designado ayudante del director de obras. Gaeta llevaba todas las noches a su maestro informes detallados, y cuando el director de obras fue asesinado, Miguel Ángel propuso a Gaeta para reemplazarlo. Pero quien conquistó la designación fue Baccio Bigio. Gaeta fue despedido y Bigio comenzó a desarmar parte del andamio y retirar vigas de la estructura, preparándose para un nuevo diseño de la construcción.
Miguel Ángel, arrastrándose penosamente por el andamio del tiempo, cumplidos ya los ochenta y siete años y rumbo a los ochenta y ocho, recibió un golpe tan rudo al conocer la noticia que no pudo levantarse de su lecho, el cual había trasladado al taller.
—¡Tiene que levantarse! —exclamó Tommaso, tratando de despertarlo de aquel letargo—. De lo contrario, Bigio deshará todo cuanto ha hecho.
—Quien lucha contra los inútiles no podrá jamás alcanzar una gran victoria —respondió Miguel Ángel melancólicamente.
—Perdóneme, pero éste no es el momento para sentencias toscanas. Por el contrario, es el momento de actuar. Si no puede ir hoy a San Pedro, tiene que enviar a un representante.
—¿Iría usted, Tommaso?
—La gente sabe que soy como un hijo suyo.
—Entonces, mandaré a Daniele da Volterra.
Pero Daniele da Volterra fue rechazado y se dieron plenos poderes de construcción a Bigio. Cuando Miguel Ángel tropezó con el Papa, que cruzaba el Campidoglio a la cabeza de su séquito, gritó broncamente:
¡Santidad, insisto en que introduzca un cambio! ¡Si no lo hace, regresaré a Florencia! ¡Está permitiendo que se destruya San Pedro!
El papa Pío IV respondió:
—Piano, piano, Miguel Ángel. Entremos al palacio senatorial, donde podremos hablar.
Una vez en el interior del palacio, el Papa escuchó atentamente.
—Convocaré a los miembros de la construcción que se han estado oponiendo a usted. Luego pediré a mi pariente, Gabrio Serbelloni, que vaya a San Pedro e investigue las acusaciones que han formulado contra usted. Venga al Vaticano mañana.
Llegó demasiado temprano para ser recibido por el Papa y entró en la Stanza della Signatura, que había pintado Rafael durante los años en que él había estado en la Capilla Sixtina pintando la bóveda. Contempló los cuatro frescos, primero la Escuela de Atenas, después El parnaso, luego La disputa y por fin, La justicia. Jamás se había detenido antes a mirar las obras de Rafael sin prejuicios. Se dio cuenta de que nunca habría podido concebir o pintar aquellas naturalezas muertas idealizadas. Sin embargo, al ver cuán exquisitamente estaban realizadas, con qué integridad de artesanía, comprendió que, en cuanto a lirismo y encanto, Rafael había sido el maestro de todos.
Cuando fue introducido en el pequeño salón del trono, Miguel Ángel encontró al Papa rodeado de la Comisión de Construcción, que había despedido a Gaeta y rechazado a Daniele da Volterra. Unos minutos después, entró Gabriel Serbelloni.
—Santidad —dijo éste solemnemente— he comprobado que este informe escrito por Baccio Bigio no contiene ni una sola palabra de verdad. Se trata de una criticable invención…, pero contrariamente a la gran construcción de Buonarroti, ha sido construida con maldad, sin otro propósito visible que el del propio interés.
Y con la voz de un juez que pronunciase una sentencia definitiva, el Papa decretó:
—Baccio Bigio es exonerado desde este instante del cargo de director de obras. En el futuro, los planos de Miguel Ángel para la construcción de San Pedro no deberán ser modificados ni en el más mínimo detalle.